Sí, se expresaba como una profesora de lengua y literatura. Patrick habría dicho que el final de Stuart Little es una especie de segundo comienzo. Uno tiene la sensación de que a Stuart le aguarda otra aventura con cada nuevo viaje.
– Es un libro para chicos -le dijo Sarah.
Patrick supuso que también a los ratones podría gustarles. Ninguno de los dos deseaba hacer el amor, pero lo habrían hecho si uno de ellos lo hubiera deseado. Como si fuese un niño pequeño, Wallingford prefería que ella le leyera, y por el momento Sarah Williams se sentía más maternal que interesada por el sexo. Además, ¿cuántos adultos desnudos, desconocidos y en una habitación de hotel con las cortinas corridas en pleno día leían en voz alta a E. B. White? Incluso Wallingford habría admitido que le gustaba la peculiaridad de la situación. Sin duda era más peculiar que hacer el amor.
– No te detengas, por favor -le dijo Wallingford a la señora Williams, como podría habérselo dicho a una mujer que estuviera montada sobre él-. Sigue leyendo. Si empiezas La telaraña de Charlotte yo lo terminaré, te leeré el final.
Sarah se había movido un poco en la cama, y ahora el pene de Patrick le rozaba la parte posterior de los muslos, mientras que el muñón le tocaba las nalgas. Es posible que Sarah se preguntase cuál era uno y cuál el otro, a pesar del distinto tamaño, pero ese pensamiento los habría conducido a una experiencia mucho más ordinaria.
Cuando Mary le llamó por teléfono, interrumpió la escena de La telaraña de Charlotte en la que la araña, Charlotte, prepara al cerdo Wilbur para que encaje su muerte inminente.
«¿Qué es la vida, al fin y al cabo? -pregunta Charlotte-. Nacemos, vivimos un poco, morimos. Es inevitable que la vida de una araña sea más bien un asco, con tanto atrapar y comer moscas.»
En aquel momento sonó el teléfono, y Wallingford asió con más fuerza uno de los senos de Sarah. Ésta, irritada por la llamada, descolgó el auricular y preguntó con aspereza:
– ¿Quién es?
– ¿Y usted quién es? -replicó Mary, alzando la voz para que Patrick la oyera.
Él soltó un bufido.
– Dile que eres mi madre -susurró Wallingford al oído de Sarah. (Por un momento se avergonzó al recordar que la última vez que había usado ese recurso su madre aún vivía.)
– Soy la madre de Patrick Wallingford, querida -dijo Sarah-. ¿Y tú quién eres?
La familiar expresión «querida» hizo que Wallingford pensara de nuevo en Evelyn Arbuthnot.
Mary colgó. La señora Williams siguió leyendo el penúltimo capítulo de La telaraña de Charlotte, que termina así: «Nadie estaba con ella cuando murió».
Sin contener los sollozos, Sarah entregó el libro a Patrick. Él le había prometido leerle el último capítulo, sobre el cerdo Wilbur: «Y así Wilbur volvió a casa, a su querido montón de estiércol…», y lo leyó sin emoción, como si fuese el noticiario. (Era mejor que el noticiario, pero ésa es otra historia.) Cuando Patrick terminó de leer, dormitaron hasta que en el exterior estuvo oscuro; sólo despierto a medias, Wallingford apagó la luz de la mesilla de noche y la oscuridad también invadió la habitación. Permaneció tendido e inmóvil. Sarah Williams le abrazaba, y sus senos le presionaban los omóplatos. El firme pero suave abultamiento de su abdomen se ceñía a la curva de la parte inferior de su espalda, le rodeaba la cintura con un brazo y le asía el pene con algo más de fuerza de lo que sería cómodo, pero aun así él se quedó dormido.
Es probable que hubieran dormido durante toda la noche. Por otro lado, tal vez se habrían despertado poco antes del amanecer y habrían hecho el amor intensamente en la semipenumbra, quizá porque ambos sabían que no volverían a verse jamás. Pero poco importa lo que habrían hecho, porque sonó el teléfono de nuevo.
Esta vez respondió Wallingford. Sabía quién era; incluso dormido, había esperado la llamada. Le había contado a Mary los pormenores de la muerte de su madre, y le sorprendió que ella hubiera tardado tanto tiempo en recordarlo.
– Está muerta. ¡Tu madre está muerta! ¡Tú mismo me lo dijiste! ¡Murió cuando ibas a la universidad!
– Eso es cierto, Mary.
– ¡Estás enamorado de otra! -exclamó Mary, sollozando. Naturalmente, Sarah la oyó.
– Eso también es cierto -respondió él. No veía ninguna razón para explicarle que no era de Sarah Williams de quien estaba enamorado. Mary llevaba demasiado tiempo incordiándole.
– Es la misma joven de antes, ¿verdad? -le preguntó Sarah. El sonido de su voz, tanto si la había entendido como si no, bastó para que Mary estallara de nuevo.
– ¡Parece lo bastante mayor para ser tu madre! -gritó Mary.
– Mary, por favor…
– Ese gilipollas de Fred te está buscando, Pat. ¡Todo el mundo te busca! ¡No puedes irte un fin de semana sin dejar un número de teléfono! ¡Tienes que estar localizable! ¿Es que estás buscando que te despidan?
Ésa fue la primera vez que Wallingford pensó en la posibilidad de intentar que lo despidieran. En la habitación del hotel a oscuras, la idea brillaba tanto como el despertador digital sobre la mesilla de noche.
– Sabes lo que ha ocurrido, ¿no? -le preguntó Mary-. ¿O has estado follando tanto que ni te has enterado de la noticia?
