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Lo que sí preguntaron algunos, sin interesarse demasiado, fue por qué se había entregado el asesino. No existían muchas posibilidades de fuga, pero podría haberlo conseguido. Podría haber corrido hasta las montañas y vivido allí oculto una temporada. O escapado a territorio portugués. Sin embargo, el Comisionado Nativo del Distrito manifestó durante una reunión social que el hecho era perfectamente comprensible. Quienquiera que supiese algo sobre la historia del país o hubiese leído las memorias o cartas de los viejos misioneros y exploradores, conocería un poco la sociedad gobernada por Lobengula. Las leyes eran estrictas: todo el mundo sabía lo que podía o no podía hacer. Cuando alquien hacía algo imperdonable, como tocar a una de las mujeres del Rey, se sometía con total fatalismo al castigo, que solía consistir en el empalamiento sobre un hormiguero o una hoguera, o algo igualmente desagradable. «He obrado mal y lo sé -decía-. Por lo tanto, he de ser castigado.» La tradición era afrontar el castigo y no cabía duda de que había algo hermoso en ello. A los comisionados nativos, que tienen que estudiar lenguas, costumbres y otras cosas, se les perdonan las observaciones de esta índole, aunque ningún acto de los nativos debe calificarse de «hermoso». (No obstante, la moda cambia: a veces es permisible ensalzar los viejos hábitos, siempre que se mencione lo depravados que se han vuelto últimamente los nativos.)

Así pues, este aspecto de la cuestión fue desestimado, aunque no sea el menos interesante, porque Moses podía no haber sido un matabele. Estaba en Mashonaland; aunque ya se sabe que los nativos deambulan por toda África. Podía proceder de cualquier parte: territorio portugués, Nyasalandia, Unión Sudafricana. Y ha pasado mucho tiempo desde los días del gran rey Lobengula. Pero es bien sabido que los comisionados nativos tienden a pensar en términos del pasado.

Pues bien, después de enviar la carta a la estación de policía, Slatter se dirigió a la granja de los Turner conduciendo a gran velocidad su lujoso coche americano por las infames carreteras de la región.

¿Quién era Charlie Slatter? Fue él quien desde el principio hasta el fin de la tragedia personificó a la Sociedad para los Turner. Interviene en el relato en media docena de ocasiones; sin él, las cosas no habrían ocurrido tal como ocurrieron, aunque tarde o temprano, de un modo o de otro, los Turner habrían sido igualmente víctimas de la fatalidad.

Slatter había trabajado como dependiente en una tienda de comestibles londinense. Le gustaba decir a sus hijos que, de no haber sido por su energía y carácter emprendedor, ellos correrían aún por los suburbios vestidos con harapos. Conservaba en perfecto estado el acento vulgar de los barrios bajos, incluso después de haber vivido veinte años en África. Un día se le ocurrió una idea: hacer dinero. Y lo hizo. Hizo mucho dinero. Era un hombre tosco, brutal, despiadado y a la vez bondadoso, a su manera y según sus propios impulsos, que no podía evitar hacerse rico. Había cultivado la tierra como si diese vueltas a la manivela de una máquina que expulsara billetes de una libra por el otro lado. Fue duro con su esposa, haciéndole soportar penalidades innecesarias al principio; fue duro con sus hijos hasta que hizo dinero, cuando les dio todo lo que quisieron; y sobre todo fue duro con los peones. Éstos, las gallinas que ponían los huevos de oro, se hallaban todavía en aquel estado en que no conocían otro modo de vivir que produciendo oro para otras personas. Ahora ya se han despabilado, o están empezando a hacerlo. Pero Slatter creía en cultivar la tierra con el látigo, que pendía sobre la puerta de su casa como una divisa: «No te importará matar en caso necesario.» Una vez mató a un nativo en un arrebato de cólera y fue condenado a pagar una multa de treinta libras. Desde entonces reprimió su ira. Los látigos están muy bien para los Slatter de este mundo, pero no tanto para los que carecen de su seguridad en sí mismos. Fue él quien dijo a Dick Turner, hacía ya mucho tiempo, cuando éste empezó a. cultivar la tierra, que debía comprar un látigo antes que un arado o una grada, y aquel látigo, como pronto veremos, no sirvió de nada a los Turner.

Slatter era un hombre bajo, macizo, de brazos gruesos y constitución fuerte. Tenía el rostro ancho y velludo y la expresión astuta, vigilante, un poco taimada. Su mata de cabellos rubios le confería cierto parecido con un presidiario; pero las apariencias le tenían sin cuidado. Sus pequeños ojos azules apenas se veían porque se había acostumbrado a entornarlos después de tantos años bajo el sol de Sudáfrica.

Mientras conducía inclinado sobre el volante, casi abrazado a él en su determinación de llegar cuanto antes a casa de los Turner, sus ojos no eran más que rendijas azules en un rostro crispado. Se preguntaba por qué Marston, el ayudante, que al fin y al cabo era empleado suyo, no había acudido a él con la noticia del asesinato o al menos enviado una nota. ¿Dónde estaría? Su cabaña se hallaba a sólo doscientos metros de la casa. ¿Y si se había acobardado y desaparecido? Charlie pensó que podía esperarse cualquier cosa de aquel determinado tipo de joven inglés. Sentía un desprecio innato hacia los ingleses de expresión blanda y voz no menos blanda, pero no por ello dejaban de fascinarle sus modales y educación. Sus propios hijos, ahora ya mayores, eran caballeros. Le había costado mucho dinero lograr que lo fueran; pero aun así les despreciaba, aunque también estaba orgulloso de ellos. Este conflicto se manifestaba en su actitud hacia Marston: dura e indiferente, pero respetuosa en el fondo. De momento, sólo sentía irritación.

