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Capítulo primero

Misterioso crimen

Crónica de nuestro enviado especial. Mary Tur-ner, esposa de Richard Turner, un granjero de Ngesij fue hallada muerta, víctima de asesinato, en la veranda de su casa ayer por la mañana. El criado, que ha sido arrestado, confesó ser el autor del crimen. No se ha descubierto ningún móvil. Se cree que buscaba objetos de valor.

El periódico no decía mucho. Gentes de todo el país debieron leer la noticia y su titular sensacionalista sintiendo un arrebato de cólera y algo parecido a la satisfacción, como si vieran confirmado un convencimiento, como si se tratara de algo que ya era de esperar. Esto es lo que sienten los blancos cuando los nativos roban, asesinan o violan.

Y luego debieron volver la página.

Pero los habitantes del «distrito», los que conocían a los Turner, ya fuera de vista o por haber chismorreado acerca de ellos durante largos años, no volvieron la página con tanta rapidez. Muchos debieron recortar el párrafo para guardarlo entre cartas viejas o entre las páginas de un libro, conservándolo quizá como un presagio o una advertencia y mirando el trozo de papel amarillento con semblantes inexpresivos y enigmáticos. Porque no discutieron el asesinato; aquello fue lo más extraordinario del caso. Dio la impresión de que un sexto sentido les había dicho todo cuanto había que saber, aunque las tres personas que estaban en posición de explicar los hechos no abrieron la boca. El asesinato no se comentó, sencillamente. «Mal asunto», observaría alguno, mientras los rostros de quienes le rodeaban asumían aquella expresión reservada y cauta. «Muy malo», se limitaría a responder alguien y allí acababa todo. Era como si existiera el tácito acuerdo de no dar al caso Turner una publicidad indebida haciendo comentarios acerca de él. Sin embargo, el distrito era una zona agrícola y las aisladas familias de blancos se veían muy de tarde en tarde y estaban hambrientas de establecer contacto con los de su misma clase, de charlar, discutir e intercambiar chismes, de hablar todos a la vez para aprovechar al máximo una hora de compañía antes de volver a sus granjas, donde sólo veían sus propias caras y las de sus criados negros durante interminables semanas. Normalmente aquel asesinato habría sido tema de discusión durante meses enteros; todos habrían estado agradecidos de tener algo que comentar.

Un forastero habría pensado tal vez que el emprendedor Charlie Slatter había recorrido todas las granjas del distrito conminando al silencio a sus ocupantes; pero aquello era algo que nunca se le habría ocurrido. Los pasos que dio (y no cometió ningún error) obedecieron al instinto y no a un plan deliberado. Lo más interesante de todo el asunto fue aquella conspiración de silencio. Todos se comportaron como una bandada de pájaros que se comunican -o al menos tal es la impresión que dan- por medio de una especie de telepatía.

Mucho antes de que el asesinato les distinguiera, la gente hablaba de los Turner con la voz dura e indiferente reservada para los inadaptados, los proscritos y los exiliados por voluntad propia. Los Turner no gozaban de ninguna simpatía, aunque pocos de sus vecinos les conocían y ni siquiera les habían visto de lejos. ¿Por qué resultaban antipáticos? Porque «se mantenían apartados», esto era todo. Nunca se les veía en los bailes, fiestas o concursos hípicos del distrito. La impresión general era de que tenían algo de que avergonzarse; no estaba bien encerrarse de aquel modo, era una bofetada para todos los demás. ¿Qué razón tenían para ser tan estirados? ¡Ninguna, desde luego! ¡Sólo había que ver cómo vivían! Su casa minúscula podía pasar como vivienda temporal, pero no como un hogar permanente. Incluso algunos nativos (aunque no muchos, gracias al cielo) poseían casas similares; y debía causarles una mala impresión ver a personas blancas viviendo en aquellas condiciones.

Entonces alguien usó la frase «blancos pobres», que causó una gran desazón. No existían marcadas diferencias económicas en aquellos días (aún no había llegado la era de los magnates del tabaco), pero sí una clara división racial. La pequeña comunidad de sudafricanos blancos vivía su propia vida y los británicos hacían caso omiso de ellos. Los «blancos pobres» eran sudafricanos, nunca británicos. Pero la persona que llamó a los Turner blancos pobres persistió tercamente en su actitud. ¿Cuál era la diferencia? ¿Qué era un blanco pobre? Se trataba de un estilo de vida, de una cuestión de categorías. Lo único que faltaba a los Turner para ser blancos pobres era una caterva de hijos.

Aunque los argumentos eran irrefutables, nadie quería pensar en ellos como blancos pobres. Hacerlo habría equivalido a rebajar al propio bando. Después de todo, los Turner eran británicos.

Así pues, el distrito trataba a los Turner de acuerdo con aquel esprit de corps que es la primera regla de la sociedad sudafricana pero que los propios Turner despreciaban. Al parecer, no reconocían la necesidad de un esprit de corps y tal era en realidad la causa de que la gente les odiara.

Cuanto más se piensa en aquel caso, más extraordinario resulta. No el asesinato en sí, sino el modo general de enfocarlo, la compasión hacia Dick Turner y la sutil pero fiera indignación contra Mary, como si fuera algo desagradable e impuro que mereciera ser asesinado. Pero nadie formuló ninguna pregunta.

