– ¿Por qué has venido? -preguntó Baedecker. Maggie lo miró y Baedecker tuvo una sensación extraña, como si una mano fría le hubiera aferrado la nuca.

– Tú me llamaste -dijo Maggie.

Baedecker se detuvo. Un hombre tocaba el violín con más entusiasmo que talento. El estuche del instrumento yacía en el suelo con dos billetes de un dólar y tres monedas de veinticinco céntimos.

– Llamé para ver cómo estabas -dijo Baedecker-. Cómo estaba Scott cuando lo viste por última vez. Sólo quería cerciorarme de que habías vuelto sana y salva de la India. Cuando la muchacha del dormitorio me dijo que aún visitabas a tu familia, decidí no dejar ningún mensaje. ¿Cómo supiste que era yo? ¿Cómo demonios me encontraste?

Maggie sonrió, un destello de picardía en los ojos verdes.

– Ningún misterio, Richard. Primero, supe que eras tú. Segundo, llamé a tu compañía de St. Louis. Me dijeron que habías renunciado y te habías ido, pero nadie sabía adonde hasta que hablé con Teresa, de la oficina del señor Prescott. Ella encontró la dirección que habías dejado para un caso de emergencia. Yo tenía el fin de semana libre. Y aquí estoy.

Baedecker pestañeó.

– ¿Por qué?

Maggie se sentó en un banco de pino, y Baedecker se sentó junto a ella. La brisa agitó las hojas e hizo bailar la luz del farol y las sombras. A media manzana estalló un aplauso cuando el equilibrista realizó algo interesante.

– Quería saber cómo andaba tu búsqueda -explicó Maggie. Baedecker la miró desconcertado.

– ¿Qué búsqueda? -preguntó.

Como respuesta, Maggie se desabotonó la parte superior del vestido blanco. Alzó un collar a la luz opaca y Baedecker tardó unos segundos en reconocer la medalla de San Cristóbal que le había dado en Poona. Era la medalla que su padre le había dado en 1951 el día en que Baedecker ingresó en la Infantería de Marina. Era la medalla que llevó a la Luna. Baedecker meneó la cabeza.

– No -dijo-, no lo entendiste.

– Sí -dijo Maggie.

– No. Admitiste que cometiste un error al seguir a Scott a la India. Ahora estás cometiendo un error todavía más grande.

– No seguí a Scott a la India. Fui a la India para ver qué hacía, porque creí que le apasionaban las preguntas que yo también considero importantes. Me equivoqué. No le interesaba hacer preguntas, sólo hallar respuestas.

– ¿Qué diferencia hay? -preguntó Baedecker. La conversación se le escapaba de las manos, se le iba como un avión que se detenía en el aire.

– La diferencia es que Scott optó por la ley del menor esfuerzo -dijo Maggie-. Como la mayoría de la gente, se sintió incómodo a la intemperie, no protegido por ninguna sombra de autoridad. Así que cuando las preguntas se pusieron difíciles, se conformó con respuestas fáciles.

Baedecker meneó la cabeza de nuevo.

– No me enredes con frases pomposas. Estás totalmente confundida, y me confundes con otra persona, Maggie. Soy sólo un tío maduro que se ha cansado de su trabajo y tiene dinero suficiente para tomarse unos meses de vacaciones no merecidas.

– Pamplinas -dijo Maggie-. ¿Recuerdas nuestra conversación en Benarés? ¿Sobre lugares de poder?

Baedecker rió.

– Claro -dijo. Señaló a dos jóvenes con pantalones cortos harapientos que acababan de pasar, internándose en la multitud con sus patines. Detrás de ellos venía un corredor con pantalones cortos ceñidos y una vanidad tan obvia como el sudor que le relucía en el rostro bronceado. Un grupo de adolescentes ceñudos con pelo teñido de rojo y cortado a lo mohicano le cedió el paso-. Y me estoy acercando, ¿eh?

Maggie se encogió de hombros.

– Quizás este fin de semana. Las montañas siempre pueden ser lugares de poder.

– Y si no bajo del pico Uncompahgre con un par de tablillas de piedra, ¿regresarás a Boston el lunes y continuarás tus clases? -preguntó Baedecker.

– Ya veremos.

– Mira, Maggie, creo que tenemos que…

– Oye, mira. Ese tío está sentado en una silla sobre el alambre. Me parece que está haciendo magia. Ven, vamos a mirar, -obligó a Baedecker a levantarse-. Después te compraré un helado de chocolate.

– ¿Así que te gustan los equilibristas y los trucos? -preguntó Baedecker.

– Me gusta la magia -dijo Maggie, arrastrándole.

– Seis-seis-seis es la marca de la bestia -dijo Deedee-. Está en mi tarjeta de Sears.

– ¿Qué? -dijo Baedecker. La fogata se había consumido y sólo quedaban brasas. Afuera hacía mucho frío. Baedecker se había puesto un jersey de lana y su vieja cazadora de vuelo. Maggie se acurrucaba junto a él en una abultada cazadora de plumas. La otra fogata se había apagado un rato antes, los cuatro jóvenes habían entrado en sus tiendas y Tommy había regresado y se había metido en silencio en la tienda que compartía con Baedecker.

– Apocalipsis trece: dieciséis, diecisiete -dijo Deedee-. «Y el hace que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, reciban una marca en la mano derecha, o en la frente: y ningún hombre puede comprar o vender, salvo que tenga esta marca, o el nombre de la bestia, o el número de un hombre. Y este número es seiscientos sesenta y seis.»

– ¿En tu tarjeta de Sears? -preguntó Maggie.

