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Hu-lan la compadeció. Se había criado en un hogar privilegiado y no sabía lo que eran el hambre ni las penurias. Era demasiado joven para haber vivido la Revolución Cultural. Estaba acostumbrada a las fiestas, al champán, a los locales de karaoke y a las discotecas, a vestir ropa de marca y a viajar por el mundo. Pero en una hora su vida se había derrumbado de una forma que no habría imaginado ni en su peor pesadilla.

– ¿Hiciste algo malo? -le preguntó Hu-lan.

– Ellos dicen que sí.

– ¿Crees que hiciste algo malo?

Quo negó con la cabeza.

– Entonces no debes tener miedo.

Hu-lan oyó a David elevar el tono de voz:

– Miles, no puedes hacerlo, necesitas el voto de todos los socios.

Quo llamó su atención:

– Le estoy preguntando por qué dice eso. ¿No sabe lo que le harán a usted?

– Sí, pero yo tampoco hice nada malo.

– No pensará quedarse aquí, ¿verdad? -dijo Quo atónita.

Hu-lan miró de nuevo a David, que sostenía el auricular con tal fuera que tenía los nudillos blancos.

– ¿Circunstancias especiales? ¿De qué estás hablando? Cuando le explique a los socios lo que ha estado sucediendo…

David hablaba como si fuera a marcharse de China, pero no podían ir a ninguna parte que no fuera la cárcel.

cuanto más escuchaba la conversación de David y más hablaba con Quo, más quería largarse a casa y esperar. Estaba cansada de huir, le dolía el brazo, le ardía el cuerpo y lo único que deseaba era tenderse en una cama fresca y dormir. Notó la mirada angustiada de David y pensó que comprendía lo que ella pensaba, pero lo que dijo indicaba lo contrario: colgó el auricular y sin ninguna explicación empezó a dar órdenes.

– ¡en marcha! ¡Nos vamos a la embajada de Estados Unidos! -al ver que ni Hu-lan ni Quo se movían grito-: ¡ahora mismo!

Quo se levantó de un salto y Hu-lan se incorporó poco a poco, mientras David metía un par de cosas en el maletín. Quo corrió a coger su bolso y… -¿qué diablos buscaba? ¿La sombrilla? Alguien llamó a la puerta y se quedaron inmóviles, como imágenes congeladas. Hu-lan pensó que era una de las cosas más divertidas que había visto, pero la mirada de terror de Quo le ahogó la risa en la garganta.

– ¿Por qué no me habló de Sun y el soborno? -preguntó Henry Knight cuando abrió la puerta de golpe… ¿Sabía desde el principio lo que se estaba tramando? ¿Sabía que iban a detenerlo?

David, con el maletín en la mano y dispuesto a salir, preguntó:

– ¿Ya lo han detenido?

– ¿Cómo voy a saberlo? -contestó Henry y se dejó caer en una silla.

David se limitó a mirarle.

Henry contempló la escena: Quo con su vestido Chanel rosa, los ojos enrojecidos, con el bolso al hombro y una sombrilla en la mano. David despeinado, nervioso y con el maletín en una mano y el ordenador portátil en al otra. Hu-lan con aspecto exhausto aunque fueran las diez y media de la mañana.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Henry.

– Por si no lo sabe, Sun no es el único que tiene problemas. Me han mencionado. Y también a Quo y a Liu.

– ¡Eso ya lo sé! Pero no pensarán huir como conejos, ¿verdad?

– Es exactamente lo que vamos a hacer.

– Se debe usted a su cliente.

David no disponía de tiempo para discutirlo. Miró a las dos mujeres.

– Vamos.

Se dirigieron hacia la puerta, pero Henry se interpuso.

– Si está detenido, será ejecutado y su muerte pesará en su conciencia.

– Si está detenido y voy a la celda a ayudarlo, lo más probable es que me quede allí. Si tengo suerte, se limitarán a expulsarme. Si no…

Henry sujetó a David por la camisa. Era un hombre pequeño pero enjuto y fuerte.

– Tiene usted un deber, muchacho, ese hombre es inocente.

– ¿Igual que es usted inocente de las prácticas ilegales de su fábrica? ¿Inocente de sobornar a Sun?

Henry lo soltó.

– ¿Se da cuenta de que en estos momentos mi hijo está vendiendo mi empresa a traición? Ese buitre de Randall Craig y su socio Miles Stout intentan arrancarme la vida, pero no pienso permitirlo. Emplearé hasta el último céntimo para evitar que se queden con Knight. Lo que ocurrió allí, si es cierto, es terrible. Pero yo también tengo dinero y gente en Nueva York dispuesta a comprar las acciones. Si Tartan quiere guerra, la tendrá. Le aseguro que lo que pasa en la fábrica ha terminado. Lo pasado, pasado está y ya no importa…

– Claro que importa, Henry. Es la clave de todo. Tartan quiere su empresa por los abusos que usted dijo que no existían. Y su colega Sun ha movido los hilos. Bueno, nos vamos.

– ¿Y si le dijera que sé dónde está Sun?

David señaló las paredes que les rodeaban.

– Le aconsejaría que tuviera cuidado dónde lo dice. No creo que a los chinos les gustara saber que tiene oculto a un delincuente.

– No lo estoy escondiendo, pero sé dónde está y… -De nuevo sujetó a David por la camisa, se acercó y susurró-: Tengo un plan.

Sonó el teléfono y Quo se lo quedó mirando. Al sonar por tercera vez, atendió.

– Phillips, MacKenzie amp; Stout -dijo adoptando un tono alegre. La voz al otro lado habló durante unos segundos mientras ella asentía con la cabeza-. Un momento, veré si está. David, es para usted.

– No tengo por qué ponerme, ya no trabajo para la empresa.

– La señora llama desde Estados Unidos.

– Maldición, Pearl Jenner ha debido de enviar las noticias. Es probable que salgamos también en todos los periódicos americanos. Dígale que no haré comentarios.

Quo negó con la cabeza.

– Es una mujer de Kansas. Dice que hace tiempo que intenta ponerse en contacto con usted.