Había también una foto del piso en el cobertizo para botes, cuando lo estaban construyendo, y los bañadores mojados de Otto y Doris secándose al sol en el embarcadero. Sin duda el agua había lamido los botes que se mecían allá abajo, y, sobre todo después de una tormenta, el oleaje debía de haber roto en el embarcadero. Patrick lo había oído muchas veces.
Wallingford reconoció en las fotografías el origen del sueño recurrente que no era del todo suyo. Y por debajo de ese sueño subyacía siempre el otro, el que le había inspirado la píldora de la presciencia, el más tórrido de los sueños eróticos causado por el analgésico indio innominado y ahora prohibido. Mientras miraba las fotografías, Wallingford empezó a darse cuenta de que no era la pérdida de la mano, «impropia de un hombre», lo que había vuelto a su ex mujer contra él de una manera concluyente, sino que, al negarse a tener hijos, ya la había perdido. Patrick comprendía que la demanda de paternidad, aunque las pruebas hubieran demostrado que la acusación era falsa, había sido la píldora más amarga de las que había tragado Marilyn. Ella había querido tener un hijo. ¿Cómo era posible que él hubiera subestimado la intensidad de ese anhelo? Ahora, mientras sostenía en brazos al pequeño Otto, Wallingford se preguntaba por los motivos de su rechazo. ¡Tener a su propio hijo en brazos!
Se echó a llorar. Doris y su madre lloraron con él. Entonces se serenó, porque el equipo del canal de noticias internacionales estaba allí. Aunque no era el reportero asignado a aquel suceso, Wallingford podría haber previsto todas las tomas.
– Haz un primer plano de la mano, quizás el bebé con la mano -oyó decir a uno de sus colegas-. Que salgan la madre, la mano y el bebé juntos.
Y luego, en un aparte con el cámara y en tono brusco:
– ¡No me importa si la cabeza de Pat está en el cuadro, lo único que importa es que esté la mano!
En el avión, de regreso a Boston, Wallingford recordó lo feliz que parecía Doris. Aunque no solía rezar, esa vez lo hizo por la salud del pequeño Otto. No había previsto que un trasplante de mano le volvería tan emotivo, pero sabía que no era sólo por la mano.
El doctor Zajac le había advertido de que toda disminución de su lentamente adquirida destreza podía ser la señal de una reacción de rechazo. Estas reacciones también podían darse en la piel, y esto había sorprendido a Patrick. Siempre había sabido que su propio sistema inmune podía destruir la nueva mano, pero ¿por qué la piel? Parecía haber muchas funciones internas más importantes susceptibles de deterioro. «La piel es muy cabrona», le había dicho el doctor Zajac.
Sin duda ese lenguaje se debía a la influencia de Irma. Ésta y Zajac, a quien ella llamaba Nicky, tenían la costumbre de alquilar vídeos que luego contemplaban desde la cama, por la noche. Pero estar en la cama conducía a otras cosas (Irma estaba embarazada, por ejemplo), y en el último vídeo que habían visto muchos de los personajes se llamaban unos a otros cabrones.
Patrick no tardaría en comprobar lo muy cabrona que, en efecto, podía ser la piel. El primer lunes de enero, poco después de la derrota de los Packers a manos del equipo de San Francisco, Wallingford voló a Green Bay. La ciudad estaba sumida en la tristeza, el vestíbulo del hotel parecía una funeraria. Entró en su habitación, se duchó y afeitó. Cuando telefoneó a Doris, la madre de ésta se puso al aparato y le dijo que tanto Doris como el bebé estaban haciendo la siesta; le diría a Doris, cuando se despertase, que le llamara al hotel. Patrick fue lo bastante considerado para pedirle que diera al padre sus condolencias por la derrota de su equipo.
Wallingford sesteaba todavía, y soñaba con la casita del lago, cuando la señora Clausen se presentó en su habitación del hotel, sin haberle llamado previamente. Su madre estaba al cuidado del niño. Había ido en coche y, poco después, llevaría a Patrick a casa para que viera al pequeño Otto. Wallingford no sabía qué significado tenía eso. ¿Acaso Doris buscaba un momento para estar a solas con él? ¿Quería tener algún contacto, aunque sólo fuese con la mano, y no deseaba que su madre lo viera? Pero cuando Patrick le tocó la cara con la palma de la mano izquierda, por descontado, la señora Clausen la apartó con brusquedad. Y cuando él pensó en tocarle los pechos, se dio cuenta de que ella había visto su intención y la idea le repugnaba.
