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XI

Con sus dos piezas de plata, Wang Lung pagó cien millas de trayecto, y con las monedas que le devolvieron al darle el cambio compró a los vendedores que metían sus mercancías por las ventanillas del tren a cada parada cuatro panecillos y una escudilla de arroz tierno para la niña. Era más de lo que habían comido, de una sola vez, en muchos días, pero ahora, aunque consumidos por el hambre, habían perdido el deseo de comer, parecían no poder tragar, y sólo a fuerza de mimos consiguieron al fin que las dos criaturas comiesen el pan.

Pero el viejo chupaba el suyo insistentemente, con sus despobladas encías.

– Hay que comer -decía a cuantos se hallaban junto a él, mientras el vagón de fuego avanzaba meciéndose y resoplando-. Me importa poco que mi estúpido vientre se haya vuelto perezoso después de estos días de no hacer nada. Tiene que alimentarse. No quiero morirme porque a él le dé la gana de no trabajar.

Y la gente se reía oyendo al anciano.

Pero Wang Lung no gastó en comida todas sus monedas de cobre. Guardó cuanto pudo para comprar esterillas con que hacerse un refugio cuando llegasen al Sur.

En el vagón de fuego había hombres y mujeres que ya estuvieron allá en otro tiempo; algunos iban cada año a las ciudades ricas, a trabajar o a mendigar. Y Wang Lung, cuando se hubo acostumbrado un poco a lo extraordinario del ambiente que le rodeaba y a la maravilla de ver el paisaje huir por los agujeros del vagón, prestó intensa atención a lo que decían estas gentes, que hablaban con la sabiduría de la experiencia.

– Primero tienes que comprar seis esterillas -dijo uno, un hombre cuyos labios ásperos colgaban como el belfo de un camello-. Valen dos piezas de cobre cada una, si eres listo y no te dejas engañar como un idiota de pueblo; en este caso te costarían tres, lo que es innecesario, como yo sé muy bien. A mi no me pueden burlar los hombres de la ciudad, aunque sean ricos.

Torció la cabeza y miró a los que le rodeaban en espera de admiración. Wang Lung escuchaba ansiosamente.

– ¿Y después? -preguntó.

Estaba sentado en el fondo del vagón, que no era más que una estancia de madera, sin nada en que uno pudiera sentarse y lleno de rendijas que dejaban pasar el aire y el polvo.

– Después -dijo el hombre con más suficiencia todavía, alzando la voz sobre el estrépito de las ruedas- hacéis con las esterillas una cabaña y salís a mendigar, después de haberos manchado bien con barro y basura para dar más lástima.

Pero Wang Lung no había pedido nada a nadie en su vida y le desagradaba tener que hacerlo ahora a estos forasteros del Sur.

– ¿Hay que mendigar? -repitió.

– Naturalmente, pero no hasta que hayáis comido. Esa gente del Sur tiene tanto arroz que cada mañana uno puede ir a una cocina pública y comer por un penique tanto arroz como le quepa en la barriga. Entonces se puede mendigar confortablemente y comprar judías, coles y ajos.

Wang Lung se separó un poco de los demás, se volvió hacia la pared y en secreto se puso a contar los peniques que aún le quedaban en el cinturón. Tenía suficiente para las seis esterillas y para un penique de arroz para cada uno, y aún le sobraban tres peniques. Sintió cierto consuelo al pensar que con esto podrían empezar una nueva vida. Pero la idea de tener que mendigar continuaba atormentándole. Eso estaba bien para las criaturas y para el anciano, y aun para la mujer. Pero él tenía sus dos manos.

– ¿No hay trabajo para las manos de un hombre? -preguntó de pronto al que había hablado antes.

– ¡Si, trabajo! -dijo el otro con desprecio, y escupió en el suelo-. Puedes arrastrar a algún rico en un rickshaw [1] amarillo y sudar hasta tu propia sangre mientras corres y convertirte en un témpano de hielo mientras esperas. ¡Yo prefiero pedir limosna!

Soltó una maldición redonda, y Wang Lung no quiso hacerle más preguntas.

Pero de todos modos, de algo habían de servirle las informaciones recibidas, pues cuando el vagón de fuego llegó a su destino y los dejó en tierra extraña, Wang Lung tenía ya formado un pequeño plan. Dejó al anciano y a los niños junto a la pardusca pared de una casa, dijo a la mujer que tuviese cuidado de ellos y él partió a comprar las esterillas, preguntando de cuando en cuando por el camino de los mercados. Al principio apenas podía entender lo que le decían, tan rápida y aguda era la lengua de aquellas gentes del Sur. A menudo, cuando él hablaba y ellos no le entendían, se impacientaban tanto que Wang Lung aprendió a observarlos atentamente y a dirigirse sólo hacia aquellos en cuyos rostros creía leer cierta bondad.

Pero al fin encontró la tienda de esteras, y puso sus peniques sobre el mostrador, como persona que sabe el precio de lo que compra.

Cuando llegó, con su rollo de esterillas bajo el brazo, al sitio donde le esperaba su familia, los chiquillos gritaron de alegría al verle, y Wang Lung comprendió que habían tenido miedo durante su ausencia, solos en aquel lugar extraño. Únicamente el anciano lo miraba todo con placer, y le dijo a Wang Lung:

– Fíjate qué gordas están estas gentes del Sur, y qué pálida y aceitosa tienen la piel. Seguramente que comen cerdo todos los días.

