Изменить стиль страницы

– Un buey no es más que un buey, y éste se hacía viejo. Come, que algún día tendrás otro y mejor que éste.

Con lo cual, Wang Lung se sintió algo confortado, y comió un bocado, y luego un poco más, y todos comieron en paz.

Pero el buey fue consumido, y sus huesos, cascados para sacarles el tuétano, y de él no quedó nada más que la piel, seca y dura, tensa sobre el potro de bambú que O-lan había hecho para mantenerla estirada.

Al principio había habido en el pueblo cierta hostilidad contra Wang Lung porque decían que tenía plata escondida y alimentos almacenados. Su tío, que fue uno de los primeros hambrientos, llegó a su puerta importunándole, pues en realidad él, su mujer y sus siete hijos no tenían nada que comer. Wang Lung midió de mala gana, en el halda de la túnica de su tío, un montoncito de judías y un precioso puñado de maíz, diciendo con energía:

– Es todo cuanto puedo daros. Antes que nada, y aunque no tuviera hijos, he de tener en cuenta a mi anciano padre.

Y cuando su tío volvió otra vez, Wang Lung exclamó:

– ¡Ni la piedad filial me permitirá sostener mi casa!

Y dejó partir al hermano de su padre con las manos vacías.

Desde aquel día, su tío volvióse contra él como un perro apaleado y empezó a murmurar por las casas del pueblo:

– Mi sobrino tiene plata y alimentos, pero no quiere darnos nada a nosotros, ni siquiera a mí y a mis hijos, que somos de su misma sangre. No nos queda más remedio que morirnos de hambre.

Y cuando familia tras familia consumió sus provisiones en el pueblo y gastó su última moneda en el pobre mercado de la ciudad, y soplaron los vientos del invierno, fríos como un cuchillo de acero, secos y estériles, el corazón de los lugareños ensombrecióse por la propia hambre y el hambre de sus esqueléticas esposas y quejumbrosos chiquillos. Y cuando el tío de Wang Lung, temblando por las calles como un perro famélico, repitió: "Hay quien tiene comida; hay un hombre cuyos hijos están gordos todavía", los hombres se armaron de estacas una noche, fueron a la casa de Wang Lung y aporrearon la puerta. Cuando él abrió, a las voces de sus vecinos, le hicieron a un lado de un empujón, sacaron fuera a los aterrorizados niños y cayeron como una plaga. sobre cada rincón, arañaron cada saliente con las manos en busca de los alimentos escondidos. Y entonces, al encontrar su miserable provisión de judías secas y su escudilla de granos de maíz, dieron un gran aullido de desesperanza, de desesperación, y cogieron los muebles, la mesa, los bancos, la cama donde yacía el viejo asustado y lloroso.

Entonces O-lan se adelantó y su voz, oscura y lenta, alzóse entre los hombres.

– Eso no…, eso todavía no -gritó-. Aún no ha llegado el momento de coger la mesa, los bancos y la cama de nuestra casa. Tenéis toda nuestra comida, pero de vuestros propios hogares aún no habéis vendido el mobiliario. Dejadnos el nuestro. Estamos iguales. No tenemos ni una judía ni un grano de maíz más que vosotros… No, vosotros tenéis más ahora, porque os habéis llevado lo nuestro. El castigo del cielo caerá sobre vosotros si os lleváis más. Ahora saldremos juntos y buscaremos hierbas y cortezas de árbol que comer, vosotros para vuestros hijos y nosotros para nuestras tres criaturas y para esta cuarta que ha de nacer a su tiempo.

Oprimió la mano contra su vientre mientras hablaba, y los hombres se sintieron avergonzados ante ella y fueron saliendo uno por uno, pues no eran mala gente y sólo el hambre les había arrastrado a tales extremos.

Uno, llamado Ching, quedó rezagado; era un hombre pequeño, silencioso, con un rostro amarillo que en sus mejores tiempos parecía de simio y que estaba ahora chupado y ansioso. De buena gana hubiera pronunciado alguna palabra de excusa, pues era un hombre honrado y únicamente el llanto de su criatura le había echo cometer aquella mala acción, pero oculto en su seno llevaba un puñado de judías que había cogido cuando fue hallada la provisión y temía tener que devolverlas si hablaba, de manera que sólo miró a Wang Lung con ojos macilentos y silenciosos y salió de la casa.

Allí, en aquel patio en el que año tras año había trillado sus buenas cosechas, quedó Wang Lung; en aquel patio que desde hacía tantos meses no servía de nada. Ni una brizna quedaba en la casa con que alimentar a su padre y a sus hijos, nada con que alimentar a aquella mujer suya que además del alimento de su propio cuerpo necesitaba el de aquel otro que, con la crueldad de la vida nueva y ardiente, se nutriría de la carne y de la sangre de su madre. Y Wang Lung tuvo instantes de pánico. Luego, como un vino calmante, fluyó por sus venas un íntimo consuelo, y se dijo:

"La tierra no pueden quitármela. He puesto el sudor de mi frente y el fruto de mis campos en algo que perdura. Si tuviera plata, se la habrían llevado. Si con la plata hubiese comprado provisiones para almacenarlas, se las habrían llevado. Pero la tierra es mía aún."