Obedeciendo a un impulso, Wallingford descolgó el auricular y marcó el número de su casa de verano en Bridgehampton. Una mujer que, a juzgar por su tono, parecía histérica, se puso al aparato. Era Crystal Pitney. Éste era su apellido de casada, pero Patrick no recordaba cuál era su apellido cuando se acostaba con ella. Recordaba, eso sí, que había algo raro en su manera de hacer el amor, pero no sabía con precisión qué era.
– ¡Patrick Wallingford no está aquí! -gritó Crystal, en vez de responder con el saludo habitual-. ¡Aquí nadie sabe dónde está!
Patrick oyó el ruido de fondo de la televisión. El sonido monótono, familiar, a medias serio, estaba puntuado por ocasionales arranques de las mujeres.
– ¿Diga? -respondió Crystal Pitney. Wallingford guardó silencio-. ¿Quién es usted, un tío raro? ¡Es uno de esos que sólo respiran! -anunció la enfurecida señora Pitney a las demás mujeres.
Entonces Wallingford recordó su peculiaridad. Antes de acostarse juntos por primera vez, Crystal le advirtió de antemano que tenía una extraña anomalía respiratoria. Cuando se quedaba sin aliento y no le llegaba suficiente oxígeno al cerebro, empezaba a tener visiones y, en general, se volvía un poco loca. Esto último era un eufemismo. Crystal se quedó enseguida sin aliento, y antes de que Wallingford supiera lo que ocurría, la mujer le mordió la nariz y le quemó la espalda con la lámpara que estaba sobre la mesilla de noche.
Patrick no había visto nunca al señor Pitney, el marido de Crystal, pero admiraba la fortaleza de aquel hombre. (Según el criterio de las mujeres de la sala de redacción, el matrimonio de los Pitney había durado largo tiempo.)
– ¡Pervertido! -gritó Crystal-. ¡Si le viera le arrancaría la cara a mordiscos!
Patrick no dudaba de la seriedad de esta amenaza, y colgó el aparato antes de que Crystal se quedara sin aliento. Entonces se puso el bañador y un albornoz y fue a la piscina, donde nadie podría llamarle por teléfono.
En la piscina sólo había otra persona, una mujer que nadaba de un extremo a otro. Llevaba un gorro de baño negro, que daba a su cabeza el aspecto de la de una foca, y agitaba el agua con recias brazadas y un movimiento aleteante de los pies. Patrick pensó que tenía la fuerza inconsciente de un juguete de cuerda. No iba a relajarse si compartía la piscina con ella, por lo que se retiró a la bañera de agua caliente, donde estaría a solas. No puso en marcha los chorros que producían remolinos, pues prefería que el agua estuviera quieta. Poco a poco se acostumbró al calor, pero apenas había encontrado una posición cómoda, a medio camino entre sentarse y flotar, cuando la mujer salió de la piscina, conectó el cronómetro de los chorros y se sumergió en la burbujeante bañera donde estaba Patrick.
La mujer había rebasado la vertiente joven de la edad madura y empezado a descender por el otro lado. Wallingford examinó con rapidez aquel cuerpo nada atractivo y desvió cortésmente la mirada.
La falta de vanidad de la mujer era cautivadora. Estaba erguida en el agua agitada, de modo que los hombros y el torso sobresalían de la superficie. Se quitó el gorro de baño y sacudió la cabellera aplastada. Fue entonces cuando Patrick la reconoció. Era la mujer que aquella mañana, en el comedor, le había dicho que se alimentaba de carroña, la que le había seguido, con los ojos encendidos de rabia y la respiración perceptible, hasta el ascensor. No pudo ocultar su sobresalto al reconocerle, que fue simultáneo al de Wallingford. Ella fue la primera en hablar.
– Qué situación más violenta.
Hablaba en un tono distinto, más suave que el de la mañana, cuando le atacó en el comedor.
– No quiero provocar su hostilidad -le dijo Patrick-. Iré a la piscina. De todos modos, prefiero la piscina que esta bañera. Apoyó la mano derecha en el saliente bajo el agua y se impulsó para incorporarse. El muñón del antebrazo izquierdo emergió del agua como una herida en carne viva y goteante. Era como si alguna criatura subacuática le hubiese devorado la mano. El agua caliente había vuelto el tejido cicatricial de un color rojo como la sangre.
La mujer se levantó al mismo tiempo. El bañador mojado no realzaba su figura: tenía los pechos caídos y el vientre, que había parecido casi liso, sobresalía como una pequeña bolsa.
– Quédese un momento, por favor -le pidió ella-. Quiero darle una explicación.
– No tiene necesidad de disculparse -replicó Patrick-. En general, estoy de acuerdo con usted, pero no comprendía el contexto. No he venido a Boston debido a la desaparición de la avioneta de John Kennedy hijo. Ni siquiera estaba enterado de lo ocurrido cuando usted se dirigió a mí. He venido a ver a mi médico, para que me examinara la mano.
Alzó instintivamente el muñón, al que aún se refería como si fuese una mano. Se apresuró a bajarlo, de modo que quedó a su costado, en el agua caliente, porque vio que, sin darse cuenta, había señalado con la mano ausente los senos caídos de la mujer. Ella le rodeó el antebrazo izquierdo con ambas manos y tiró de él para que se sumergiera en el agua agitada con ella. Se sentaron en el escalón subacuático, y las manos de la mujer le sujetaron dos o tres centímetros por encima del borde de la amputación. Sólo el felino le había retenido con más firmeza. Volvió a tener la sensación de que las puntas de los dedos anular e índice izquierdos estaban tocando un bajo vientre femenino, aunque tales dedos no existían.
