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VII

En este tiempo, el tío de Wang Lung comenzó a dar la guerra que Wang Lung había previsto desde un principio que daría. Este tío era el hermano menor de su padre, y por todos los derechos del parentesco podía depender de Wang Lung si sus propios medios le eran insuficientes para si y para los suyos. Mientras Wang Lung y su padre fueron pobres y anduvieron mal nutridos, el tío hizo un esfuerzo para arrancar de su tierra lo necesario para alimentar a sus siete hijos, a su esposa y a sí mismo; pero una vez habían comido, nadie trabajaba. La mujer no se movía para barrer el suelo de la choza, ni los chiquillos para lavarse la cara. Era una vergüenza que según las niñas crecían, llegando hasta la edad de contraer matrimonio, continuasen correteando por las calles del pueblo, y en ocasiones incluso hablasen con hombres. Habiendo encontrado así un día a la mayor de sus primas, Wang Lung se sintió tan ofendido por la afrenta infligida a su familia, que se atrevió a ir ante la mujer de su tío y decirle:

– ¿Quien se va a casar con una muchacha como mi prima, a quien cualquier hombre puede hablar? Está en edad de contraer matrimonio desde hace tres años, y todavía corretea por ahí, y hoy he visto un holgazán del pueblo que le ponía la mano sobre el brazo, a lo que ella contestó con risotadas.

La mujer de su tío no tenía en el cuerpo más que una cosa activa: la lengua, y ahora la dejó ir con viveza atacando a Wang Lung:

– ¡Muy bien! ¿Y quién pagará la dote, y la boda, y el intermediario? Les es muy fácil hablar a los que tienen más tierra de la que pueden cultivar y aún pueden ir y comprar terrenos de las grandes familias con el dinero que les sobra, pero tu tío es un hombre de poca fortuna y siempre lo ha sido. Tiene un destino avieso, aunque sin culpa suya. El cielo lo quiere así. Donde otros pueden recolectar buen grano, a él se le muere la semilla en el surco y no germina más que la mala hierba. ¡Y eso aunque se rompa el espinazo labrando!

Empezó a gimotear con un llanto fácil y ruidoso, y se fue exaltando hasta convertirse en una furia.

– ¡Ah, tú no sabes lo que es un destino avieso! Mientras los campos de los demás producen buen trigo y buen arroz, los nuestros no dan más que hierbajos; mientras las casas de los demás aguantan cien años, la nuestra se tambalea como si la misma tierra se agitase bajo ella para destruirla; mientras otras mujeres tienen hijos, yo, aunque conciba un varón, doy a luz una hembra. ¡Ah, destino avieso!

Gritó tanto que las vecinas corrieron a las puertas de sus casas para ver y oír lo que pasaba. Wang Lung, sin embargo, se mantuvo firme, decidido a terminar lo que había venido a decir.

– De todas maneras -dijo-, y aunque no soy yo quién para pretender aconsejar al hermano de mi padre, voy a decir esto: que es mejor casar a una muchacha mientras es virgen, y que nunca se ha oído hablar de que una perra a la que se permite vagar por las calles no alumbrara un cachorro.

Habiendo hablado claramente, se alejó en dirección a su casa y dejó a la mujer de su tío vociferando. Tenía la intención de comprar este año más tierra de la Casa de Hwang, y más tierra año tras año según sus medios se lo permitieran; además soñaba con añadir otro cuarto a su casa y le indignaba que, -pues el y sus hijos se convertían en una familia rica-, esta descastada estirpe de sus primos fuese dando tumbos por ahí, llevando su mismo nombre.

Al día siguiente, su tío vino al campo donde él se hallaba trabajando. O-lan estaba ausente, porque diez lunas habían pasado desde que naciera el segundo hijo y ya tenía próxima una tercera maternidad. Esta vez no se encontraba muy bien y había estado unos días sin ir a los campos, donde Wang Lung trabajaba solo. Su tío se acercó caminando a lo largo de un surco. Siempre llevaba la ropa desabrochada y mal sujeta con el cinturón. Llegó donde Wang Lung trabajaba y se le quedó mirando mientras labraba una estrecha cinta de tierra junto a las judías que se hallaba cultivando. Al fin, Wang Lung dijo maliciosamente y sin levantar la cabeza:

– Le pido perdón, tío, por no detenerme en mi trabajo. Si estas judías han de dar rendimiento hay que cultivarlas, como usted sabe, dos y tres veces. Las suyas, indudablemente, están ya terminadas, pero yo soy lento…, un mal labrador… Nunca termino mi trabajo a tiempo para poder descansar.

El tío entendió perfectamente la ironía. Y dijo suavemente:

– Yo soy un hombre de destino avieso. Este año, de cada veinte judías sólo una ha germinado, y tan esmirriada que no vale la pena cultivarla. Tendremos que comprar judías este año si queremos comerlas.

Y suspiró profundamente.

Wang Lung se acorazó la sensibilidad. Sabía que su tío había venido a pedirle algo, y continuó trabajando en silencio. Finalmente, el tío empezó a hablar:

– Aquélla me explicó que tú te habías interesado por mi despreciable esclava mayor. Eres sabio para tus años. Todo lo que dijiste es cierto. Tendría que casarse. Cuenta ya quince años y hace tres o cuatro que puede concebir. Vivo en un eterno terror de que esto ocurra y traiga la vergüenza a nuestro nombre. ¡Imagínate que una desgracia así nos ocurriese a nosotros, a mí, el hermano de tu propio padre!

Wang Lung dejó caer el azadón con fuerza en la tierra. Le hubiera gustado poder hablar claramente. Le habría gustado poder decir:

– ¿Y por qué no la sujetáis, entonces? ¿Por qué no la obligáis a permanecer decentemente en la casa y limpiar, barrer, cocinar y hacer ropas para la familia?

