Al oír esto, Helen respiró hondo. Los ojos de Rossi destellaron en su dirección.
– Pensé que debía publicar por fin…
Resollaba, y cerró los ojos un momento. Helen se puso a temblar contra mí. Yo la sujeté con fuerza por la cintura.
– No pasa nada -dije-. Está descansando.
Pero Rossi parecía decidido a terminar.
– Sí que pasa -dijo con voz estrangulada, los ojos cerrados todavía-. Él te dio el libro.
Supe entonces que vendría a por mí, y lo hizo. Me resistí, pero casi me ha convertido… en otro como él. -Pareció incapaz de levantar la otra mano, y volvió la cabeza y el cuello con torpeza, de modo que de repente pudimos ver un profundo pinchazo en el lado de la garganta. Aún estaba abierto, y cuando la movió, se dilató y sangró. La mirada que dirigimos a aquel punto pareció trastornarle de nuevo, y me miró implorante-. Paul, ¿está oscureciendo afuera?
Una oleada de horror y desesperación me embargó.
– ¿Percibes el cambio, Rossi?
– Sí, sé cuando viene la oscuridad, y me entra… hambre. Por favor. Os oirá. Iros, deprisa.
– Dinos cómo encontrarle -dije desesperado-. Le mataremos.
– Sí, matadle, si podéis hacerlo sin poneros en peligro. Matadle por mí -susurró, y por primera vez vi que aún podía sentir rabia-. Escucha, Paul. Allí hay un libro. La vida de san Jorge. -Le costaba respirar de nuevo-. Muy antiguo, con una portada bizantina.
Nadie ha visto jamás un libro semejante. Tiene muchos libros, pero éste es… -Por un momento dio la impresión de que iba a desmayarse. Helen apretó su mano entre las de ella y se echó a llorar sin poder contenerse-. Lo escondí debajo del primer armario de la izquierda. Lleváoslo si podéis. He escrito algo… He guardado algo dentro. Date prisa, Paul.
Se va a despertar. Yo me despierto con él.
– Oh, Jesús. -Busqué a mi alrededor algo que pudiera ayudarnos, pero no sabía qué-. Ross, por favor. No puedo permitir que te posea. Le mataremos y te pondrás bien. ¿Dónde está?
Helen, más calmada, levantó el cuchillo y se lo enseñó.
Dio la impresión de que exhalaba un largo suspiro, mezclado con una sonrisa. Vi entonces hasta qué punto se habían alargado sus dientes, como los de un perro, y que la comisura de su labio estaba en carne viva. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas amoratadas.
– Paul, amigo mío…
– ¿Dónde está? ¿Dónde está la biblioteca?
Mi tono era perentorio, pero Rossi no podía hablar.
Helen hizo un veloz ademán, y yo comprendí, y agarré una piedra del borde del suelo. Me costó un largo momento aflojarla, y en aquel instante temí haber oído un movimiento arriba, en la iglesia. Helen desabotonó la camisa de Rossi y la abrió con delicadeza. Luego apoyó la punta del cuchillo de Turgut sobre su corazón.
Rossi clavó una mirada confiada en nosotros, con ojos como los de un niño, y después los cerró. Al instante, hice acopio de fuerzas y golpeé el pomo del cuchillo con aquella piedra antigua, una piedra colocada en ese lugar por algún monje anónimo, un campesino contratado o algún ciudadano desaparecido del siglo XII o XIII.
Era probable que aquella piedra hubiera permanecido inmóvil durante siglos, pisada por los monjes que llevaban huesos al osario o transportaban vino al sótano. Aquella piedra no se había movido cuando el cadáver de un matador de turcos extranjero fue transportado en secreto allí y fue escondido en una tumba recién excavada en el suelo, ni cuando los monjes valacos celebraban una misa hereje sobre ella, ni cuando la policía otomana fue allí a buscar en vano su cuerpo, ni cuando los jinetes otomanos entraron en la iglesia con sus antorchas, ni cuando una nueva iglesia se alzó encima, ni cuando los huesos de Sveti Petko fueron conducidos al relicario para descansar cerca de ella, ni cuando los peregrinos se arrodillaban para recibir la bendición del mártir. Había descansado allí durante todos aquellos siglos hasta que yo la extraje bruscamente y le di un nuevo uso, y eso es todo cuanto puedo escribir al respecto.
