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Nos dijo que al principio se había sentido sorprendida y muy dolida de que la despreciaran «simplemente por ser judía». Entonces tuvo por primera vez una sensación clara de que algo la separaba de la gente, que ella era de alguna manera distinta. Reflexionó sobre el tema, buscó información en libros y conversaciones y llegó a la conclusión de que justamente por eso la odiaban. Su opinión era que «nosotros, los judíos, éramos distintos a los demás» y que eso era lo más importante; ahí radicaba la diferencia y el origen del odio de la gente. También nos explicó que se le hacía muy extraño vivir siendo «consciente de esa diferencia», que sentía cierto orgullo y al mismo tiempo cierta vergüenza. Quería saber qué pensábamos nosotros sobre aquello que constituía nuestra diferencia y nos preguntó si sentíamos orgullo o vergüenza. Su hermana menor y Annamária no sabían qué responder. Yo tampoco me había planteado las cosas de ese modo. De todas formas, nosotros no podemos decidir sobre nuestras diferencias o similitudes; justamente para eso sirve la estrella amarilla, según mi parecer y así se lo di a entender. Pero ella se empeñaba, diciendo que las diferencias estaban «dentro de nosotros». Yo creo que importa más lo que llevamos por fuera. Durante largo rato intentamos aclarar el asunto: no sé por qué, la verdad es que yo no le daba tanta importancia. Sin embargo, había en sus palabras algo que me irritaba. A mí me parece que todo es mucho más sencillo. Claro, también quería destacar yo en la conversación. Un par de veces quiso intervenir Annamária, pero no pudo: nosotros dos no le hacíamos mucho caso.

Para defender mi opinión le puse un ejemplo sobre el cual había reflexionado simplemente, para matar el tiempo. Hacía poco, había leído una novela sobre un príncipe y un mendigo que, aparte de esta única diferencia, eran casi idénticos. Por pura curiosidad decidieron intercambiar sus destinos, convirtiéndose el mendigo en príncipe de verdad y el príncipe en mendigo. Le dije a la muchacha que, aunque no era muy probable que eso sucediera, tratara de imaginarse en una situación similar. Supongamos que le hubiera ocurrido cuando todavía era un bebé, cuando todavía no sabía hablar ni podía acordarse de nada; entonces podían haberla intercambiado con una niña de otra familia que no tuviera problemas raciales. Aquella otra niña sería entonces la que se sentiría diferente y llevaría la estrella amarilla correspondiente, mientras que ella se sentiría igual que los demás, y los demás también la considerarían así. De esta forma, ella no estaría preocupada por esa diferencia ni sería consciente de ella. Me pareció que la había impresionado porque primero calló y después abrió la boca, como si quisiera decir algo: sus labios se movían con lentitud y con una suavidad casi palpable. Sin embargo, no dijo nada, pero hizo algo mucho más extraño: rompió a llorar. Escondió su rostro tras sus brazos apoyados en la mesa y movió los hombros compulsivamente, una y otra vez. Yo estaba perplejo puesto que aquélla no había sido mi intención. Me incliné sobre ella, tocándole el cabello, el hombro y el brazo, y le pedí que no llorase. Ella, con una voz desesperada y quebradiza, comenzó a gritar que si nuestras características internas no tenían nada de importancia, entonces todo era una casualidad; que si ella podía ser diferente de lo que forzosamente era, entonces «nada tenía ningún sentido», y que aquello era un pensamiento «insoportable» para ella. Yo seguía muy confundido; en fin de cuentas, todo había sido culpa mía, aunque no hubiera sospechado nunca que aquellos pensamientos fuesen tan importantes para ella. Estuve en un tris de decirle que no se preocupara, que para mí todo aquello no tenía en realidad ningún interés, que yo no la despreciaba por ser judía. Menos mal que, enseguida, caí en la cuenta de lo ridículo que hubiera sido decir eso, y callé. Sin embargo, me molestaba no poder decirlo, porque en aquel instante estaba convencido de ello, independientemente de mi situación personal, casi por libre elección, por decirlo de alguna manera. Aunque es posible que en otra situación mi opinión hubiera sido distinta. No lo sé. También reconocí que no podía hacer la prueba. De todas formas, me sentía incómodo. No sé exactamente por qué razón pero por primera vez en mi vida sentí algo que quizá podría llamarse vergüenza.

Ya en la escalera me enteré de que mis sentimientos habían molestado a Annamária: parecía enfadada y estaba muy rara. Le dije algo pero ella no me respondió. La cogí del brazo, se apartó bruscamente de mí y me dejó solo.

Al día siguiente estuve esperándola toda la tarde pero no apareció. No pude subir a ver a las hermanas porque siempre habíamos ido juntos y seguramente me habrían preguntado por ella. Por otra parte, había reflexionado sobre lo que la hermana mayor me había dicho el domingo, y ahora estaba más de acuerdo con sus opiniones.

Annamária se presentó por la noche en casa del señor Fleischmann. Al principio estuvo muy recelosa conmigo. Su rostro sólo se suavizó un poco cuando, al preguntarme si había pasado bien la tarde en casa de las hermanas, le respondí que no había ido. Quería saber por qué. Le dije la verdad: sin ella no me gustaba ir, y eso pareció agradarle. Un poco después hasta quiso ir conmigo a ver los peces. Cuando regresamos, ya estábamos completamente reconciliados. Más tarde, hizo otra observación sobre el asunto: «Ésta ha sido nuestra primera pelea».