Pero estas cosas no se podían decir a una persona de la vieja generación.

Guardó, pues, silencio, labró cuidadosamente en torno a una pequeña planta y esperó.

– Si hubiera sido mi feliz destino -continuó su tío fúnebremente- haberme casado con una mujer parecida a la de tu padre, que podía trabajar y al mismo tiempo concebir hijos, como hace tu propia mujer, y no con una como la mía, que no produce nada más que grasa ni da a luz otra cosa que hembras, con la sola excepción del holgazán de mi hijo, que es menos que un hombre por su holgazanería, entonces yo también sería ahora un hombre rico, como lo eres tú. Y entonces sería para mí un placer dividir mis bienes contigo. Casaría bien a tus hijas y colocaría a tu hijo como aprendiz en la tienda de un mercader, pagando la cuota de garantía. Y me encantaría hacer reparaciones en tu casa y alimentarte con lo mejor que tuviera; a ti, a tu padre y a tus hijos, porque para eso somos de la misma sangre.

Wang Lung contestó brevemente:

– Sabéis que no soy rico. Tengo cinco bocas que mantener y mi padre es viejo y no trabaja, pero come, y otra boca está naciendo en mi casa en estos mismos instantes.

Su tío replicó agriamente:

– ¡Eres rico, eres rico! Has comprado la tierra de la casa grande a sabe Dios qué elevado precio. ¿Existe otro hombre en el pueblo que pudiese hacer lo mismo?

Al oír esto, Wang Lung se enfureció. Tiró el azadón al suelo y empezó a gritarle a su tío:

– ¡Si tengo un puñado de plata es porque trabajo y mi mujer trabaja, y no perdemos el tiempo, como hacen algunos, en las mesas de juego y chismorreando a la puerta de nuestra casa mientras la maleza invade los campos y los hijos van a medio alimentar!

La sangre afluyó al rostro amarillo del tío, que se abalanzó contra Wang Lung y le abofeteó vigorosamente en ambas mejillas.

– ¡Eso por hablar así a la generación de tu padre! ¿Es que no tienes religión, ni moral, que tan abominable es tu conducta filial? ¿No has oído nunca decir que los Sagrados Edictos prohíben que un hombre corrija a sus mayores?

Wang Lung permaneció silencioso e inmóvil, consciente de su falta, pero furioso hasta el fondo de su alma contra este hombre que era su tío.

– ¡Repetiré tus palabras al pueblo entero! -exclamó el viejo con una voz aguda y rota por la rabia-. ¡Ayer atacaste mi casa y gritaste en la calle que mi hija no es virgen; y hoy me haces reproches a mí, a mí que, si tu padre muere, debo ser como un padre para ti! ¡Mis hijas podrían no ser vírgenes, pero de ninguna de ellas soportaría tal lenguaje!

Y repitió otras veces:

– ¡Se lo diré a todo el pueblo! ¡Se lo diré a todo el pueblo! Al fin, Wang Lung preguntó de mala gana:

– ¿Qué queréis que haga?

Hería su orgullo que este asunto fuese discutido en el pueblo. Al fin y al cabo, se trataba de su propia sangre.

Su tío cambió inmediatamente y su indignación desapareció. Sonriendo, puso una mano en el brazo de Wang Lung diciéndole:

– Buen muchacho… Buen muchacho… Tu tío te conoce… Tú eres mi hijo. Hijo, pon un poco de plata en esta vieja palma:… Diez piezas, o aunque sean nueve, y podré empezar a hacer tratos con un agente matrimonial para casar a mi esclava. ¡Ah, tienes razón! ¡Ya es tiempo, ya es tiempo!

Dio un suspiro, movió la cabeza y miró devotamente hacia el cielo.

Wang Lung recogió el azadón y lo volvió a lanzar.

– Venid a casa -dijo-. Yo no llevo plata encima, como un príncipe.

Y comenzó a andar; iba con una amargura en el alma que le dejaba sin palabras. Parte de la plata con la que había pensado comprar más tierra tenía que pasar a las manos de su tío, de donde caería en las mesas de juego.

Penetró en la casa, apartando de su paso a sus dos hijitos, que jugaban desnudos en la entrada. El tío acarició a los dos pequeñitos con fácil afecto.

– Sois dos hombrecitos -les dijo cogiendo a uno en cada brazo.

Pero Wang Lung no se detuvo. Entró en la habitación donde dormía con su mujer y la tercera criatura. La habitación estaba muy oscura y, excepto por la estría de luz que penetraba por el agujero, no podía ver nada. Pero el olor de sangre caliente, que tan bien recordaba, le salió al encuentro y gritó vivamente:

– ¿Qué es esto? ¿Te llegó la hora?

La voz de su mujer le contestó desde la cama con una debilidad que no le conocía:

– Ya pasó todo otra vez. Ahora sólo ha sido una esclava. No vale la pena mencionarla.

Wang Lung se quedó inmóvil. Un mal presentimiento cruzó su mente. ¡Una chica! Por una chica había ahora aquellas preocupaciones en casa de su tío.

Se dirigió sin replicar a la pared y tanteó buscando la aspereza que era la marca del escondite donde guardaba la plata. Sacó de el nueve piezas.

– ¿Para qué estas sacando la plata? -preguntó su mujer súbitamente en la oscuridad.

– Me veo obligado a prestársela a mi tío -replicó brevemente.

– Más vale no decir "prestar" cuando se trata de esa casa.

– Bien lo sé -contestó Wang Lung con amargura. Me destroza el corazón tener que dársela, y sin otra razón que el ser de la misma sangre.