Изменить стиль страницы

10. El intento de conseguir el despido

La mezcla de éxtasis y duelo causada por la nueva tragedia de la familia Kennedy llevaba casi una semana en el primer plano de la actualidad cuando Wallingford intentó, sin conseguirlo, prepararse para un improvisado fin de semana con la señora Clausen y el pequeño Otto en la casita del lago. El telediario del viernes, una semana después de que la avioneta de Kennedy cayera al mar, sería el último antes de que Patrick viajara al norte, aunque no podría conseguir un vuelo desde Nueva York que conectara con Green Bay hasta el sábado por la mañana. No había ninguna manera óptima de viajar a Green Bay.

El noticiario del jueves por la noche fue bastante malo. Ya no sabían qué decir, y una indicación evidente de ello fue la entrevista que le hizo Wallingford a una crítico feminista a quien nadie hacía caso. (Incluso Evelyn Arbuthnot la había dejado ex profeso al margen.) La mujer había escrito un libro sobre la familia Kennedy en el que afirmaba que todos los hombres eran misóginos. No le sorprendía que un joven Kennedy hubiera matado a dos mujeres en su avioneta.

Patrick pidió que omitieran la entrevista, pero Fred creía que aquella autora hablaba en nombre de muchas mujeres. A juzgar por la brusca reacción de las periodistas en la redacción neoyorquina, la crítico feminista no hablaba en nombre de ellas. Wallingford, siempre indefectiblemente cortés como entrevistador, tuvo que hacer un esfuerzo por mantener las formas.

La mujer se refería una y otra vez a la «fatal decisión» del joven Kennedy, como si su vida y su muerte hubiesen sido una novela. «Partieron tarde, estaba oscuro, había niebla, sobrevolaban el mar y John-John tenía una experiencia limitada como piloto.

Con un atisbo de sonrisa en su apuesto rostro y una expresión reveladora de que la señora no le convencía, Patrick pensaba que todo eso no era nuevo. También le parecía reprensible que aquella arrogante mujer llamara una y otra vez «John-John» al difunto.

– Ha sido víctima de su propio pensamiento viril, el síndrome masculino de los Kennedy -comentó la escritora-. Está claro que John-John obedecía a los impulsos de la testosterona. Todos son así.

– Todos… -fue lo único que Wallingford acertó a decir.

– Ya sabe lo que quiero decir -replicó ella-. Los hombres del lado paterno de la familia.

Patrick echó un vistazo al apuntador electrónico, donde reconoció las que debían ser sus siguientes observaciones, destinadas a conducir a la entrevistada a la afirmación todavía más dudosa de la «culpabilidad» de los jefes de Lauren Bessette en Morgan Stanley. Que sus jefes la hubieran obligado a quedarse hasta muy tarde «aquel viernes fatal», como lo llamaba la crítico feminista, era otro de los motivos de que la avioneta se hubiera estrellado.

Pero acompañaba a la mujer un agente de prensa, a quien Fred halagaba por razones desconocidas. El agente de prensa quería que Wallingford formulara la pregunta tal como estaba escrita, puesto que la demonización de Morgan Stanley era el siguiente objetivo de la crítico y Wallingford (con fingida inocencia) tenía que prepararle el terreno para lanzar su ataque.

– No tengo claro que John F. Kennedy hijo estuviera «impulsado por la testosterona» -dijo Patrick, saliéndose del guión-. Desde luego, no es usted la primera persona a la que oigo decir eso, pero yo no le conocí, y usted tampoco. Lo que está claro es que hemos hablado de su muerte hasta la exasperación. Creo que deberíamos tener un poco de dignidad y no insistir más en ello. Es hora de seguir adelante.

Wallingford no esperó la reacción de la mujer insultada. Le quedaba un minuto de programa, pero había un amplio montaje de imágenes de archivo. Puso fin bruscamente a la entre vista diciendo, como tenía por costumbre: «Buenas noches, Doris. Buenas noches, mi pequeño Otto». Entonces emitieron las ubicuas imágenes de archivo; poco importaba que la presentación fuese un poco desordenada.

Los espectadores del canal de noticias internacionales, fatigados ya de la insistencia en el duelo, volvieron a ver las imágenes repetidas hasta la saciedad: las tomas del barco meciéndose en el agua, de la subida a bordo de los cadáveres, una imagen totalmente gratuita de la iglesia de Santo Tomás Moro y otra de un sepelio en el mar, a falta del sepelio verdadero. Las últimas imágenes del montaje, cuando expiraba el tiempo, eran de Jackie recién estrenada en la maternidad, con el pequeño John en brazos, la mano en la nuca del recién nacido, su pulgar triplicando el tamaño de la minúscula oreja del bebé. El peinado de Jackie había pasado de moda, pero las perlas eran atemporales y la sonrisa que la caracterizaba estaba intacta.

Wallingford pensó que parecía muy joven. (Y lo era… ¡las imágenes se remontaban a 1961!)

Le estaban desmaquillando cuando Fred se le acercó para echarle un rapapolvo.

– Se te ha ido la mano, Pat -le dijo, dejando en el aire si era consciente de que esta manera de referirse a la torpeza del presentador podía tener más de una interpretación. No esperó a que Wallingford le replicara.

Un presentador debía tener libertad para decir la última palabra. Lo que indicaba el apuntador electrónico no era sacrosanto. Fred debía de tener otros motivos de irritación. Pero a Patrick no se le había ocurrido que, entre sus colegas periodistas, cuanto tenía que ver con el joven Kennedy era sacrosanto. Su negativa a participar en la cobertura informativa de lo ocurrido demostraba a los directivos que había perdido el entusiasmo por su profesión.