Pero nadie miraba a Wang Lung ni a los suyos. Los hombres iban y venían atareados, sin mirar nunca a los pordioseros. De vez en cuando pasaba una caravana de asnos cargados con cestos llenos de ladrillos para edificar casas y con sacos de grano que llevaban cruzados sobre los lomos. En el último asno de la caravana montaba el arriero: éste llevaba un látigo muy largo con el que hacía un ruido terrorífico cada vez que fustigaba los lomos de los animales, gritando al mismo tiempo. Y según pasaban frente a Wang Lung, los arrieros le echaban una mirada desdeñosa y altiva; ni un príncipe miraría con más desdén que estos arrieros vestidos toscamente con sus ropas de trabajo. Y todos parecían experimentar un especial placer, al ver la extraña apariencia de Wang Lung y su familia, en restallar el látigo ante ellos; el rápido y explosivo corte del aire les hacía saltar de susto, al ver lo cual los arrieros se morían de risa. Wang Lung se indignó al ocurrir esto dos o tres veces, y se separó de allí para ver dónde podía plantar su choza.

Había ya otras cabañas a lo largo de la pared que tenían a sus espaldas, pero todos ignoraban qué es lo que había al otro lado de la pared, contra cuya base se hacinaban las pequeñas barracas como pulgas en la espalda de un perro. Wang Lung observó las chozas y comenzó a construir la suya, pero las esterillas se negaban a adquirir la forma que él quería darles; comenzaba a desesperarse, cuando O-lan le dijo:

– Yo sé hacer eso. Lo aprendí en mi niñez.

Y dejando a la niña en el suelo cogió las esterillas y las estiró de un lado y de otro, hasta hacer con ellas una caseta dentro de la cual podía estar sentado un hombre sin tocar el techo con la cabeza. Los bordes de las esteras los sujetó al suelo con ladrillos que ordenó a los niños le trajeran. Cuando hubo concluido, todos entraron dentro de la choza y extendieron en el suelo una esterilla que O-lan había apartado y se sentaron en ella.

Así reunidos, mirándose unos a otros, les parecía imposible que el día antes hubieran dejado su propia casa y su tierra y que ésta estuviera ahora a una distancia de cien millas. Tal distancia era lo suficientemente larga para que el salvarla a pie les hubiera costado semanas de camino, en el que algunos de ellos habrían muerto antes de llegar a la meta.

Entonces, la general sensación de abundancia que producía aquella rica tierra, donde nadie parecía tener hambre, les llenó de esperanza, y Wang Lung dijo:

– Salgamos y busquemos las cocinas públicas.

Se levantaron todos, casi con alegría, y salieron nuevamente. Y esta vez los dos niños iban tamborileando con los palillos en sus escudillas, porque pronto habría algo que poner en ellas.

No tardaron en saber por qué las chozas habían sido levantadas a lo largo de aquella pared, pues a una pequeña distancia, más allá de su extremo norte, había una calle y por aquella calle pasaba la gente llevando cubos, escudillas y vasijas de hojalata, todos vacíos. Estas gentes iban a las cocinas de los pobres, que estaban al final de la calle, no lejos de allí. De manera que Wang Lung y su familia se unieron a los otros y juntos llegaron a dos grandes edificios hechos de esteras. Todo el mundo se agrupó en el espacio que se abría ante ellos.

En la trasera de cada edificio había grandes cocinas de tierra, y en ellas unos calderos enormes en los que hervía el blanco arroz y de los que se escapaba un vapor fragante y apetitoso. Cuando la gente percibía este olorcillo del arroz, el mejor de la tierra para ellos, se prensaban unos a otros en su impaciencia por avanzar, y las madres gritaban encolerizadas, temerosas de que sus hijos fuesen aplastados, y la criaturitas pequeñas rompían a llorar, y los hombres de los calderos vociferaban estentóreamente:

– ¡Hay para todos! ¡Cada cual en su turno!

Pero nada podía detener a aquella masa de hombres y mujeres hambrientos y luchaban como fieras hasta haber comido. Wang Lung, arrastrado con ellos, no podía hacer otra cosa que agarrarse a su padre y a sus dos hijos, y cuando se encontró ante el enorme caldero, tendió su escudilla y, una vez llena, entregó el penique.

Luego, cuando se encontraron nuevamente en la calle, empezó a comer el arroz hasta sentirse satisfecho, y viendo que le quedaba un poco, dijo.

– Guardaré éste para la noche.

Pero un hombre que estaba cerca de él, y que debía de ser una especie de guardia de aquel lugar, pues llevaba un uniforme azul y rojo, le advirtió:

– No; sólo puedes llevarte lo que te quepa en la barriga. Y Wang Lung se asombró al oír esto y dijo:

– Buena, y si he pagado mi penique, ¿qué importa que me coma el arroz aquí o en casa?

Entonces el hombre se explicó así:

– Tenemos que hacer observar esta regla, porque hay hombres de corazón tan duro que vienen aquí, cogen este arroz que se destina a los pobres, pues por un penique no se podría comprar una cantidad así, se lo llevan a su casa y lo echan a los cerdos. Y el arroz es para los hombres y no para los cerdos.

Wang Lung escuchó esto estupefacto, y gritó:

– ¿Pueden existir hombres así?

Y luego dijo:

– Pero ¿por qué se da esto a los pobres y quién lo da? El hombre del uniforme le contestó:

– Los ricos y la nobleza de la ciudad. Algunos lo hacen para contar con una buena obra en el futuro y hacer méritos para el cielo, y otros porque se hable bien de ellos.

[1] Cochecillo chino tirado por un hombre.