– No he estado follando.
Patrick sabía que decir eso era una provocación. Al fin y al cabo, Mary era periodista. Llegar a la conclusión de que Wallingford se había pasado el fin de semana haciendo el amor con una mujer en una habitación de hotel era bastante fácil. Como la mayoría de los periodistas, Mary había aprendido a extraer sus fáciles conclusiones con rapidez.
– No esperarás que me lo crea, ¿verdad? -inquirió ella.
– Empieza a tenerme sin cuidado que me creas o no, Mary.
– Ese gilipollas de Fred…
– Por favor, dile que mañana estaré de vuelta.
– Estás intentando que te despidan, ¿no es cierto? -replicó Mary, y otra vez fue la primera en colgar.
Por segunda vez, Wallingford acarició la idea de hacer lo posible para conseguir el despido. No sabía por qué esa idea brillaba tanto en la oscuridad.
– No me habías dicho que estuvieras casado le dijo Sarah Williams.
La mujer ya no estaba en la cama. Él la oía, pero sólo la veía vagamente, mientras se vestía en la habitación a oscuras.
– No, no estoy casado.
– Supongo que es una novia especialmente posesiva.
– No, no es mi novia. Nunca hemos hecho el amor. No tenemos esa clase de relación.
– No esperarás que me lo crea -dijo Sarah. (Los periodistas no son los únicos que extraen rápidamente sus fáciles conclusiones.)
– Me ha gustado de veras estar contigo -le dijo Patrick, procurando cambiar de tema. También él era sincero. Pero la oyó suspirar; incluso a oscuras se daba cuenta de que ella dudaba de su sinceridad.
– Si decido abortar, quizá serías tan amable de acompañarme -aventuró Sarah Williams-. Si quisieras, tendrías que volver aquí dentro de una semana.
Tal vez quería darle más tiempo para que pensara en ello, pero Wallingford pensaba en la probabilidad de que lo reconocieran: EL HOMBRE DEL LEÓN ACOMPAÑA A UNA MUJER SIN IDENTIFICAR A UNA CLÍNICA DE ABORTOS, o un titular parecido.
– Se me hace muy cuesta arriba estar sola en esos momentos, pero supongo que no es como fijar una cita para pasarlo bien -siguió diciéndole Sarah.
– Pues claro que te acompañaré -replicó Patrick, pero ella reparó en su titubeo-. Si lo deseas, iré contigo. -Él mismo se dio cuenta de lo insincero que parecía. ¡Naturalmente que lo deseaba! Era ella quien se lo había pedido-. Sí, de acuerdo, iré contigo -dijo Patrick, empeorando más las cosas.
– No te preocupes -replicó Sarah-. Ni siquiera me conoces.
– Quiero ir contigo -le mintió Patrick, pero ella ya había zanjado el asunto.
– No me dijiste que estabas enamorado de alguien le acusó Sarah.
– No importa, ella no me quiere.
Wallingford sabía que Sarah Williams tampoco se creería eso. Ella había terminado de vestirse, y Patrick pensó que tanteaba en busca de la puerta. Encendió la luz de la mesilla de noche. Le cegó por un momento, pero pudo ver que Sarah desviaba la cara de la luz. Abandonó la habitación sin mirarle. Él apagó la luz y permaneció desnudo en la cama. La idea de intentar que le despidieran aún brillaba en la oscuridad.
Wallingford supo que a Sarah Williams le había afectado algo más que la llamada telefónica de Mary. A veces es más fácil confiar a un desconocido las cosas más íntimas, y el mismo Patrick lo había hecho. ¿Y no le había tratado Sarah con cariño maternal durante todo un día? Lo menos que podía hacer era acompañarla cuando le practicaran el aborto. ¿Qué importaba que alguien le reconociera? El aborto era legal, y él creía que debía serlo. Lamentó su vacilación anterior.
Así pues, cuando Wallingford llamó a recepción para pedir que le despertaran a una hora determinada, pidió también que le comunicaran con la habitación de Sarah, pues desconocía el número. Quería proponerle que tomaran juntos un bocado. Sin duda algún local de Harvard Square aún estaría abierto, sobre todo un sábado por la noche. Quería convencerla de que le permitiera acompañarla a la clínica, y le parecía que sería mejor intentar persuadirla durante la cena.
Pero en la recepción le informaron de que no había en el hotel ninguna clienta que se llamara Sarah Williams.
– Debe de haberse marchado hace un momento -dijo Patrick.
Se oyó el sonido de unos dedos sobre el teclado de un ordenador. Wallingford imaginó que, en el nuevo siglo, probablemente ése será el último sonido que todos oiremos antes de morir.
– Lo siento, señor-le dijo la recepcionista-. Aquí nunca se ha alojado una persona llamada Sarah Williams.
Wallingford no se sorprendió demasiado. Más tarde llamaría al departamento de lengua y literatura inglesas de la Universidad Smith, y tampoco se sorprendería al descubrir que allí no enseñaba nadie que respondiera al nombre de Sarah Williams. Era cierto que le había parecido una profesora adjunta de lengua inglesa cuando le habló de Stuart Little , y era posible que diera clases en Smith, pero no se llamaba Sarah Williams.
Quienquiera que fuese, era evidente que le había molestado la idea de que Patrick engañaba a otra mujer, o que había en su vida otra mujer y se sentía engañada. Era posible que ella engañara a alguien, o que la hubieran engañado. Lo del aborto parecía cierto, como su temor a la muerte de sus hijos y nietos. Patrick había percibido un solo titubeo en su voz, cuando le dijo su nombre.