– No sólo allí, sino en sus declaraciones mensuales -respondió Deedee con voz baja, suave, seria.

– La tarjeta de Sears no debería ser un problema a menos que la lleves en la frente, ¿verdad? -dijo Baedecker.

Gavin se inclinó para arrojar dos ramas al fuego. Las chispas volaron confundiéndose con las estrellas.

– No tiene gracia, Dick -dijo-. El Apocalipsis ha sido muy preciso en la predicción de acontecimientos que conducen a la era de las tribulaciones. El código seis-seis-seis se usa con frecuencia en informática… y también en las cuentas Visa y Mastercard. La Biblia dice que el Anticristo será líder de una confederación de diez naciones en Europa. Bien, podría ser coincidencia, pero algunos de sus programadores le llaman la «bestia» al gran ordenador del edificio de la Administración del Mercado Común en Bruselas. Ocupa tres pisos.

– ¿Y qué? -dijo Baedecker-. Los centros de la NASA en Huntsville y Houston, en el 71 ya disponían de más espacio para ordenadores. Sólo significa que los ordenadores de entonces eran más torpes y ocupaban más sitio, no la llegada del Anticristo.

– Sí -dijo Gavin-, pero eso fue antes del desarrollo del UPC.

– ¿UPC? -preguntó Maggie. Tiritó y se acurrucó contra Baedecker cuando sopló un viento frío.

– Universal Product Code -aclaró Gavin-. Es el código universal de productos que ves en todos los paquetes que compras. Como en el supermercado… el ojo láser lee el código y el ordenador registra el precio del artículo.

– Yo compro en un pequeño mercado de Boston -dijo Maggie-. Creo que ni siquiera tiene una caja registradora eléctrica.

– La tendrán -dijo Gavin. Sonreía, pero sus labios formaban un trazo delgado-. En 1994 los escáners UPC se usarán en todas partes, al menos en este país.

Baedecker se frotó los ojos y tosió cuando el humo sopló en su dirección.

– Sí, Tom, pero el escáner lee las marcas de mis latas de sopa y los paquetes de Tater Tots, no de mi frente.

– Tatuajes láser -dijo Gavin-. El profesor R. Keith Farrell de la Universidad Estatal de Washington desarrolló una pistola de tatuaje láser hace varios años, para registrar pescados. Es rápida, tarda menos de un microsegundo, es inocua y puede ser invisible excepto para los escáners UV. Los cheques de seguridad social ya tienen una F o una H debajo de su código de computación. Sin duda alude a «frente» o «mano». El próximo paso consistirá en que el gobierno comience a marcar a los beneficiarios de seguridad social para efectuar la identificación y la codificación con rapidez.

– Eso sería útil para volver a entrar en conciertos de rock -dijo Maggie.

Deedee se inclinó hacia la luz roja de la fogata moribunda. Habló en voz baja.

– «Si cualquier hombre adorare la bestia y su imagen, y recibiere su marca en la frente, o en la mano, el mismo beberá el vino de la ira de Dios; y será atormentado con fuego y azufre en presencia de los sagrados ángeles, y en presencia del Cordero; y el humo de su tormento asciende para siempre: y no descansan de día ni de noche quienes adoran la bestia y su imagen, y quienes reciben la marca de su nombre.» -Deedee sonrió tímidamente-. Apocalipsis catorce: nueve a once.

– Cielos -exclamó Maggie con admiración-, ¿cómo memorizas todo eso? Yo no pude memorizar las dos primeras estrofas de Thanatopsis en la escuela secundaria.

Gavin extendió el brazo y cogió la mano de Deedee.

– Quizá sea más fácil memorizar Juan tres: dieciséis, diecisiete -dijo-. «No hallo placer en la muerte de los malvados. Creed en el Señor Jesucristo y seréis salvos. Pues Dios no envió a Su Hijo al mundo para condenar el mundo, sino para que a través de Él se salvara el mundo.»

Unos goterones sisearon en el fuego. Baedecker miró hacia arriba. Las estrellas había desaparecido, el cielo estaba tan oscuro como las negras paredes del desfiladero.

– Demonios -dijo-, esta noche quería dormir fuera.

Baedecker se tendió en la pequeña tienda y pensó en su divorcio. Era un tema sobre el que rara vez reflexionaba; los recuerdos eran tan confusos y dolorosos como los de esos dos meses que había pasado en el hospital después de estrellar un F-104 en 1962. Cambió de posición, pero el suelo tosco se le incrustó en el cuerpo a través del saco de dormir y la colchoneta de espuma. Tommy roncaba a su lado. El muchacho apestaba a vino y marihuana. Afuera, unos goterones rebotaron en la tienda, y el río Cimarrón, no mayor que un arroyo, gorgoteaba a pocos metros.

El divorcio de Baedecker había finalizado en agosto de 1986, dos meses antes de que cumplieran 28 años de matrimonio. Baedecker había volado a Boston para las formalidades, llegando un día antes para alojarse en la casa de Carl Bumbry. Había olvidado que la esposa de Carl había sido más amiga de Joan que Carl de él. Pasó la noche siguiente en el Holiday Inn de Cambridge.

Dos horas antes de asistir al tribunal, Baedecker se puso su mejor traje de verano de tres piezas. A Joan le agradaba el traje. Le había ayudado a escogerlo dos años antes. Minutos antes de salir, Baedecker comprendió que sabía exactamente qué vestido llevaría Joan. No se compraría uno nuevo, porque no lo volvería a llevar nunca. Tampoco llevaría su vestido blanco favorito ni el formal traje verde. El vestido de algodón rojo sería suficientemente ligero y formal para este día. A Baedecker no le gustaba ese vestido.