– Bueno, háblame de esto -dijo Baedecker-. De Apogeo.

Gavin sonrió y habló con voz firme y baja. Era una voz mucho más habituada a los discursos públicos que la que Baedecker recordaba de los días de la misión. La broma de entonces era que Tom sólo respondía con monosílabos o palabras más cortas. A Dave Muldorff lo habían apodado «Rockford» por su presunta similitud con un detective de televisión representado por James Garner, y por un tiempo los demás pilotos y la dotación de tierra habían llamado «Gary Cooper» a Gavin, por sus lacónicos «sí» y «no». A Tom no le agradó, y el apodo no sobrevivió.

Gavin habló de los años posteriores a la misión lunar. Se había ido de la NASA poco después que Baedecker. No le había ido bien con la distribución de productos farmacéuticos en California.

– Ganaba dinero a granel, teníamos una gran casa en Sacramento y una casa en la playa al norte de San Francisco. Deedee podía comprar lo que quería, pero yo no era feliz… ¿Me entiendes, Dick? No era feliz.

Baedecker asintió.

– Y las cosas no andaban bien entre Deedee y yo -continuó Gavin-. Oh, el matrimonio estaba intacto, o al menos así lo veían nuestros amigos, pero en el fondo nuestro compromiso ya no existía. Ambos lo sabíamos. Un día del otoño de 1976 un amigo nos invitó a Deedee y a mí a un retiro bíblico de fin de semana patrocinado por su iglesia. Ése fue el principio. Aunque me habían criado como bautista, por primera vez oí de veras la Palabra de Dios y comprendí que me concernía. Después de eso, Deedee y yo acudimos a un asesor matrimonial cristiano y las cosas mejoraron. Durante aquella época reflexioné mucho sobre… bien, sobre el mensaje que yo había sentido en la órbita lunar. Aun así, sólo en la primavera del 77, la mañana del 5 de abril, desperté comprendiendo que para seguir viviendo debía depositar toda mi fe en Jesús. Toda mi fe. Y lo hice… esa mañana. Me puse de rodillas y acepté a Jesucristo como mi salvador personal y Señor. Y no lo he lamentado, Dick. Ni un solo día. Ni un solo minuto.

Baedecker meneó la cabeza.

– ¿Conque eso te llevó a esto? -preguntó, señalando la oficina.

– ¡Ya lo creo! -rió Gavin, pero con una mirada enérgica-. Pero no de inmediato. Vamos, te enseñaré el lugar, te presentaré a los chicos. Tenemos seis personas a tiempo completo y una docena de voluntarios.

– ¿Trabajando en qué? -preguntó Baedecker.

Gavin se levantó.

– Ante todo atienden al teléfono -respondió-. Apogeo es una compañía sin fines lucrativos. Los chicos organizan mis giras, coordinan actividades con grupos locales, habitualmente pastores y Cruzadas Universitarias, distribuyen nuestra publicación mensual, actúan como asesores cristianos, dirigen un programa de rehabilitación para drogadictos, para lo cual tenemos expertos, y en general realizan la voluntad del Señor cuando El nos la muestra.

– Parece que estáis muy ocupados -observó Baedecker-. Como cuando nos preparábamos para la misión. -Baedecker no supo por qué lo decía. Incluso a él le pareció absurdo.

– Muy parecido a la misión -dijo Gavin, apoyándole la mano en el hombro-. El mismo trabajo. El mismo compromiso. La misma necesidad de disciplina. Sólo que esta misión es un millón de veces más importante que nuestro viaje a la Luna.

Baedecker cabeceó y se dispuso a seguirlo fuera de la oficina, pero Gavin se detuvo de golpe y se volvió frente a él.

– Dick, tú no eres cristiano, ¿verdad?

La sorpresa de Baedecker se transformó en furia. Le habían hecho antes esa pregunta, y lo irritaba por su combinación de agresividad con provincialismo autocomplaciente. Pero la respuesta, como de costumbre, se le escapaba.

El padre de Baedecker había sido un desertor de la Iglesia de la Reforma Holandesa, su madre una agnóstica. Joan era católica y durante años, cuando Scott era pequeño, Baedecker había asistido a misa todos los domingos. Pero ¿qué había sido la última década?

