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Mientras estaba allí, mirando la ciudad en medio del frescor de primeras horas de la mañana, comprendió que sus emociones y preocupaciones eran básicas, elementales. Hu-lan llevaba en su vientre un hijo suyo. Recordó cuándo se lo había dicho. Durante semanas sus conversaciones habían girado alrededor de los casos en que estaban trabajando, del frío de Pekín que empezaba a suavizarse, de lo mucho que lo amaba, de lo mucho que la amaba. Pero cuando dijo “estoy embarazada” su vida cambió y el tenor de las conversaciones se transformó. David quería que su hijo naciera en Estados Unidos, donde la criatura tendría automáticamente la ciudadanía. “También será un niño chino. ¿Por qué no puede tener la ciudadanía china?” dijo Hu-lan.

Ésa había sido la única discusión seria que habían tenido. David le recordó el Gran Salto. Adelante, cuando Mao intentó revolucionar la agricultura y la industria pero lo único que consiguió fue producir la hambruna más grande de la historia, con un resultado de más de treinta millones de muertos. Le recordó la Campaña de las Cien Flores, cuando se animó a la gente a que hiciera críticas de la nueva sociedad, y los que se animaron a hacerlas acabaron en la cárcel o peor aún. Le recordó también la Revolución Cultural, tan devastadora para su propia familia. Y por último le recordó que ella misma le había contado todas esas historias horrorosas. “¿Y quieres que nuestro hijo se quede en China? La había presionado demasiado, la había arrinconado. Desde entonces no habían vuelto a hablar del niño.

Las ridículas leyes chinas podían ser aceptables para matrimonios como Chai Hong y Mu Hua. Incluso, hasta podían funcionar. David conocía muchas parejas estadounidenses que mantenían relaciones saludables de costa a costa. Pero quince mil kilómetros era una distancia demasiado grande con una mujer como Hu-lan. Necesitaba ver sus ojos cuando le dijera que estaba embarazada. Necesitaba estar con ella cuando le preguntara por qué había tardado tanto en decírselo.

David llegó a la oficina del fiscal de distrito a las nueve. Llevaba un pantalón de pana y un polo en lugar del traje y la corbata de siempre.

Se sirvió una taza de café y cruzó el vestíbulo en dirección a su oficina. Ese día no tenía citas ni juicios. Era la primera vez en años que no tenía nada en su agenda. Ni casos, ni declaraciones que preparar ni encargos especiales. Lo único que pensaba hacer era ordenar su despacho después de un juicio de meses. Más tarde, pasarían los bedeles con los carritos para llevarse las cajas y ponerlas en el archivo provisional hasta que se guardaran definitivamente en el archivo general.

Se sentó unos minutos al escritorio, donde se apilaban expedientes y correspondencia. Junto a la pared había un montón de cajas apiladas con las transcripciones del juicio, interrogatorios a testigos y fotocopias de pruebas de los casos del Ave Fénix. En cima de las cajas había tableros con diagramas, calendarios de trabajo y dibujos de escenas de crimen. Cerca del escritorio, boca abajo sobre unas cajas, se apilaba una serie de fotos post-mortem que reflejaban gráficamente la obra del Ave Fénix. Esa mafia asiática, en otros tiempos, había sido la banda del crimen organizado más poderosa de la ciudad. Ahora, después de varios procesos preparados por David -en cierto momento había supervisado cuatro casos que implicaban a miembros de la banda, además de sus propios juicios contra el jefe y cuatro de sus lugartenientes-, los miembros del Ave Fénix estaban muertos, entre rejas o se habían pasado a otras bandas.

Durante el juicio, David había recibido varias amenazas de muerte. No las había tomado en serio, pero el FBI sí. Le pincharon el teléfono y montaron una vigilancia las veinticuatro horas del día. La rutina era claustrofóbica y enervante, pero -como le recordaron los agentes la última noche de guardia después del juicio-seguía vivo. Era mejor cuidarse que lamentarse, decían…

Tomó un sorbo de café, cogió una caja y empezó a revisar los papeles de su escritorio. En otros tiempos habría guardado las cartas de felicitación, pero ahora las lanzó a la papelera, incluso la de su ex mujer. La secretaria había apilado un montón de invitaciones con una banda elástica. David, sin abrirlas, las tiró también. ¿Para qué iba a mirar? Sabía lo que eran. Desde el caso O. J. Los abogados se habían convertido en celebridades. Las señoras de buena familia y las asociaciones benéficas invitaban a los abogados que salían cada noche en las noticias para darle un toque a sus fiestas. También había invitaciones de bufetes de abogados privados. Con su creciente fama -y con cada condena al Ave Fénix- varios cazatalentos le habían propuesto volver a la práctica privada de la abogacía.

Viejos amigos, cómodamente instalados en bufetes privados desde hacía años, lo llamaban para invitarlo a almorzar con el socio mayoritario o a tomar una copa. David rehusaba. Pensaba que ese capítulo de su vida estaba cerrado, pero sin saber qué habría pasado si Hu-lan no hubiera puesto su carrera en suspenso.

A las once, David ya había acabado con los documentos fáciles y pasó a los materiales de consulta diaria que había necesitado durante los últimos meses de juicios continuos. Mientras revisaba las carpetas -consciente de que contemplaba muchas vidas perdidas o arruinadas- no pudo evitar sentir abatimiento.