A medio camino notó que el coche se tambaleaba y, profiriendo maldiciones, lo detuvo. Era un pinchazo; no, dos pinchazos. El fango rojo de la carretera contenía fragmentos de vidrio. Su irritación se expresó en un pensamiento apenas consciente: «¡Muy propio de Turner tener cristales en sus caminos!» Pero Turner era ahora necesariamente objeto de una piedad apasionada y protectora y la irritación se concentró en Marston, el ayudante que, según Slatter, podía haber impedido de algún modo aquel crimen. ¿Para qué se le pagaba? ¿Por qué se le había empleado? Pero Slatter era un hombre justo, a su manera y en lo que concernía a su propia raza. Se contuvo y dedicó toda su atención a reparar una rueda y cambiar la otra, trabajando sobre el barro rojizo de la carretera. Tardó tres cuartos de hora y cuando terminó y hubo lanzado hacia los arbustos los trozos de cristal verde del fango, el sudor empapaba su rostro y sus cabellos.

Cuando por fin llegó a la casa vio, al acercarse entre los matorrales, seis relucientes bicicletas que estaban apoyadas contra las paredes. Y frente a la casa, bajo los árboles, a seis policías nativos y entre ellos Moses, con las manos esposadas delante de él. El sol centelleaba en las esposas, en las bicicletas y en el húmedo y abundante follaje. Era una mañana bochornosa y agobiante. En el cielo había un tumulto de nubes descoloridas que ondeaban como una colada sucia. Los charcos del suelo pálido reflejaban el resplandor del cielo.

Charlie se acercó a los policías, que le saludaron. Llevaban fez y su uniforme, tan parecido a un disfraz, aunque este último pensamiento no se le ocurrió a Charlie, que prefería a los nativos o bien debidamente vestidos, de acuerdo con su condición, o en taparrabos. No soportaba al nativo a medio civilizar. Los policías, seleccionados por su físico, eran un magnífico puñado de hombres, pero resultaban eclipsados por Moses, un gigante robusto, negro como linóleo pulido y vestido con una camisa y pantalones cortos, ambos mojados y manchados de barro. Charlie se plantó delante del asesino y le miró a la cara. El hombre le miró a su vez, impasible e indiferente. La expresión del rostro de Charlie era curiosa: reflejaba una especie de triunfo, un cauto deseo de venganza y miedo. ¿Por qué miedo? ¿De Moses, que estaba prácticamente colgado? Pero se sentía inquieto, confuso. Entonces recobró el dominio de sí mismo con un respingo, se volvió y vio a Dick Turner a pocos pasos de distancia, cubierto de lodo.

– ¡Turner! -exclamó con acento perentorio. Se interrumpió al ver su semblante; Dick no parecía reconocerle. Le cogió del brazo y le condujo hacia su coche. En aquellos" momentos ignoraba que estaba completamente loco; de haberlo sabido, su indignación habría sido mayor. Después de aposentar a Dick en el asiento trasero del coche, volvió a la casa. En la sala se hallaba Marston, con las manos en los bolsillos, en una posición de aparente tranquilidad. Pero el rostro estaba pálido y tenso.

– ¿Dónde se encontraba usted? -le espetó Charlie con voz acusadora.

– Normalmente, el señor Turner me despierta -respondió con calma el muchacho-. Esta mañana he dormido hasta tarde. Al llegar a la casa he visto a la señora Turner en la veranda. Después han llegado los policías. Le esperaba a usted.

Pero tenía miedo; en su voz sonaba el miedo a la muerte, no el que controlaba los actos de Charlie; él no había estado en el país el tiempo suficiente para comprender el temor especial de Charlie.

Slatter gruñó; jamás hablaba si no era necesario. Miró a Marston largo rato y con curiosidad, como tratando de dilucidar por qué los peones de la granja no habían llamado a un hombre que dormía a pocos metros de allí, yendo en cambio instintivamente a avisarle a él. Pero ahora no miró a Marston con desprecio o desagrado, sino más bien como a un futuro socio que aún ha de probar su valía.

Dio media vuelta y entró en el dormitorio. Mary Turner era una forma rígida bajo una sábana blanca llena de manchas. De un extremo de la sábana sobresalía una maraña de cabellos pálidos como la paja y del otro, un pie torcido y amarillento. Entonces ocurrió algo muy curioso. El odio y el desprecio que habría sido lógico esperar de él cuando miraba al asesino, desfiguraron sus facciones en aquel momento, mientras contemplaba a Mary. Frunció el ceño y, durante unos segundos, sus labios se torcieron, descubriendo los dientes en un rictus malévolo. Estaba de espaldas a Marston, quien se habría asombrado al verle. Luego, con un movimiento brusco y violento, se volvió y abandonó la habitación, precediendo al ayudante.

– Yacía en la veranda -explicó Marston-. La he levantado y llevado a la cama. -Tembló al recordar el contacto con el cuerpo frío-. He pensado que no podía dejarla tirada allí. -Titubeó y añadió, contrayendo los músculos de la cara, cuya piel palideció-: Los perros la lamían.

Charlie asintió con la cabeza, lanzándole una mirada penetrante. Parecía indiferente a la posición en que había sido hallada, pero al mismo tiempo aprobaba el dominio de sí mismo de que hiciera gala el ayudante al realizar tan desagradable tarea.