– No -respondió Baedecker, ocultando su enfado pero mirando fijamente a Gavin-. No soy cristiano.

– Eso me parecía -dijo Gavin, estrujándole el brazo y sonriendo-. Te diré sin rodeos que rezaré para que te conviertas. Lo digo con amor, Dick, de veras.

Baedecker asintió en silencio.

– Vamos -dijo Gavin-. Quiero presentarte a estos maravillosos chicos.

Cuando terminaron de lavar las cacerolas y cubiertos en agua que calentaron en la fogata, Baedecker, Maggie, Gavin y Tommy fueron a hablar con los otros excursionistas. El grupo estaba sentado alrededor de la hoguera.

– Hola -saludó Gavin.

– Qué tal -dijo el pelirrojo. La muchacha y el joven gordo miraron a los visitantes. El que se llamaba Lude siguió mirando el fuego. El resplandor de las llamas les alumbraba las caras.

– ¿Atravesaréis el paso y la meseta para ir a Henson Creek? -preguntó Gavin.

– Vamos a escalar el Uncompahgre -dijo el gordo rubio.

Gavin y los demás se acuclillaron junto al fuego. Maggie arrancó una brizna de hierba y la masticó.

– Hacia allá enfilamos nosotros -dijo-. El mapa dice que hay trece kilómetros más hasta el risco sur de Uncompahgre. ¿Correcto?

– Sí -afirmó el pelirrojo-. Así es.

Baedecker señaló los tubos de metal envueltos en paño.

– Es una gran carga para llevarla montaña arriba -comentó.

– Rogallo -dijo la muchacha llamada María.

– Vaya -dijo Tommy-. Debí haberlo adivinado. Sensacional.

– ¿Qué es un Rogallo? -preguntó Maggie.

– Un ala delta -aclaró el rubio-. Para volar.

– ¿Qué modelo? -preguntó Baedecker.

– Phoenix VI -dijo el pelirrojo-. ¿Lo conoces?

– No -respondió Baedecker.

– ¿Saltaréis del risco sur? -preguntó Gavin.

– Desde la cumbre -dijo María. Miró de soslayo al callado pelilargo-. Es nuestra. De Lude y mía.

– Desde la cumbre -jadeó Tommy-. ¡Vaya!

El pelirrojo agitó el fuego.

– Lo filmaremos para nuestro curso de cine de la Universidad de Colorado. Calculamos que quedarán cuarenta y cinco minutos de proyección después del montaje. Entraremos en… ya sabéis… festivales y demás. Quizás a alguna compañía deportiva le interese como material de promoción.

– Interesante -dijo Gavin-. Pero decidme, ¿por qué cogéis el camino largo?

– ¿A qué se refiere? -preguntó la muchacha.

– Por Cimarrón Creek se tarda el doble que subiendo por el camino de Henson Creek desde Lake City y yendo luego hacia el norte.

– El camino es éste -dijo Lude. Su voz impuso silencio a los demás. Era una voz profunda, susurrante y gutural. No apartaba los ojos del fuego. Mirándolo, Baedecker vio llamas reflejadas en las profundas órbitas de sus ojos.

– Bien, buena suerte -dijo Gavin, levantándose-. Espero que el tiempo os ayude. -Baedecker y Maggie se levantaron para marcharse con Gavin, pero Tommy se quedó en cuclillas junto al fuego.

– Me quedaré unos minutos -dijo el muchacho-. Quiero oír más sobre el ala delta.

Gavin se detuvo.

– De acuerdo, nos vemos luego.

Sentados de nuevo alrededor de su hoguera, Gavin explicó los planes del otro grupo a su esposa.

– ¿Es eso seguro? -preguntó Deedee.

– Es una idiotez -dijo Gavin.

– Las alas delta pueden ser máquinas muy elegantes -dijo Baedecker.

– Pueden ser mortales -dijo Gavin-. En California conocí a un piloto de Eastern Airlines que se mató en una de esas cosas. Ese tío tenía veintiocho años de experiencia de vuelo, pero no le sirvió de nada cuando se atascó el ala delta. Bajó el morro para recoger el impulso del aire… lo mismo que hubiera hecho yo, lo mismo que hubieras hecho tú, Dick. Instinto natural. Pero con esos juguetes no funciona. Le cayó encima desde quince metros y le partió el cuello.

