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Entre todos ellos, uno me llamó la atención. Ajeno a las conversaciones de los demás, se dedicó a leer un libro que traía. Era un hombre muy alto y delgado con una gabardina amarilla. Tenía barba de varios días y una boca fina entre unas pronunciadas arrugas que dibujaban en su rostro una expresión de tristeza. Estaba sentado en un extremo del banco, al lado de la ventana, con las piernas cruzadas, dándoles la espalda a los demás. Quizá por eso tuve la sensación de que parecía un experimentado viajero, sentado en un tren cualquiera, que consideraba inútiles las palabras, las preguntas o el contacto habitual entre casuales compañeros de viaje, y que soportaba la espera con resignación, hasta que llegáramos a nuestro destino.

Ya a media mañana, me había llamado la atención otro hombre mayor, de buen aspecto, bastante calvo y de cabello plateado en las sienes, que entró allí sin dejar de protestar. También preguntó si había teléfono y si podía hacer una breve llamada. El policía le informó que lo lamentaba pero que el aparato «sólo podía ser utilizado para el servicio». Con una mueca de disgusto, el hombre se calló.

Más tarde respondió a las preguntas de los demás, y me enteré de que, como nosotros, también pertenecía a una de las fábricas de Csepel; nos dijo que era un «experto» aunque no precisó en qué. En general, se mostraba muy seguro de sí mismo y, según mi parecer, su opinión era similar a la nuestra, sólo que a él la retención más bien le desagradaba. Observé que hablaba del policía con desdén, casi con desprecio. Dijo que el policía «probablemente obedecía una orden general» que «estaba ejecutando con demasiado empeño». Al mismo tiempo opinó que personas obviamente «más competentes» decidirían en el asunto y expresó su confianza en que eso ocurriría lo antes posible. Luego, no volví a oírle y hasta me olvidé de él. Por la tarde volvió a llamar mi atención; yo estaba también muy cansado y me di cuenta de su conducta impaciente: se sentaba, se volvía a levantar, cruzaba los brazos por delante y por detrás, miraba mucho el reloj…

Había otro hombrecito raro, de nariz pronunciada, que llevaba una mochila enorme, pantalones de golf y unas botas descomunales; hasta su estrella amarilla parecía más grande que las otras. Estaba muy preocupado y se quejaba continuamente de su «mala suerte». Lo recuerdo bien porque su historia -que repitió varias veces- era sencilla. Para poder visitar a su madre, «muy enferma», que vivía en un pequeño pueblo de la isla de Csepel, había conseguido un permiso especial de las autoridades. Lo tenía todo en orden y llegó incluso a mostrarnos los papeles. El permiso era válido para el día en cuestión, hasta las dos de la tarde. Sin embargo, le había surgido algo que «no permitía demora alguna», nos dijo, «un asunto de negocios». No tuvo más remedio que acudir a una oficina donde había mucha gente, con lo cual se retrasó. Aunque pensaba que ya no podría hacer el viaje, cogió el tranvía, a toda prisa, para llegar a la parada de donde salen los autobuses. Al llegar se dio cuenta de que no podría hacer el viaje de ida y vuelta en el plazo permitido y que era arriesgado partir. Sin embargo, en la parada estaba todavía el autobús de las doce. Entonces, según su explicación, pensó: «¡Con el trabajo que me ha costado conseguir el papel! Y mi pobre madre también me está esperando». Nos contó que su anciana madre les causaba muchos quebraderos de cabeza a él y a su mujer. Hacía tiempo que le rogaban que se fuera a vivir con ellos, a la ciudad, pero la madre se resistía, hasta que ya fue demasiado tarde. El hombre movía la cabeza de un lado a otro, mientras nos contaba que la pobre mujer sólo quería salvar su casa a cualquier precio «y no tiene siquiera cuarto de baño», observó. Pero tenía que aceptarlo, puesto que se trataba de su madre. La pobre era ya muy anciana y estaba enferma. Nos dijo que sentía que no debía desaprovechar la ocasión, que «no se lo podía permitir». Así pues, finalmente se decidió a subir al autobús. Al recordarlo, se calló un momento; levantó los brazos y los dejó caer, con un gesto de inseguridad, al tiempo que miles de arrugas dubitativas y minúsculas se dibujaron en su frente: parecía un roedor triste caído en una trampa.

