Baedecker se irguió para mirar la televisión.

– …en nuestro último programa tuvimos a un eminente científico -decía el animador- un cristiano y un defensor de la enseñanza del creacionismo en las escuelas… donde ahora, como sin duda sabes, Tom, a los niños se les enseña sólo la deficiente y profana teoría de que el hombre desciende del mono y otras formas inferiores de vida… y este eminente y respetado científico sostuvo que con la cantidad de estrellas fugaces que chocan con la Tierra cada año…, y tú habrás visto muchas cuando estabas en el espacio, ¿eh, Tom?

– Los micrometeoritos constituían una preocupación para los ingenieros -dijo Gavin.

– Bien, con todos esos millones de pequeños… guijarros… ¿verdad? Con millones de esos guijarros chocando con la atmósfera de la Tierra cada año, si la Tierra fuera tan vieja como dice esa teoría… ¿Cuánto? ¿Tres mil millones de años?

«Cuatro y medio, idiota», pensó Baedecker.

– Poco más de cuatro mil millones -corrigió Gavin.

– Sí -sonrió el anfitrión-, este eminente científico cristiano sostuvo, más aún, demostró matemáticamente, que si la Tierra fuera tan vieja… ¡estaría sepultada en varios kilómetros de polvo de meteoritos!

El público aplaudió fervorosamente. La esposa del animador entrelazó las manos, alabó a Jesús y se balanceó de un lado a otro. Gavin sonrió y tuvo el decoro de parecer avergonzado. Baedecker pensó en la «roca naranja» que él y Dave habían recogido en las Colinas Marius. La datación con argón 39 y argón 40 había demostrado que ese fragmento de brecha troctolita tenía 3.950 millones de años.

– El problema de la teoría de la evolución -dijo Gavin- es que va contra el método científico. No hay manera, dada la breve duración de la vida humana, de observar los presuntos mecanismos evolutivos que ellos postulan. Los datos geológicos son demasiado dudosos. Constantemente surgen lagunas y contradicciones en esas teorías, mientras que todos los relatos bíblicos han sido confirmados una y otra vez.

– Sí, sí -corroboró el animador, moviendo la cabeza con énfasis.

– Alabado sea Jesús -dijo su esposa.

– No podemos confiar en que la ciencia dé respuesta a nuestras preguntas -dijo Gavin-. El intelecto humano es demasiado falible.

– Cuan cierto, cuan cierto -dijo el animador.

– Alabado sea Jesús -repitió la esposa-, que se conozca la verdad de Dios.

– Amén -redondeó Baedecker, apagando el televisor.

Poco después de la cena, durante los últimos minutos del atardecer, los otros entraron en el claro. Los dos primeros eran muchachos -jóvenes en edad universitaria- con pesadas mochilas a las que llevaban sujetos trípodes de aluminio. Ignoraron a Baedecker y a los demás, arrojaron sus bártulos y montaron los trípodes. Sacaron colchonetas de espuma de las mochilas y dos cámaras cinematográficas de dieciséis milímetros.

– Espero que aún haya luz suficiente -dijo el más gordo, que llevaba pantalones cortos.

– Tiene que ser suficiente -dijo el otro, un pelirrojo alto con barba incipiente-. Este Tri-X es suficientemente rápido si él llega aquí a tiempo. -Sujetaron las cámaras a los trípodes y enfocaron el tramo de sendero de donde acababan de salir. Un halcón aleteaba en el cielo en las últimas corrientes térmicas del día, soltando un graznido perezoso. Un último rayo de sol se reflejó en las alas unos segundos y luego la penumbra crepuscular fue absoluta.

– Me pregunto qué estará pasando -dijo Gavin. Terminó el resto de su guisado y lamió la cuchara-. Decidí trepar por Cimarrón Creek porque casi nadie va por esta ruta.

– Será mejor que inicien el rodaje pronto -dijo Maggie-. Está oscureciendo.

