Al momento se puso zapatillas, pantalones cortos de tenis y una camiseta azul. Se calzó una muñequera manchada de sudor y arrojó la raqueta y un tubo de pelotas en el asiento trasero del coche alquilado. Antes de ir al tribunal, llamó a Carl Bumbry y lo citó para jugar un partido a las cuatro y media en el club de Carl, inmediatamente después del trámite de divorcio.

Joan llevó el vestido rojo. Baedecker habló con ella antes y después de la breve ceremonia, pero mas tarde no pudo recordar nada de lo que se habían dicho. Recordaba el resultado del partido de tenis -Carl había ganado 6-0, 6-3, 6-4- y los detalles de cada set del juego. Después Baedecker se duchó, se cambió de ropa, arrojó sus prendas en su vieja bolsa militar de vuelo y enfiló hacia Maine.

Fue solo a la isla de Monhegan; luego comprendió por qué Joan siempre había querido ir allí. Mucho antes de la mudanza a Boston, incluso durante los intensos días de Houston, Joan había deseado pasar un tiempo en la pequeña isla de la costa de Maine. Nunca dispusieron de ese tiempo.

Baedecker recordaba la imagen de su llegada al cabo de una hora de navegación en el Laura B . La pequeña nave había entrado en un denso banco de niebla a un par de kilómetros de la costa y el agua perlaba los cables y aparejos de la embarcación. La gente dejó de conversar; también los jóvenes que jugaban cerca de la proa apagaron sus gritos y exclamaciones. Los últimos diez minutos del viaje transcurrieron en silencio. Pasaron frente a los dos espigones de cemento y entraron en la bahía. Las casas de tejas grises y los muelles goteantes aparecían y desaparecían mientras la niebla oscilaba, se esfumaba y volvía. Las gaviotas revoloteaban sobre la estela del barco, rasgando el silencio con sus graznidos. Baedecker estaba solo cerca de la baranda de babor cuando vio a la gente de pie en el muelle. Al principio dudó de que fueran personas, estaban tan tiesas. De pronto se levantó la niebla y pudo distinguir las coloridas camisas deportivas, los sombreros veraniegos, incluso el modelo de las cámaras que les colgaban del cuello.

Baedecker sintió una extraña sensación. Luego supo que el grupo se reunía dos veces al día para recibir al barco: turistas que regresaban a tierra firme, isleños que recibían a sus huéspedes, gente de vacaciones aburrida por la falta de electricidad, todos esperaban para ver el barco. Pero aunque Baedecker pasó tres días en la isla, leyendo, durmiendo, explorando las sendas y esos bosques mágicos, más tarde sólo recordaría la imagen del muelle y la niebla y las figuras silenciosas. Era una escena del Hades, con las sombras de los muertos esperando pasivamente a los nuevos difuntos. A veces, especialmente cuando estaba cansado y tentado de evocar detalles del divorcio y el doloroso año anterior, soñaba que en ese muelle, entre la niebla, vislumbraba una forma gris en una bruma gris, esperando.

La lluvia cesó. Baedecker cerró los ojos y escuchó el rumor del río sobre los guijarros del cauce. En alguna parte del bosque ululó un búho, pero Baedecker creyó oír el graznido de las gaviotas llamando por encima del mar.

Tommy estaba vomitando cuando Baedecker despertó. El chico había logrado asomar la cabeza y los hombros fuera de la tienda. Ahora pataleaba y arqueaba la espalda con cada serie de espasmos.

Baedecker se puso la camisa y los vaqueros y abrió la otra ala de la entrada. Eran casi las siete pero la luz del sol aún no llegaba al desfiladero, y el aire era frío y cortante. Tommy había terminado de vomitar y se apoyaba la cara en el brazo. Baedecker se arrodilló junto a él y le preguntó si podía ayudarlo, pero Deedee se acercaba para ayudarlo y frotaba la cara del chico con un pañuelo húmedo, murmurando frases tranquilizadoras.

Minutos después, Maggie se reunió con Gavin y Baedecker ante la fogata. Tenía la cara rosada, pues se había lavado en la helada corriente, y el pelo corto se veía recién cepillado. Llevaba pantalones cortos caqui y una camisa roja brillante.

– ¿Qué le ocurre a Tommy? -preguntó mientras aceptaba agua caliente y ponía café instantáneo en la taza.

– Mal de altura -sugirió Baedecker.

– No ha sido la altura -dijo Gavin-. Tal vez algo que esos hippies le dieron anoche. -Señaló el otro lado del prado, donde el suelo chamuscado y la hierba pisoteada eran el único indicio de que alguien había estado allí.

– ¿Cuándo se fueron? -preguntó Maggie.

– Antes del alba -dijo Gavin-. A la hora que debíamos haber partido nosotros. Hoy no llegaremos a la cima del Uncompahgre.

– ¿Cuál es el plan? -preguntó Baedecker-. ¿Regresamos al coche?

Gavin pareció sorprendido.

– No, no, el plan funcionaría mejor así. Mira. -Sacó el mapa topográfico y lo puso sobre una roca-. Yo había planeado que anoche llegáramos aquí. -Clavó el dedo en una zona blanca, desfiladero arriba-. Pero como salimos con retraso de Boulder y ayer anduvimos despacio, acampamos aquí. -Señaló una zona verde varios kilómetros al norte-. Así que hoy lo tomaremos con calma, subiremos a la meseta y acamparemos aquí esta noche. -Señaló una zona al sudoeste del pico Uncompahgre-. Así podremos partir temprano el domingo por la mañana. Deedee y yo odiamos faltar a la iglesia, pero llegaremos allí para la ceremonia vespertina.

– ¿Dónde dejaste el otro coche? -preguntó Baedecker.