Como a la mayoría de los abogados, cuando acababa un juicio lo embargaba la melancolía. Pero en ese momento se agravaba por una sensación de futilidad. Sí, había ganado. El Ave Fénix estaba liquidada pero, tal como David había previsto, oras mafias habían ocupado su lugar. Hacía un par de meses, la Sun Yee On se había vuelto más activa en el sur de California. En aquel momento David estaba inmerso en el juicio, por lo que habían pasado el caso a otra persona de la oficina. Y hacía poco habían pillado al grupo Wash Ching con un cargamento de heroína procedente del Triángulo de Oro. Ese caso había ido a parar a la unidad de narcóticos. A los medios de comunicación les encantaban los casos de droga, por lo que la atención se había desviado un poco del trabajo de David. Le había llegado el relevo, por así decirlo.

Cuando un caso gordo concluía favorablemente, se esperaba que el ayudante de la fiscalía convirtiera ese triunfo en un empleo lucrativo en el sector privado. Las llamadas de los cazatalentos no hacían más que confirmar que había llegado la hora de que David siguiera adelante, y oportunidades no le faltaban. Al mismo tiempo se barajaba su nombre para fiscal del estado. A juzgar por los periódicos, la designación y confirmación eran cosa segura. La actual fiscal general, Madeleine Prentice, también lo apoyaba. Desde su nombramiento como juez federal lo había animado a postularse. En cierto momento David aspiró a seguir el camino de Madeleine, pero ahora no. Era verdad, ya no tenía confianza en el gobierno, pero se trataba de algo más personal: quería estar con Hu-lan, estar con ella cuando alumbrara a su hijo, vivir juntos y formar una familia.

Así pues, ahí estaba, pensando otra vez en ella. Habían pasado unas horas desde su llamada y seguía preocupado. Esa mañana, David no había sido del todo sincero con ella y ahora lo lamentaba.

Sabía cómo conseguir información sobre Knight International, pero no se lo había dicho. Últimamente, la prensa se ocupaba de la posible compra de la compañía por parte de la megaempresa de juguetes Tartan Incorporated. Su antiguo bufete de abogados, Phillips, MacKenzie amp; Stout, asesoraban legalmente a Tartan desde hacía mucho tiempo. Tartan, un cliente importante, les pagaba cada año millones de dólares en honorarios. Se esperaba que Miles Stout, socio y mago financiero del bufete, cuidara bien del os negocios de su mejor cliente, y lo hacía. Había supervisado la adquisición de varias compañías pequeñas y hacía años que ejercía de portavoz de Tartan. Además, representaba a Randall Craig, el presidente. Pero cuando se trataba del trabajo pesado -acuerdos de licencias, gestión de oscuras violaciones e infracciones de marcas registradas, o llevar a cabo las diligencias pertinentes para negociar contratos-, se lo pasaba casi siempre a los socios minoritarios y a un tropel de empleados.

Cuando David trabajaba en el bufete se había hecho amigo de Keith Baxter, uno de los jóvenes abogados reclutados por Miles para el trabajo de Tartan. David cogió la agenda, buscó el número directo de Keith y lo llamó. Al cabo de unos minutos habían quedado en encontrarse en el Walter Grill de la Grand Avenue para tomar unas copas y cenar. Keith era un buen tipo, bastante abierto. La próxima vez que llamara Hu-lan, David se aseguraría de tener toda la información que necesitara sobre Knight.

A las siete, el Walter Grill estaba repleto de gente que iba a cenar antes del teatro, gente que salía de los bloques de oficinas y tenía comidas de negocios o citas privadas. Era un restaurante especializado en mariscos y los comensales se ponían baberos de plástico para protegerse la ropa de las salpicaduras de bouillabaisse o de trozos de cangrejo. En otras mesas había clientes que atacaban platos de gambas, ostras, mejillones y erizos.

David siguió a la camarera que se abría camino por el comedor principal hasta una mesa que había más allá. Keith ya estaba sentado con un whisky con hielo. Se acercaron a tomarle el pedido a David, que preguntó a Keith:

– ¿Pedimos una botella de vino?

Keith asintió y pidió una botella de Château St. Jean. Al cabo de un rato, ya con la copa de vino, y Keith con otro whisky, David examinó a su antiguo colega.

diez años atrás, cuando Keith había llegado a Phillips, MacKenzie amp; Stout, acababa de salir de la facultad. Lo único que sabía de leyes era cómo aprobar un examen y discutir con un profesor. Y, salvo en las prácticas universitarias, no había pisado un tribunal con jurado. Pero en la empresa, tal como sucedía en muchos bufetes de todo el país, no se esperaba que llevara un caso ante un tribunal hasta al cabo de muchos años. Le encomendaron varios asuntos de David: redactar alegaciones, efectuar revisiones de documentación y resumir declaraciones de testigos. Cuando David se marchó del bufete, Keith ya tenía una buena participación. Hacía unos años se había convertido en socio especializado en fusiones y adquisiciones. Pero antes no era más que un socio minoritario con pretensiones, o sea, trabajaba duro pero la fama y la diversión se las llevaban otros.

Ahora que lo tenía delante, David vio que la década pasada había hecho mella en él. Ya no tenía aquel aspecto ligeramente atlético, había engordado y empezaba a perder pelo. ¿Y la bebida? David no recordaba que bebiera tanto.