– Y desde una montaña… -dijo Deedee, meneando la cabeza.

– Muchos pilotos de ala delta se lanzan desde montañas hoy en día -dijo Baedecker-. Yo los veía volar en una colina llamada Chat's Dump, al sur de St. Louis.

– Una colina o un acantilado costero es una cosa -dijo Gavin-. El pico de Uncompahgre es otra. Aún no lo has visto, Dick. Espera a verlo mañana desde el desfiladero. Uncompahgre es una montaña que parece un pastel de bodas, con salientes y riscos por todas partes.

– No parece apropiado para las corrientes térmicas -dijo Baedecker.

– Sería una pesadilla… además casi siempre hace mucho viento a cuatro mil metros. Hay mil metros hasta la meseta, y ésta tiene más de tres mil metros de altura, y casi toda ella consiste en rocas y pedrejones. Volar allí sería descabellado.

– ¿Entonces por qué lo hacen? -preguntó Maggie. Baedecker observó que el verde de sus ojos se acentuaba a la luz del fuego.

– ¿Visteis el brazo de ese tío… Lude? -preguntó Gavin.

Maggie y Baedecker se miraron y menearon la cabeza.

– Pinchazos -dijo Gavin-. Debe de andar con algo duro.

Desde la otra fogata les llegó una fuerte risotada y un trompetazo de música grabada.

– Espero que Tommy regrese pronto -dijo Deedee.

– Contemos cuentos de fantasmas alrededor del fuego -sugirió Maggie.

Gavin meneó la cabeza.

– No. Nada sobrenatural ni demoníaco. ¿Por qué no cantamos?

– Sensacional -dijo Maggie, sonriéndole a Baedecker.

Gavin y Deedee se pusieron a cantar Kumbaya mientras desde el prado penumbroso les llegaban risas y la voz grabada de Billy Idol cantando Eyes without a Face .

El jueves por la noche Baedecker estaba en la sala de los Gavin, planeando la excursión del fin de semana, cuando sonó el timbre de la puerta principal. Gavin fue a abrir la puerta. Deedee le contaba a Baedecker el problema de Tommy y su novia cuando saludó una voz.

– ¡Hola, Richard!

Baedecker se volvió sorprendido. Era imposible que Maggie Brown estuviera en casa de Gavin, pero allí estaba, con el mismo vestido de algodón que cuando habían recorrido juntos el Taj Mahal. Llevaba el pelo más corto, aclarado por el sol, pero la cara bronceada y pecosa era la misma, los ojos verdes eran los mismos. Incluso el pequeño y casi agradable orificio entre los dientes testimoniaba que en efecto era Maggie Brown. Baedecker se quedó de una pieza.

– La muchacha me preguntaba si había venido a la casa indicada para encontrar al famoso astronauta Richard E. Baedecker -dijo Gavin-. Le he respondido que así era.

Más tarde, mientras Tom y Deedee miraban la televisión, Baedecker y Maggie se fueron a andar por el paseo de la calle Pearl. Baedecker había estado en Boulder una vez -una visita de cinco días en 1969, cuando su equipo de ocho astronautas novatos estudiaba geología allí y utilizaba el planetario Fiske de la universidad para ejercicios de navegación con guía de los astros-, el paseo no existía entonces. La calle Pearl, en el corazón de la vieja Boulder, era sólo otra calle polvorienta y atestada del oeste, con drugstores, tiendas de saldos y restaurantes familiares. Ahora era un paseo de cuatro manzanas, sombreado por árboles, adornado con colinas ondulantes y flores, bordeado por costosas tiendas donde lo más barato era un pequeño helado Haagen Dazs por un dólar cincuenta. En las dos manzanas que Baedecker y Maggie acababan de recorrer, se habían cruzado con cinco músicos callejeros, un coro de Hare Krishna, una actuación de cuatro malabaristas, un equilibrista solitario que tendía su cuerda entre dos quioscos y un joven etéreo que tan sólo llevaba una túnica de sarga y una pirámide dorada en la cabeza.