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El inspector Lo parecía no tener idea de esas reglas o no tener aptitud para cumplir con ninguna de ellas, aunque a Hu-lan no le sorprendía.

A su antiguo chófer, Peter, le habían encomendado vigilarla. A pesar de su falta de lealtad, Hu-lan había aprendido a contar con su criterio e intuición y esperaba establecer una relación similar con Lo, pero éste parecía interesado sólo en las instrucciones recibidas del viceministro Zai, que aparentemente se limitaban a informar sobre ella y trabajar más o menos de guardaespaldas una mas de músculos en movimiento con el objetivo de proteger a Hu-lan. Más de una vez había tenido que frenar al inspector Lo, que se encargó de intimidar físicamente a algunos testigos que no respondían bastante deprisa a las preguntas de Hu-lan.

Cuando ella le pidió al viceministro Zai que trasladaran a Lo, su superior meneó la cabeza y le dijo: “Inspectora, así es como debe ser”. Su actitud -la forma en que desestimaba sus quejas y preocupaciones- era algo nuevo para ella. Pero él, como todos, aún intentaba acomodarse y adaptarse a los cambios de los últimos meses. Como el dicho, iba hacia donde soplaba el viento. El único problema era que el viento últimamente soplaba de todas partes y nadie podía estar completamente a salvo.

Los últimos meses habían sido muy extraños para Hu-lan. Su familia había sido literalmente desgarrada. Su padre había muerto en extrañas circunstancias cuando Hu-lan lo había desenmascarado como contrabandista, conspirador y asesino. La prensa -regulada como estaba por el gobierno- había convertido la noticia en titular de primera plana. Salieron artículos sobre los padres de Hu-lan, los abuelos y hasta los bisabuelos… todos ellos mostrados con muy malos ojos. Pero el gobierno, por una vez, había visto en la historia personal de Hu-lan un mensaje político ventajoso, por lo que también habían examinado su vida. Habían desenterrado viejas fotos de los archivos de prensa y del gobierno, en las que se veía a Hu-lan en diferentes escenas del crimen, en actos políticos de su juventud y hasta de bebé, en calidad de hija de una de las parejas más prometedoras de Pekín. La habían comparado una y otra vez con su tocaya Liu Hu-lan, mártir de la Revolución.

Hu-lan pensaba que el interés pasaría, pero en lugar de decaer, la información cambió de rumbo gracias a Bi Peng, un periodista del Diario del Pueblo. En un país que adoraba los juegos de palabras, Bi Peng era muy conocido por su nombre.

Bi, que no era más que su apellido, sonaba igual que bic, estilográfica. Lo que él escribía enseguida se propagaba por todo el país. Y ahora, para creciente vergüenza y enfado de Hu-lan, varios periódicos y revistas publicaban fotos de ella como miembro de la elite de famosos de Pekín: una Princesa Roja. Allí estaba Hu-lan, en una foto con mucho grano sacada de un archivo de seguridad, vestida con un cheong sam de seda fucsia, bailando en la discoteca Rumours con un estadounidense. La imagen mostraba su decadencia tan claramente como si la hubieran pillado comprando lencería de seda en uno de los nuevos grandes almacenes de Pekín.

Pero todo eso no era más que propaganda. Hu-lan se acordaba perfectamente de aquella noche en Rumours. No había ido a divertirse, sino a investigar un crimen. El norteamericano de la foto era David Stark, miembro de la fiscalía de Estados Unidos que había ido a China para ayudar a resolver un caso. El trabajo en conjunto había sido un éxito y los había aclamado como héroes. Pero en China, subir demasiado alto no era seguro para nadie. Bi y otros periodistas habían convertido su relación con David en un escándalo nacional ¿Era posible que la misma Liu Hu-lan, considerada una mujer valiente, sucumbiera a la depravación de Occidente que encarnaba aquel estadounidense? ¿No podía decirle bai bai -una frase mutante del inglés mandarín que significaba decirle bye bye a un amor- a ese abonado extranjero? ¿La inspectora Liu no había leído el libro China sabe decir no que recalcaba la importancia de decir no al imperialismo yanqui, al materialismo, al sexismo?

Nada de esto debió de sorprender a Hu-lan. En todo el mundo, a la prensa le gustaba poner a la gente por las nubes, después hundirla y volverla a ensalzar. La única diferencia entre el resto del mundo y China era que aquí el gobierno ayudaba a colorear lo que se decía.

En el portal del edificio del Ministerio de Seguridad Pública, Lo enseñó su identificación y dejaron entrar el coche. Lo llevó a Hu-lan lo más cerca de la entrada que se podía y después fue a buscar un lugar donde aparcar a la sombra. Hu-lan cruzó el vestíbulo y subió por la escalera del fondo hasta su ofician.

Como la mayoría de los edificios públicos de Pekín, éste tampoco tenía ni calefacción ni aire acondicionado. En invierno trabajaba con abrigo y en verano llevaba sencillos vestidos de seda o lino y ponía en práctica antiguos métodos para conservar fresco el ambiente.

Dejaba las ventanas abiertas por la noche para que se refrescara y las cerraba temprano por la mañana para que el aire caliente entrara lo menos posible. A última hora de la tarde, cuando ya no se aguantaba, entreabría de nuevo las ventanas. Los días más calurosos ponía trapos mojados en las aberturas de las ventanas mientras esperaba una brisa.