– ¿Alguien quiere postre? -preguntó Deedee.

Algo se movió en la penumbra bajo los abetos y apareció un hombre encorvado bajo un bulto largo, avanzando hacia el claro con paso lento pero firme. También parecía joven, aunque algo mayor que los dos agachados detrás de las cámaras; vestía una camisa de algodón azul empapada en sudor, pantalones cortos rasgados color caqui y pesadas botas de excursionista. En la espalda llevaba una enorme mochila con entramado de nailon sujeto a una mole larga y cilíndrica envuelta en lona roja y amarilla. Las varas debían de tener cuatro metros de longitud, y se extendían dos metros por encima del hombro encorvado y se arrastraban por el polvo a igual distancia. Tenía el pelo largo castaño con raya en medio que le caía en rizos húmedos junto a los marcados pómulos. Baedecker reparó en los ojos hundidos, la nariz afilada y la barba corta. La postura del individuo y su obvio agotamiento agudizaban la sensación de que era un actor representando el ascenso final de Cristo al Gólgota.

– ¡Magnífico, Lude, lo estamos logrando! -gritó el pelirrojo-. ¡Vamos, María, antes de que se vaya la luz! ¡Deprisa! -Una mujer joven surgió de la oscura senda. Llevaba el pelo corto y oscuro, cara larga y delgada. Vestía pantalones cortos y un top varias tallas más grande. Cargaba con una gran mochila. Avanzó deprisa mientras el excursionista barbudo se apoyaba sobre una rodilla, aflojaba las correas y bajaba las varas envueltas en paño. Baedecker oyó el ruido de metal contra metal. Por un segundo el hombre pareció demasiado cansado para levantarse o sentarse; siguió apoyado sobre una rodilla, la cara inclinada de tal modo que el pelo le cubría el rostro, un brazo apoyado en la otra rodilla. La muchacha llamada María se le acercó y le tocó suavemente la nuca.

– Magnífico, lo tenemos -gritó el muchacho obeso-. Vamos, tenemos que instalar todo esto. -Los dos jóvenes y la muchacha se dedicaron a instalar el campamento mientras el hombre barbudo permanecía de rodillas.

– Qué raro -dijo Maggie.

– Una película documental -sugirió Gavin.

– Me pregunto de qué se trata -dijo Maggie.

– Malvaviscos -dijo Deedee-. Recojamos ramitas para asar malvaviscos antes de que sea demasiado oscuro para encontrarlas.

Tommy volvió los ojos y miró hacia los oscuros bosques.

– Yo ayudaré -dijo Baedecker, levantándose para estirar los músculos acalambrados. Sobre la línea rocosa del este, se vislumbraban algunas estrellas tenues. Empezaba a refrescar deprisa. En el otro lado del prado, los dos hombres y la muchacha habían montado dos pequeñas tiendas y buscaban leña en la oscuridad. Más lejos, apenas visible en la penumbra, el que se llamaba Lude guardaba silencio, sentado con las piernas cruzadas en la hierba alta.

Baedecker había llegado a Denver a las cinco y media de la tarde de un miércoles. Sabía que Tom Gavin tenía su oficina en Denver pero vivía en Boulder, cuarenta kilómetros más cerca de las montañas. Baedecker buscó una gasolinera y llamó a la casa de Tom. Contestó Deedee, se entusiasmó con su llegada, no quiso que se alojara en un hotel y sugirió que fuera a buscar a Tom antes de que dejara el trabajo. Le dio el número de teléfono y la dirección.

La organización evangélica de Gavin se llamaba Apogeo y se hallaba en el segundo piso de un edificio comercial de tres pisos en la avenida Colfax este, a cierta distancia del centro de Denver. Baedecker aparcó el coche y siguió los carteles y letreros que decían DIRECCIÓN ÚNICA con dedos que apuntaban hacia arriba, JESÚS ES LA RESPUESTA y ¿DÓNDE ESTARÁS CUANDO LLEGUE EL JÚBILO?