Por ejemplo, muchos debieron preguntarse quién era aquel «enviado especial». Alguien del distrito encargado de cubrir la noticia, porque el párrafo no estaba redactado en lenguaje periodístico. Pero, ¿quién? Marston, el ayudante, era una bofetada para todos los demás. ¿Qué razón tenían para ser tan estirados? ¡Ninguna, desde luego! ¡Sólo había que ver cómo vivían! Su casa minúscula podía pasar como vivienda temporal, pero no como un hogar permanente. Incluso algunos nativos (aunque no muchos, gracias al cielo) poseían casas similares; y debía causarles una mala impresión ver a personas blancas viviendo en aquellas condiciones.

Entonces alguien usó la frase «blancos pobres», que causó una gran desazón. No existían marcadas diferencias económicas en aquellos días (aún no había llegado la era de los magnates del tabaco), pero sí una clara división racial. La pequeña comunidad de sudafricanos blancos vivía su propia vida y los británicos hacían caso omiso de ellos. Los «blancos pobres» eran sudafricanos, nunca británicos. Pero la persona que llamó a los Turner blancos pobres persistió tercamente en su actitud. ¿Cuál era la diferencia? ¿Qué era un blanco pobre? Se trataba de un estilo de vida, de una cuestión de categorías. Lo único que faltaba á los Turner para ser blancos pobres era una caterva de hijos.

Aunque los argumentos eran irrefutables, nadie quería pensar en ellos como blancos pobres. Hacerlo habría equivalido a rebajar al propio bando. Después de todo, los Turner eran británicos.

Así pues, el distrito trataba a los Turner de acuerdo con aquel esprit de corps que es la primera regla de la sociedad sudafricana pero que los propios Turner despreciaban. Al parecer, no reconocían la necesidad de un esprit de corps y tal era en realidad la causa de que la gente les odiara.

Cuanto más se piensa en aquel caso, más extraordinario resulta. No el asesinato en sí, sino el modo general de enfocarlo, la compasión hacia Dick Turner y la sutil pero fiera indignación contra Mary, como si fuera algo desagradable e impuro que mereciera ser asesinado. Pero nadie formuló ninguna pregunta.

Por ejemplo, muchos debieron preguntarse quién era aquel «enviado especial». Alguien del distrito encargado de cubrir la noticia, porque el párrafo no estaba redactado en lenguaje periodístico. Pero, ¿quién? Marston, el ayudante, abandonó el distrito inmediatamente después del asesinato. Denham, el policía, podía haber escrito al periódico a título personal, pero no era probable. Quedaba Charlie Slatter, que sabía más cosas de los Turner que cualquier otra persona y que se encontraba allí el día del asesinato. Podía decirse que controlaba prácticamente la conducción del caso, con precedencia incluso sobre el propio sargento. Y todos creían que así debía ser. ¿A quién podía concernir más que a los agricultores blancos el hecho de que una mujer necia se dejara asesinar por un nativo por razones que la gente podía imaginar, pero de las que jamás, jamás haría mención? Estaban en juego su subsistencia, sus esposas y familias, su modo de vida.

Pero resulta peculiar para un forastero que Slatter fuese autorizado a hacerse cargo del asunto, a encargarse de que todo fuera olvidado con un mínimo de comentarios.

Porque no podía haberlo planeado: sencillamente, no dispuso de tiempo. Por ejemplo, cuando los peones de Dick Turner le dieron la noticia, ¿por qué se sentó a escribir una nota al sargento a la estación de policía? No usó el teléfono.

Cualquiera que haya vivido en el campo sabe lo que es un teléfono no automático; uno levanta el auricular después de haber girado la manivela el número de veces requerido y en seguida, clic, clic, clic, puede oír levantarse los auriculares de todo el distrito y sonidos ahogados como una respiración, un susurro, una tos reprimida.

Slatter vivía a ocho kilómetros de los Turner. Los peones le avisaron a él en cuanto descubrieron el cadáver. Y aunque era un asunto urgente, no usó el teléfono, sino que envió una carta personal a Denham por medio de un mensajero nativo que fue en bicicleta a la estación de policía, situada a casi dieciocho kilómetros. El sargento mandó inmediatamente a la granja de los Turner a media docena de policías nativos para que averiguasen lo que pudieran. En cuanto a él, se dirigió primero a ver a Slatter porque la redacción de la carta había excitado su curiosidad. Por esta razón llegó tarde al escenario del crimen. Los policías nativos no tuvieron que ir muy lejos para encontrar al homicida. Después de registrar la casa, echar una ojeada al cadáver y dispersarse por la ladera de la pequeña colina sobre la que se levantaba la granja, vieron a Moses salir de un pisoteado hormiguero delante mismo de sus narices. Se les acercó y dijo (con estas u otras palabras similares): «Aquí estoy.» Le pusieron las esposas y volvieron a la casa a esperar la llegada de los coches policiales. Desde allí vieron aparecer a Dick Turner entre los arbustos próximos a la casa, seguido por dos perros que gemían. Estaba fuera de sí, hablaba de modo incoherente y entraba y salía de los arbustos con las manos llenas de tierra y hojarasca. Le dejaron en paz, pero sin perderle de vista, porque era un hombre blanco, aunque estuviera loco, y los negros, aun siendo policías, no ponen las manos encima de carne blanca.