Nos preguntó si pensábamos que todo aquello podría causarle algún problema; si tendrían en cuenta que él no habría sido el culpable de superar el límite de tiempo permitido. También le preocupaba lo que pensaría su madre al ver que no llegaba, y su mujer y sus dos hijos si no regresaba a casa a las dos. Por las miradas que le dirigía, me di cuenta de que esperaba la opinión del Experto, alguna frase de la boca de ese hombre tan respetable. Éste, sin embargo, no le hacía mucho caso; no dejaba de dar golpecitos con su cigarrillo en la tapa decorada con letras y arabescos de su pitillera de plata reluciente. Su expresión reflejaba recogimiento y concentración en algún pensamiento lejano; parecía no enterarse de nada. Entonces el otro se volvió a quejar de su mala suerte, diciendo que si hubiese llegado cinco minutos más tarde a la parada, ya no habría podido coger el autobús del mediodía ni ningún otro, y que por culpa de aquellos «cinco escasos minutos» estaba aquí, en lugar de en su casa.

También me acuerdo del hombre con cara de foca: era un individuo corpulento, con bigote negro y tupido, que llevaba gafas de montura dorada, y solicitaba «hablar en privado» con el policía. Cada vez que lo hacía, se apartaba de los demás y se retiraba junto a la pared o la puerta. «Señor comisario -decía con una voz ahogada y ronca-, ¿podría hablar con usted a solas?» También utilizaba la fórmula: «Por favor, señor comisario… sólo unas cuantas palabras, si me permite…». Finalmente logró que el policía le preguntara qué quería. Pero entonces él pareció dudar; sus ojos desconfiados recorrieron la sala desde detrás de sus gafas. Estaba cerca de mí, en un rincón de la sala, pero no oí sus palabras pronunciadas en voz baja: parecía explicar algo. Luego, con una sonrisa dulce, como de complicidad, se acercó al policía, primero un poco y después inclinándose totalmente sobre él. Hizo entonces un gesto extraño: parecía querer sacar algo de su bolsillo interior; como su gesto reflejaba cierta importancia, pensé que quería presentarle al policía algún papel o documento especial o adicional. No pude saber de qué se trataba, puesto que interrumpió el gesto, aunque no abandonó del todo su postura; la dejó como inacabada, olvidada, suspendida antes de llevarla a cabo. Su mano buscó, palpó y recorrió su pecho por fuera. Parecía una enorme araña peluda o, mejor aún, un pequeño monstruo marino intentando encontrar el camino para meterse en el interior del abrigo. Seguía hablando sin parar y no había abandonado su sonrisa. Todo duró unos cuantos segundos, nada más. Luego, el policía cortó la conversación con visible decisión, casi con enfado; aunque yo no comprendía exactamente qué pasaba, de alguna manera difícil de determinar tenía la sensación de que su comportamiento era, en cierta medida, sospechoso.