– Escúcheme, por favor -dijo la mujer, y puso el brazo mutilado en su regazo.
Patrick notó el cosquilleo en el extremo de su antebrazo cuando el muñón rozó el vientre un poco abultado de la mujer. El codo izquierdo descansaba sobre el muslo derecho de ella.
– De acuerdo -le dijo Wallingford, en lugar de agarrarla por la nuca con la mano derecha y hundirle la cabeza. Desde luego, aparte de medio ahogarla en la bañera de agua caliente, ¿qué más podría haber hecho?
– Me casé dos veces, la primera cuando era muy joven -le contó la mujer. Sus ojos brillantes retenían la atención de Wallingford con tanta firmeza como ella le retenía el brazo-. Los perdí a los dos… el primero se divorció de mí y el segundo murió. Los amé tanto al uno como al otro.
Wallingford se alarmó. ¿Acaso cada mujer de cierta edad tenía una versión de la historia de Evelyn Arbuthnot?
– Lo siento -le dijo, pero la manera en que ella le apretaba el brazo indicaba que no quería que la interrumpiera. -Tengo dos hijas de mi primer matrimonio -siguió diciendo la mujer-. Durante su infancia y adolescencia, me preocupaban tanto que no podía dormir. Estaba segura de que algo terrible iba a sucederles, que las perdería, a las dos o a una de ellas. Siempre tenía miedo.
Este relato parecía verdadero, claro que Wallingford no podía evitar que el comienzo de cualquier relato le pareciera verdadero.
– Pero sobrevivieron -dijo la mujer, como si no les sucediera así a la mayoría de los niños-. Ahora las dos están casadas y tienen hijos propios. Tengo cuatro nietos, tres chicas y un chico. Sufro porque no los veo más a menudo, pero cuando los veo temo por ellos. Empiezo a preocuparme de nuevo y no puedo dormir.
Patrick notaba las punzadas de falso dolor que irradiaban del lugar donde estuvo su mano izquierda, pero la mujer no le asía con tanta fuerza y él experimentaba un alivio que no quería analizar al tener el brazo apretado de aquella manera en el regazo de la mujer, mientras presionaba con el muñón la hinchazón del abdomen.
– Estoy embarazada -le dijo la mujer; el antebrazo de Patrick no reaccionó-. ¡Tengo cincuenta y un años! ¡No debería estar encinta! He venido a Boston para abortar, por recomendación de mi médico, pero esta mañana he llamado a la clínica desde el hotel y les he mentido, les he dicho que se me ha averiado el coche y que debía cambiar la fecha de la cita. Me verán el próximo sábado, dentro de una semana. Así tengo más tiempo para pensar en ello.
– ¿Ha hablado con sus hijas? -le preguntó Wallingford. Ella volvía a asirle el brazo con la fuerza de una leona.
– Intentarían convencerme de que tuviera el niño -respondió la mujer, con renovada vehemencia-. Se ofrecerían para criar al niño con los suyos, pero seguiría siendo mío. No podría dejar de quererlo, no podría mantenerme al margen. Sin embargo, no soporto el temor. La mortalidad infantil… es más de lo que puedo aguantar.
– Usted debe elegir -le recordó Patrick-. Estoy seguro de que cualquier decisión que adopte será la correcta.
La mujer no parecía tan segura.
Wallingford se preguntó quién sería el padre. Tal vez el temblor del brazo izquierdo transmitió este pensamiento; lo cierto es que la mujer percibió o interpretó lo que él pensaba.
– El padre no lo sabe -dijo ella-. Ya no nos vemos. Sólo era un colega.
Patrick nunca había oído la palabra «colega» pronunciada de una manera tan despectiva.
– No quiero que mis hijas sepan que estoy embarazada porque deseo ocultarles que tengo relaciones sexuales -le confesó la mujer-. Ése es también el motivo por el que no puedo decidirme. No creo que una haya de abortar simplemente porque intenta mantener en secreto su vida sexual. No es suficiente razón.
– ¿Quién ha de decir lo que es «suficiente razón» cuando se trata de su razón personal? Usted debe elegir -repitió Wallingford-. Nadie puede ni debe tomar esa decisión por usted.
– La verdad es que eso no es demasiado consolador -le dijo la mujer-. Estaba decidida a abortar hasta que le vi a usted en el comedor. No entiendo qué es lo que su presencia me ha provocado.
Wallingford había sabido desde el principio que todo aquello acabaría por ser culpa suya. Hizo el esfuerzo más discreto posible por retirar el brazo que le asía la mujer, pero ella no iba a soltarle con tanta facilidad.
– No sé qué me pasó cuando hablé con usted -siguió diciendo la mujer-. ¡No me había dirigido de esa manera a nadie en toda mi vida! No debería culparle personalmente de lo que hacen los medios de comunicación, o lo que yo creo que hacen. Me había afectado mucho la noticia de lo ocurrido a John Kennedy hijo, y estaba aún más trastornada por mi primera reacción. ¿Sabe qué pensé al enterarme de que la avioneta se había perdido?
– No. -Patrick sacudió la cabeza; el agua caliente le perlaba la frente de sudor, y veía las gotículas sobre el labio superior de la mujer.
– Me alegré de que su madre hubiera muerto, pues así no tendría que vivir esa tragedia. Lo sentí por él, pero me alegré de que ella estuviera muerta. ¿No es eso horrible?