Hu-lan se sentó al escritorio, abrió una carpeta e intentó concentrarse, pero su mente empezó a vagar. Os casos que tenía eran poco interesantes, al menos para ella. Durante los últimos meses le habían encomendado un par de asesinatos, fáciles de resolver. Sólo había tenido que rellenar papeles, llevar a los detenidos a la cárcel y presentarse en el juzgado tras la citación del fiscal. Saber que todo eso era idea del viceministro Zai para mantenerla a salvo no la hacía sentir mejor.

Al cabo de unas horas llegó el chico del correo con un fajo de cartas. Las revisó rápidamente. Una llevaba el informe interno del patólogo Fong. No le hacía falta leerlo, ya que la herida en la sien explicaba muy bien la historia del caso. También había un par de formularios que tenía que firmar y devolver a la fiscalía. Nada interesante sobre casos que apenas recordaba. Pero cuando vio el remite del último sobre, se le cortó el aliento. Volvió a dejarlo sobre el escritorio y se acercó a la ventana. Los recuerdos se apoderaron de ella. Una aldea miserable en una llanura reseca. Los gritos de los cerdos en al matanza. El olor de la tierra roja. El brillo cegador de un sol brutal. Y otras imágenes: chicas con coletas amonestando a un hombre hasta que éste se venía abajo y confesaba. Gente golpeada. Sangre que manaba como sudor. Hu-lan, con el corazón palpitante, cogió el sobre y lo abrió de un tirón.

“Inspector Liu Hu-lan. Soy Ling Su-chee. Espero que me recuerdes de la época de la granja Tierra Roja”. Hu-lan se acordaba. ¿Cómo no iba a recordarlo? En 1970, a los doce años, la habían mandado al campo a “aprender de los campesinos”. Ahora, sentada en su oficina, retrocedió todos esos años hasta la época en que era una chiquilla. Su-chee había sido su mejor amiga. En esos tiempos de severidad se había forjado entre ellas una relación llena de bromas. Hu-lan llamaba cariñosamente a Su-chee su maorye, o “gárrula de Campo”, mientras que ésta la llamaba beikuan, literalmente “norte riqueza”, es decir, una persona rica del norte. Su-chee era divertida, fuerte y franca; mientras que Hu-lan era una chica triste, que ocultaba sus miedos de ciudad con falso valor y que ha había aprendido las ventajas políticas de no decir la verdad.

Pero a pesar de toda la pretendida sofisticación de Hu-lan, Su-chee la había sacado de apuros más de una vez.

Hu-lan volvió a mirar los ideogramas de la página. “Hoy 29 de junio del calendario occidental, ha muerto mi hija Ling Miao-shan”. Mientras leía los pormenores de la muerte de la chica, la mano de Hu-lan bajó instintivamente a su vientre, donde ya se notaban los primeros signos de su embarazo. “Mi hija trabajaba para una empresa americana. Se llama -aquí los toscos caracteres daban paso a unas letras de imprenta aún más toscas- Knight International. He visto y sé cosas pero nadie me hace caso. Mi hija ha muerto. Se me ha ido para siempre. Una vez me dijiste que si alguna vez lo necesitaba, me ayudarías. Ahora lo necesito. ¡por favor, ven pronto!”.

Hu-lan pasó un dedo por los caracteres del nombre de Ling Su-chee. Después comprobó la fecha y vio que Miao-shan había muerto hacía sólo cinco días. Respiró hondo, dejó la carta y salió de la oficina. Subió directamente la escalera que llevaba al despacho del viceministro Zai, que le sonrió al verla entrar y le indicó que se sentara.

– He mandado a mi madre a Beidaihe -dijo.

– Muy bien. Voy a ir a verla el fin de semana.

– Yo también voy a salir de la ciudad.

El viceministro levantó una ceja.

– Me voy a la aldea Da Shui.

Hu-lan vio un brillo de preocupación en la cara de su mentor cuando éste se dio cuenta de que se trataba de una conversación personal. Se decía que en China no había pared que no dejara pasar el viento y que nadie podía estar seguro de que alguien no estuviera escuchando. La gente también decía que las cosas se habían relajado bastante, que estaban pasando muchas cosas -es decir, que todos, incluidos los generales del Ejército Popular, estaban tratando de hacerse ricos- para dedicar demasiado tiempo y esfuerzos a la vigilancia. Pero sólo un necio podía arriesgarse a creérselo completamente. Incluso admitiendo la remota posibilidad de que no hubiera vigilancia electrónica en el edificio, cualquier ayudante del viceministro Zai o las chicas que servían el té repetirían todas las conversaciones que habían oído si les daban un empujón para hacerlo. Con esto en mente, y sin olvidar que sus vidas privadas hacía mucho tiempo que eran simples datos del gobierno, Hu-lan y Zai intentaron seguir la conversación.

– ¿Te parece buena idea? -preguntó Zai con preocupación.

– ¿Acaso tengo alternativa? -replicó ella con brusquedad.

– Por supuesto, mucho más que nadie -le recordó.

Hu-lan prefirió pasar por alto el comentario.

– La hija de Ling Su-chee ha muerto y su madre duda de la versión de la policía local. Sus sospechas probablemente son sólo producto de su dolor, pero me gustaría ir a verla como amiga.

– Hu-lan, el pasado ha quedado atrás. Olvídalo.

– He leído el expediente sobre mí -suspiró-. Sabe lo que pasó allí. Si Ling Su-chee me pide ayuda, debo ir.

– ¿Y si te lo prohibo? -le preguntó con delicadeza.

– Entonces usaré mis vacaciones.