Era una oficina grande con varios jóvenes vestidos en un estilo que resultaba conservador incluso para el anticuado Baedecker.

– ¿Puedo ayudarlo, señor? -preguntó un joven con camisa blanca y corbata negra. Hacía mucho calor en la habitación, no tenían aire acondicionado, o no funcionaba, pero el joven llevaba el cuello abrochado, la corbata anudada con firmeza.

– Busco a Tom Gavin -contestó Baedecker-. Creo que me espera…

– ¡Dick! -Gavin salió de detrás de un tabique. Baedecker tuvo tiempo para confirmar que su viejo compañero de vuelo seguía delgado y musculoso y para extender la mano antes de que Gavin lo estrechara en sus brazos. Baedecker alzó la mano sorprendido. Gavin nunca había sido amante del contacto físico. Baedecker ni siquiera recordaba que abrazara a su esposa en público-. Dick, qué buen aspecto tienes -dijo Gavin, apretando los brazos de Baedecker-. Vaya, qué alegría verte.

– Lo mismo digo, Tom. -Baedecker se sentía complacido y acorralado al mismo tiempo. Gavin lo abrazó de nuevo y lo llevó a su despacho, un cubículo estrecho formado por cuatro tabiques. Los ruidos de oficina poblaban el aire cálido. En alguna parte reía una muchacha. Una pared del despacho estaba cubierta de fotografías enmarcadas: un cohete Saturno V alumbrado de noche en su rampa de lanzamiento móvil, el módulo de mando Peregrine con el brillante perfil de la Luna debajo, un retrato grupal de la tripulación con traje espacial, una toma del módulo lunar Discovery iniciando el descenso y una foto autografiada de Richard Nixon estrechando la mano de Tom en una ceremonia en el Rose Carden. Baedecker conocía bien las fotografías; durante doce años había colgado duplicados en la pared de su despacho y su apartamento. En la colección de Gavin faltaba una de las fotos estándar de la NASA para esa misión, una ampliación en color de una foto tomada desde la cámara de video del vehículo de tierra Lunar Rover, donde Baedecker y Dave Muldorff, irreconocibles en sus voluminosos trajes, saludaban la bandera americana con el trasfondo de las colinas blancas del cráter Marius.

– Habla -dijo Gavin-, cuéntame cómo anda tu vida, Dick.

Baedecker habló un minuto, mencionando su empleo en St. Louis y su partida. No explicó por qué se había ido. No estaba tan seguro de saberlo.

– ¿Así que buscas trabajo? -preguntó Gavin.

– Ahora no -dijo Baedecker-. Sólo estoy viajando. He ahorrado dinero suficiente para remolonear unos meses. Luego tendré que buscar algo. Tengo algunas ofertas. -Omitió mencionar que ninguna de esas ofertas le interesaba.

– Magnífico -dijo Gavin. Sobre el escritorio había un cartel enmarcado que decía RENDIRTE ANTE JESÚS SERÁ TU MAYOR VICTORIA-. ¿Cómo está Joan? ¿Os mantenéis en contacto?

– La vi en Boston en marzo. Parece muy feliz.

– Magnífico. ¿Y Scott? ¿Todavía en…? ¿Dónde era? ¿La Universidad de Boston?

– Ahora no. -Baedecker titubeó. No sabía si hablarle a Gavin sobre la conversión de su hijo a las enseñanzas del «Maestro» indio-. Scott se ha tomado un semestre de descanso. Está viajando y estudiando en la India.

– India, vaya -dijo Gavin. Sonreía, relajado, con expresión abierta y afectuosa, pero en los ojos profundos y oscuros Baedecker creyó ver esa fría reserva que recordaba de su primer encuentro, más de dos décadas atrás en Edwards. Entonces habían sido competidores. Baedecker no sabía qué eran ahora.