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Seguimos andando. Entonces todo ocurrió con gran rapidez, de una manera inesperada y un tanto sorprendente. Tras doblar una esquina, tuve la sensación de que estábamos llegando a nuestro destino, porque el camino continuaba entre las dos hojas de un enorme portón abierto. Advertí que, en lugar de policías, nos acompañaban ahora otros hombres uniformados que parecían militares. Llevaban una pluma en la visera del gorro. Eran policías militares. Nos condujeron por laberintos de caminos, entre edificios grises, más y más adentro, hasta que llegamos a una enorme plaza con guijarros blancos, que parecía el patio de un cuartel.

Entonces apareció un hombre alto de aspecto imponente que se dirigió hacia nosotros desde un edificio contiguo. Llevaba botas altas y un uniforme ceñido, con estrellas doradas y un cinto de cuero que le cruzaba el pecho en diagonal. En una mano llevaba una pequeña fusta como las que se utilizan para montar a caballo, con la que golpeaba continuamente sus botas brillantes de charol. Un minuto más tarde, mientras esperábamos, inmóviles y formados en filas, comprobé que era un hombre bastante guapo, fuerte y atlético. Me recordó a los héroes de las películas: atractivo, con rasgos viriles y un fino bigote castaño, cortado impecablemente a la moda, que lucía de maravilla en medio de su rostro bronceado.

Cuando llegó a nuestra altura, el grito de «firmes» de los guardias nos paralizó a todos. De lo demás, sólo conservo dos fugaces impresiones. En primer lugar, la voz del hombre del látigo, que me sorprendió porque contrastaba con su cuidado aspecto, quizá fue por eso que no pude retener mucho de lo que decía. Comprendí, sin embargo, que esperaría hasta el día siguiente para proceder a «examinar» nuestros casos, según nos dijo. Luego se dirigió a los guardias y les ordenó, con una vozarrona que llenó todo el patio, que hasta entonces se llevaran a «toda esa banda de judíos» al sitio más apropiado para ellos, o sea los establos, y que nos encerraran allí durante la noche. Mi segunda impresión resultó del caos producido por los agudos gritos de los guardias, repentinamente espabilados, que trataban de sacarnos de allí. No sabía por dónde ir y sólo recuerdo que me entraron ganas de reír, por una parte debido a la situación inesperada, confusa y a la sensación de estar participando en una obra de teatro sin sentido, en la cual mi papel me era en parte desconocido y, por otra, por la breve visión que tuve de la cara de mi madrastra cuando se diera cuenta de que yo no llegaría a la hora de la cena.