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Para O-lan, esto no tenía importancia. Si los chicos no sabían mendigar sin jugar y reír, que robasen, pues, para llenar el estómago. Pero Wang Lung aunque no encontraba qué contestar a esto, sentía hervirle la sangre ante este latrocinio de sus hijos, y no reñía al mayor por su torpeza en las operaciones. Aquella vida a la sombra de los grandes muros no era la vida que Wang Lung amaba. Allá lejos le esperaba su tierra.

Una noche llegó tarde y encontró que en el guisado de col hervía un buen trozo de carne de cerdo. Era la primera vez que tenían carne para comer desde que mataron su propio buey, y los ojos de Wang Lung se dilataron de asombro.

Debes de haber pedido a un extranjero hoy -le dijo a O-lan, pero ella, según su costumbre, no contestó nada.

Entonces el chico menor, demasiado pequeño para callar a tiempo y lleno además de orgullo por su destreza, exclamó:

– ¡Yo la cogí! Esa carne es mía. Cuando el carnicero se volvió, después de haberla cortado, me metí corriendo por debajo del brazo de una vieja que había ido a comprarla, la cogí y eché a correr con ella. y me escondí en una tinaja vacía que había junto a una puerta hasta que llegó mi hermano.

– ¡No comeremos esta carne! -gritó Wang Lung enfurecido-. ¡No comeremos ninguna carne que no hayamos comprado o pedido! Seremos mendigos, pero no somos ladrones.

Y cogiendo el trozo de cerdo lo sacó de la olla con dos dedos y lo tiró al suelo sin hacer caso de los berridos del pequeño.

Entonces O-lan se adelantó estoicamente, recogió la carne, la lavó y la echó a la olla de nuevo.

– La carne es carne -dijo tranquilamente.

Wang Lung ya no dijo nada más, pero estaba furioso y asustado porque sus hijos se estaban convirtiendo en ladrones en aquella ciudad. Y aunque no protestó cuando O-lan desgarró la carne tierna con los palillos y dio grandes trozos al anciano, a los chicos, y hasta le llenó la boca a la niña y se reservó algo para si misma, él se negó rotundamente a tocarla, contentándose con la col que había comprado.

Pero después de la comida cogió al menor de sus hijos, se lo llevó a la calle, donde su madre no le pudiera oír, y agarrándole fuertemente con una mano, con la otra le dio de bofetadas hasta cansarse, sin hacer caso de los chillidos del muchacho.

– iToma, toma y toma! -le gritaba-. ¡Eso, por ladrón!

Cuando soltó al niño, que se fue a su casa gimoteando, se dijo para si: "Hemos de volver a la tierra."