73
Mayo de 1954
No tengo a nadie a quien poder escribir esto, y no albergo esperanzas de que sea encontrado alguna vez, pero me parecería un crimen no intentar documentar mis vivencias mientras pueda hacerlo, y sólo Dios sabe durante cuánto tiempo podré.
Fui secuestrado del despacho de mi universidad hace unos días. No estoy seguro de
cuántos, pero supongo que aún estamos en mayo. Aquella noche me despedí de mi querido estudiante y amigo, el cual me había enseñado su ejemplar del libro diabólico que durante años había intentado olvidar. Le vi alejarse, provisto de toda la ayuda que podía ofrecerle.
Después cerré la puerta de mi despacho y me quedé sentado unos momentos, arrepentido y temeroso. Sabía que era culpable. Había reiniciado en secreto la investigación sobre la historia de los vampiros, y tenía toda la intención de aumentar mis conocimientos acerca de la leyenda de Drácula, y tal vez incluso de resolver al fin el misterio del paradero de su tumba. Había permitido que el tiempo, la racionalidad y el orgullo me convencieran de que reanudar mi investigación no acarrearía consecuencias. Admití mi culpa en mi interior incluso en aquel primer momento de soledad.
Me había acarreado terribles remordimientos entregar a Paul las notas de mi investigación y las cartas que había escrito acerca de mis experiencias, no porque deseara guardarlas, ya que todo mi deseo de reanudar la investigación se esfumó en cuanto él me enseñó su libro.
Sólo lamentaba profundamente poner a su alcance aquellos horribles conocimientos, si bien estaba seguro de que, cuanto más supiera, mejor podría defenderse. Sólo podía esperar que, si se producía algún castigo, sería yo la víctima y no Paul, con su optimismo juvenil, su zancada ligera, su brillantez no puesta a prueba. Él no puede tener más de veintisiete años.
Yo he vivido varios decenios y gozado de mucha felicidad inmerecida. Fue mi primer pensamiento. Los siguientes fueron de tipo más práctico. Aunque deseara protegerme, no contaba con nada para hacerlo, salvo mi fe en la racionalidad. Había guardado mis notas, pero no tenía ningún método tradicional de ahuyentar el mal: ni crucifijos, ni balas de plata, ni ristras de ajos. Nunca había recurrido a esos elementos, ni siquiera en el momento álgido de mi investigación, pero ahora empiezo a arrepentirme de haber aconsejado a Paul que empleara tan sólo las armas de su mente.
Estos pensamientos requirieron el intervalo de uno o dos minutos, que eran en realidad los únicos que tenía a mi disposición. Entonces, acompañada de una súbita ráfaga de aire frío y maloliente, una inmensa presencia descendió sobre mí, de modo que mi visión quedó reducida al mínimo y mi cuerpo dio la impresión de levantarse de la silla aterrorizado. Me rodeaba por todas partes, perdí la vista al punto y pensé que debía estar muriendo, aunque ignoraba la causa. Me asaltó la visión más extraña de juventud y amor; una sensación más que una visión, la sensación de un Rossi mucho más joven y embriagado de amor por algo o alguien. Tal vez sea eso lo que sucede al morir. En ese caso, cuando llegue mi momento, y llegará pronto, con independencia de la forma terrible que adopte, espero que esa visión vuelva a acompañarme en el último momento.