– Aquí -dijo Gavin, señalando una zona verde del mapa-. Está a pocos kilómetros al sur del paso y la meseta. Después de escalar la montaña, descendemos, recogemos el otro automóvil en el viaje al norte y emprendemos el camino a casa.

Maggie estudió el mapa.

– Ese campamento debe de estar alto -observó-. Más de tres mil metros. Estará muy expuesto si empeora el tiempo.

Gavin meneó la cabeza.

– Ayer pedí información al servicio meteorológico y sólo hay un quince por ciento de probabilidades de lluvias en esta región hasta el lunes. Además, habrá muchos sitios cubiertos cuando nos acerquemos al risco sur.

Maggie asintió, pero no se quedó satisfecha.

– Me pregunto cómo le irá al grupo del ala delta -dijo Baedecker. Miró hacia el desfiladero pero no vio a nadie en los pocos tramos de sendero que se veían entre los árboles. La luz del sol se desplazaba por la pared oeste de roca a la derecha, exponiendo estratos rocosos rosados como un escalpelo abriendo músculos y tejidos.

– Si tienen algo de sensatez, habrán dado la vuelta para dirigirse hacia Cimarrón -dijo Gavin-. Vamos, recojamos las cosas.

– ¿Y Tommy? -preguntó Maggie.

– Vendrá con Deedee en unos minutos -dijo Gavin.

– ¿Crees que tendrá ganas? -preguntó Baedecker-. Según el mapa, los próximos quince kilómetros son cuesta arriba.

– Las tendrá -dijo Gavin sin una sombra de duda.

No fue tan malo después de la infernal primera hora.

A pesar de la comida consumida, al principio la mochila parecía más pesada que el día anterior. El desfiladero continuaba estrechándose, al igual que el sendero, que serpeaba a lo largo de la pared del desfiladero encima del arroyo. En ocasiones, un derrumbe o un árbol caído los obligaba a avanzar con cautela por una abrupta cuesta de piedra o de hierba, veinte metros por encima del agua. Al principio Baedecker estaba convencido de que el grupo del ala delta no habría seguido esa ruta, pero luego vio huellas de botas en la tierra blanda y rastros que indicaban por dónde se habían arrastrado las varas. Baedecker meneó la cabeza y siguió adelante.

A las nueve de la mañana la luz directa del sol calentaba la roca y llenaba el aire con el aroma de pinos y abetos. Baedecker chorreaba sudor. Quería parar para cambiarse los vaqueros por unos pantalones cortos, pero temía rezagarse y no alcanzar a los otros dos. Detrás no había indicios de Deedee ni de Tommy a pesar de que Deedee parecía muy animada cuando se despidieron tras levantar el campamento. Tom Gavin no descansaba nunca, sólo se detenía unos segundos, escrutaba el sendero, decía «¿Listos?» y se ponía en marcha antes de que Maggie o Baedecker pudieran responder.

Después de la primera hora, el asunto mejoró. En la segunda hora, Baedecker adoptó un ritmo donde el dolor y los jadeos se volvieron tolerables. Poco antes del mediodía doblaron un recodo de roca y frente a ellos aparecieron dos altos picos. En las cumbres aún quedaba nieve a pesar del caluroso verano. Gavin identificó el pico chato y escalonado como el Uncompahgre y el más puntiagudo como el Wetterhorn. Una tercera cima asomaba sobre la línea del risco.

– El Uncompahgre parece un pastel de boda, el Wetterhorn parece el verdadero Matterhorn y el Matterhorn no parece el verdadero Matterhorn -dijo Gavin.

– Entendido -dijo Baedecker.

Continuaron sendero arriba dejando atrás agujas de roca roja y algunas cascadas. Algunos abetos alcanzaban los veinte metros elevándose sobre cualquier zona suficientemente chata para ellos. Atravesaron un denso pinar y Maggie les hizo oler los árboles, explicando que la savia del pino ponderosa olía como dulce de azúcar. Baedecker halló una cicatriz reciente, olió la savia y anunció que parecía chocolate. Maggie le dijo que era un pervertido. Gavin sugirió que caminaran más deprisa.

Almorzaron en la unión de Silver Creek con el río Cimarrón. El sendero estaba totalmente borrado por la erosión, por lo que tardaron media hora en abrirse paso por los últimos metros de pedregal hasta el desfiladero. Baedecker miró hacia abajo sin ver indicios de Deedee ni de Tommy. Al sur, el sendero seguía por la margen opuesta del río, pero Baedecker no veía manera alguna de cruzar los diez metros de agua. Se preguntó cómo se las habían apañado Lude, María y los demás.

Maggie se alejó por Silver Creek y regresó poco después para guiar a Baedecker hasta una docena de aguileñas color violeta que crecían cerca de un tronco caído. Un círculo de abetos cerraba un pequeño claro alfombrado de hierba y helechos. Un pequeño arroyo burbujeaba por entre medio y veintenas de flores blancas y rojas salpicaban la hierba a pesar de la tardía temporada. En las cercanías un pájaro carpintero picoteaba como un telégrafo furioso.

– Gran sitio para acampar -dijo Baedecker.

– Sí -ratificó Maggie-. Y gran sitio para no acampar, también. -Sacó una barra de chocolate Hershey y la partió en dos. Ofreció a Baedecker la mitad con más almendras.

Gavin llegó al claro. Se había vuelto a calzar la pesada mochila y llevaba los prismáticos colgados del cuello.

– Mirad -dijo-, vadearé el río por allá, donde se cruza con el arroyo. Dejaré una línea al través. Luego exploraré el sendero más arriba y al oeste. Calculo que hay un kilómetro hasta esas curvas finales. Os espero encima de la línea de árboles, ¿de acuerdo?