– Me ha gustado lo que has dicho, ¿sabes? -le comentó a Patrick la joven maquilladora-. Creo que era necesario decirlo.

Era la muchacha que parecía estar encaprichada de él y que había vuelto de sus vacaciones. El aroma de goma de mascar se mezclaba con su perfume; su olor y lo cerca que la joven estaba de su cara recordaron a Wallingford la mezcla de olores y el calor en un baile de adolescentes en el instituto. No se había sentido tan excitado desde la última vez que estuvo con Doris Clausen.

La atracción que sentía hacia ella le tomó desprevenido. La deseaba de improviso y sin ninguna reserva. Sin embargo, salió con Mary y fueron a casa de ella, sin molestarse en cenar.

– ¡Bueno, esto sí que es una sorpresa! -observó Mary, mientras hacía girar la llave en la primera de las dos cerraduras.

El pequeño piso tenía una vista parcial del East River. Wallingford no estaba seguro, pero creía que se encontraban en la calle Cincuenta y dos Este. Había estado atento a Mary, sin fijarse en su dirección. Había esperado ver su apellido en alguna parte, pues recordar el apellido de la joven le habría hecho sentirse un poco mejor, pero ella no se detuvo para abrir el buzón, y no había cartas esparcidas por el suelo, al otro lado de la puerta, ni siquiera sobre el desordenado escritorio.

Mary revoloteó de un lado a otro, corriendo cortinas y reduciendo la intensidad de las luces. El sofá y los sillones de la sala de estar tenían una tapicería de colores y dibujos vistosos; la sala era tan pequeña que producía claustrofobia, y estaba festoneada por las prendas de Mary. Era uno de esos apartamentos de un solo piso sin espacio para el ropero, y estaba claro que a Mary le gustaban los vestidos.

En el dormitorio, donde se amontonaban más vestidos, Wallingford reparó en el estampado floral de la colcha, un poco infantil para Mary, y al igual que el árbol del caucho que ocupaba demasiado espacio en la diminuta cocina y la lámpara sobre la cómoda baja y ancha, uno de esos cilindros giratorios con un dibujo móvil en la superficie, debía de ser una reliquia de sus tiempos de estudiante. No había ninguna fotografía, y esa ausencia significaba que no había desempaquetado sus pertenencias después del divorcio.

Mary le invitó a usar primero el baño. Le llamó a través de la puerta cerrada, de modo que él no pudiera tener ninguna duda acerca de la infatigable seriedad de sus intenciones.

– Tengo que felicitarte, Pat… el momento no podía ser más adecuado. ¡Estoy ovulando!

Él le dio una respuesta ininteligible porque se estaba extendiendo dentífrico sobre los dientes con un dedo; el dentífrico de ella, claro. Abrió el botiquín en busca de medicamentos, algo donde figurase el apellido de Mary, pero no encontró nada. ¿Cómo era posible que una mujer que se había divorciado recientemente y trabajaba en la ciudad de Nueva York no tomara ninguna clase de medicamento?

En opinión de Patrick, Mary siempre había tenido un aire algo biónico. Sólo había que ver su piel impoluta, su cabello rubio sin adulterar, sus prendas de vestir serias pero atractivas y sus dientes pequeños y perfectos. Incluso su simpatía, si realmente la había conservado. (Sería más apropiado decir la simpatía que tuvo antes.) ¿Pero no tomaba ningún fármaco? Tal vez aún no había desempaquetado los medicamentos desde el divorcio.

Mary le había preparado la cama, y parecía como si una doncella del hotel hubiera doblado hacia abajo el cobertor. Luego dejó encendida la luz del baño, con la puerta entre abierta. Aparte de esa luz, el dormitorio sólo estaba iluminado por las ondulaciones rosadas de la lámpara en la mesilla de noche, que arrojaba sombras móviles sobre el techo. Dadas las circunstancias, era inevitable que Patrick considerase los movimientos protozoicos de la lámpara como indicadores de la porfiada fertilidad de Mary.

De improviso ella le dijo que había tirado todos sus medicamentos dos meses atrás, y que ahora no tomaba nada. «Ni siquiera para los calambres», puntualizó. En cuanto quedara encinta, prescindiría del alcohol y el tabaco.

Wallingford apenas tuvo tiempo de recordarle que estaba enamorado de otra mujer.

– Lo sé, no importa -replicó Mary.

Ella hacía el amor con tal firmeza que Wallingford no tardó en sucumbir. Sin embargo, la experiencia no tenía comparación con la embriagadora manera en que le montó la señora Clausen. Él no quería a Mary, y ésta sólo quería la vida que, en su imaginación, le aguardaba cuando tuviera el niño. Tal vez ahora podrían ser amigos.

El hecho de que Wallingford no se diera cuenta de que estaba volviendo a sus viejos hábitos es una prueba de su confusión moral. Haber actuado de acuerdo con el repentino deseo que le inspiraba la joven maquilladora, habérsela llevado a la cama, habría supuesto el retorno a su anterior vida licenciosa. Pero en el caso de Mary se había limitado a aceptar. Si ella quería un hijo suyo, ¿por qué no complacerla?

Le consolaba haber localizado la única parte no biónica de la joven, una zona de vello rubio cerca de la rabadilla. La besó allí antes de que ella se diera la vuelta para dormir. Dormía boca arriba y roncaba ligeramente, las piernas elevadas sobre algo que Wallingford reconoció como los vistosos cojines del sofá de la sala. (Al igual que la señora Clausen, Mary no corría ningún riesgo debido a la fuerza de la gravedad.)