Después de esto no recuerdo nada, y esa «nada» se prolongó durante un período de tiempo incalculable, ni entonces ni ahora. Cuando volví poco a poco en mí, me asombró descubrir que estaba vivo. Durante aquellos primeros segundos no pude ver ni oír. Era como despertar después de una intervención quirúrgica brutal, y a continuación tomé conciencia de que me sentía fatal, de que todo mi cuerpo padecía una debilidad extrema y tremendos dolores, de que notaba una quemazón en la pierna derecha, en la garganta y en la cabeza.
La atmósfera era fría y húmeda, y me hallaba tendido sobre algo frío, de modo que me sentía helado de píes a cabeza. Después percibí algo de luz, una luz tenue, pero lo bastante viva para convencerme de que no estaba ciego y de que tenía los ojos abiertos. Esa luz, y el dolor, más que cualquier otra cosa, me confirmaron que estaba vivo. Empecé a recordar lo que al principio pensé que debía haber ocurrido la noche anterior: la llegada de Paul a mi despacho con su asombroso descubrimiento. Después comprenda, con un repentino vuelco del corazón, que debía ser cautivo del mal. Por eso habían maltratado mi cuerpo, y por eso me parecía estar rodeado por el mismísimo olor del mal.
Moví las extremidades con la mayor cautela posible y logré, pese a mi extrema debilidad, mover la cabeza y después levantarla. Un muro opaco no me dejaba ver a más de unos diez centímetros de distancia, pero la débil luz que percibía procedía de arriba. Suspiré y oí mi suspiro, lo cual me llevó a creer que aún conservaba el sentido del oído y que el lugar era tan silencioso que me había inducido la fantasía de estar sordo. Al rato de no oír nada, me levanté con suma cautela y me senté. El movimiento envió oleadas de dolor y debilidad a todas mis extremidades, y pensé que me iba a estallar la cabeza. Debido a estar sentado recuperé parte del tacto y descubrí que estaba tendido sobre piedra. Me serví del muro bajo de cada lado para incorporarme. Un terrible zumbido resonaba en mi cabeza y parecía invadir el espacio que me rodeaba. Se trataba de un espacio en penumbra, como ya he dicho, silencioso, con una oscuridad más densa en los rincones. Tanteé a mi alrededor.
Estaba sentado en un sarcófago abierto.
Este descubrimiento me causó una oleada de náuseas, pero al mismo tiempo reparé en que aún iba vestido con las ropas que llevaba en el despacho, aunque una manga de la camisa y de la chaqueta estaban rotas y la corbata había desaparecido. Sin embargo, el hecho de ir vestido con mis ropas me dio cierta confianza. No estaba muerto, no me había vuelto loco y no había despertado en otra era, a menos que me hubieran transportado a ella con mi ropa.
Registré las prendas y encontré mi cartera en el bolsillo delantero de los pantalones. Fue estremecedor sentir este objeto familiar en mis manos. Descubrí con pesar que el reloj había desaparecido de mi muñeca, y mi pluma del interior del bolsillo interior de la chaqueta.
Después me llevé la mano a la garganta y la cara. Mi cara no parecía haber cambiado, salvo por una contusión muy reciente en la frente, pero en el músculo de mi garganta descubrí una perforación inicua y pegajosa bajo mis dedos. Cuando movía en exceso la cabeza o tragaba saliva emitía un sonido de succión, lo cual me aterrorizó sobremanera. La zona de la perforación también estaba hinchada, y me dolió al tocarla. Pensé que iba a desmayarme otra vez a causa del horror y la desesperación, y entonces recordé que había tenido energías para incorporarme. Quizá no había perdido tanta sangre como había temido al principio, y tal vez eso significaba que sólo me habían mordido una vez. No me sentía como un demonio, sino como era yo en la vida cotidiana. No deseaba sangre, ni percibía maldad en mi corazón. Después se apoderó de mí una gran desdicha. ¿Qué más daba que no sintiera todavía sed de sangre? Estuviera donde estuviera, debía ser cuestión de tiempo que acabara corrompido por completo. A menos que pudiera escapar, por supuesto.