Apenas me acuerdo de las otras caras, de los otros acontecimientos. Según pasaba el tiempo, mis observaciones también se hacían menos agudas. Sin embargo, puedo afirmar que a nosotros, los muchachos, el policía nos seguía tratando con mucha simpatía. Con los adultos lo era menos, según pude apreciar. Por la tarde él también parecía ya agotado, como todos. Se pasaba el tiempo tomando el fresco con nosotros o encerrado en su despacho, sin hacer caso de los autobuses que iban pasando. A veces, oía que trataba de arreglar algo por teléfono y nos informaba del resultado. «No hay nada todavía», decía, con una expresión de desánimo. Recuerdo que poco después del mediodía llegó un compañero suyo, otro policía, quien aparcó su bicicleta junto al muro. Ambos se encerraron en el despacho durante un rato. Después salieron y se despidieron, estrechando sus manos durante unos segundos. No dijeron nada pero meneaban la cabeza y se miraban como lo hacían los comerciantes; yo los había observado en la oficina de mi padre, cuando hablaban de los tiempos difíciles y lo mal que marchaban los negocios. Comprendí enseguida que eso no era probable en el caso de los dos policías; sin embargo, su expresión me evocaba esos recuerdos: la misma desgana y la misma preocupación, la misma resignación frente a un destino irremediable. Luego, me venció el cansancio; sólo recuerdo que empecé a aburrirme y que tenía calor y sueño.

En resumidas cuentas, las nuevas órdenes llegaron alrededor de las cuatro. De acuerdo con ellas, teníamos que presentarnos ante la «autoridad suprema» para que revisaran nuestros documentos. Seguramente le habían informado por teléfono, puesto que desde su despacho habíamos oído sonidos y voces que delataban cierta prisa y algunos cambios. El aparato había sonado en repetidas ocasiones, y él también había telefoneado varias veces. Nos dijo que no le habían comunicado nada en concreto, pero que él pensaba que se trataría de alguna formalidad, dado que nuestra situación era, desde el punto de vista legal, tan clara y evidente.

Nos encaminamos hacia la ciudad en filas de tres, desde varios puntos a la vez, según comprobé más tarde. Al cruzar el puente, nos encontramos con otros grupos, más o menos numerosos, de personas, todas ellas con estrellas amarillas y acompañadas por uno, dos o incluso tres policías. Entre los acompañantes de uno de los grupos reconocí al policía de la bicicleta. Los policías hacían siempre el mismo saludo breve y oficial, como si hubiesen estado esperando los encuentros. Entonces comprendí el sentido de las llamadas telefónicas previas que habían mantenido ocupado a nuestro policía: seguramente habían estado calculando y ajustando los tiempos oportunos. Al final, descubrí que caminaba en medio de una multitud considerable, rodeada a cierta distancia por los policías.

Así marchamos por la carretera, durante bastante tiempo. Era una bonita y clara tarde de verano; las calles estaban como a esa hora solían estarlo, repletas de colorido y gente, aunque yo lo veía todo un poco borroso. Como íbamos por caminos y calles que no conocía bien me desorienté. Me llamaba la atención la multitud, las calles, el tráfico y, sobre todo, la dificultad para avanzar en filas cerradas, con lo que terminé cansándome muy pronto.

De todo aquel largo camino sólo recuerdo la curiosidad furtiva, poco decidida, casi vergonzosa que nuestro desfile provocaba en el público apostado en las aceras. Aquello me divirtió al principio, pero después perdí todo interés en seguir observándolos.

Avanzábamos por una concurrida avenida, en un barrio periférico en medio del fuerte ruido producido por el excesivo tráfico; sin saber cómo, de repente nos encontramos ante un tranvía. Nos vimos obligados a detenernos, para esperar que pasara, y entonces me fijé en el movimiento rápido de una prenda amarilla, más adelante, entre las nubes de polvo, el ruido y el gas de escape de los vehículos; era el Viajero. Un salto largo fue suficiente para que desapareciera entre el ir y venir de la gente y de los coches. Me quedé perplejo porque esa actitud no encajaba con su comportamiento anterior. Sentí también una sorpresa casi alegre por la sencillez de un acto: un par de hombres decididos lo siguieron sin titubear, entre la multitud. Miré alrededor, como si se tratara de un juego, ya que no veía razón alguna para escapar aunque hubiera tenido la ocasión de hacerlo. De todos modos, el sentimiento del honor resultó ser más fuerte y, cuando los policías establecieron el orden en nuestras filas, éstas se cerraron otra vez alrededor.