Doris ni siquiera se quitó el abrigo. Había ido al hotel sin ningún motivo oculto. Debía de tener ganas de pasear en coche, eso era todo.
Esta vez, cuando Wallingford vio al bebé, el pequeño Otto pareció reconocerle. Aunque eso era altamente improbable, desazonó todavía más a Patrick, y regresó a Boston con una premonición inquietante. No sólo Doris no había querido tener ningún contacto con la mano, ¡sino que apenas la había mirado! ¿Acaso el pequeño Otto se había convertido en el único receptor de su afecto y atención?
Wallingford se sintió inquieto durante varios días, reflexionando en las señales que la señora Clausen podía estar enviándole. Le había dicho que, cuando el pequeño Otto creciera, quizá le gustaría ver y asir la mano de su padre de vez en cuando. ¿A qué edad se refería? ¿Cuando fuese mucho mayor? ¿Qué significaba «de vez en cuando»? ¿Intentaba Doris decirle a Patrick que se proponía verle menos? La reciente frialdad de la mujer hacia la mano le había causado a Wallingford el peor insomnio desde los dolores que siguieron a la intervención quirúrgica. Algo iba mal.
Ahora, cuando Wallingford soñaba con el lago sentía frío, un frío como el que uno siente cuando lleva un bañador húmedo tras la puesta del sol. Cierto que ésa era una de las sensaciones que experimentó durante el sueño inducido por el analgésico indio, pero en esta nueva versión el bañador húmedo no conducía a la relación sexual. No conducía a ninguna parte. Lo único que Patrick sentía era frío, un frío nórdico.
Entonces, no mucho después de su visita a Green Bay, una mañana se despertó muy temprano en un estado febril, y pensó que tenía la gripe. Entonces se examinó la mano izquierda en el espejo del baño. (Había adiestrado a la mano para cepillarse los dientes; su fisioterapeuta le había dicho que era un buen ejercicio.) La mano tenía un color verdoso. La nueva tonalidad comenzaba a unos cinco centímetros por encima de la muñeca y se oscurecía en las puntas de los dedos. Era el color verde musgo de un lago bajo un cielo encapotado. Era el color de los abetos desde cierta distancia, o envueltos por la niebla; era el verde oscuro de los pinos que ennegrecían el agua al reflejarse en ella. Wallingford estaba a cuarenta de fiebre.
Pensó en llamar a la señora Clausen antes que al doctor Zajac, pero había una hora de diferencia horaria entre Boston y Green Bay, y no quería despertar a la madre o al bebé. Cuando telefoneó a Zajac, el cirujano le dijo que le vería en el hospital.
– Ya le dije que la piel es una cabrona -añadió.
– ¡Pero han pasado once meses, casi un año! -exclamó Wallingford-. ¡Puedo atarme los cordones de los zapatos! ¡Puedo conducir! ¡Casi puedo recoger del suelo una moneda de veinticinco centavos! ¡Incluso casi he podido recoger una de diez!
– Se encuentra usted en unas aguas desconocidas -replicó Zajac. La noche anterior el médico e Irma habían visto un vídeo con ese lamentable título, Aguas desconocidas-. Lo único que sabemos es que todavía está en el orden del cincuenta por ciento de probabilidad.
– ¿Probabilidad de qué? -le preguntó Patrick.
– De aceptación o rechazo, colega -dijo Zajac. Ahora Irma se dirigía a Medea llamándola «colega».
Tenían que amputar la mano antes de que la señora Clausen llegara a Boston, con su madre y el pequeño. El doctor Zajac tuvo que decirle a la señora Clausen que no podría ver la mano por última vez, pues se había vuelto muy fea. Wallingford reposaba en su cama de hospital, sintiéndose bastante cómodo, cuando Doris le visitó. Notaba cierto dolor, pero en modo alguno comparable al que experimentó después de la implantación. No lamentaba la pérdida, una vez más, de la mano… lo que temía era la pérdida de la señora Clausen.
– De todos modos puedes ir a verme, a mí y al pequeño Otto -le tranquilizó ella-. Nos gustaría que nos visitaras de vez en cuando. ¡Has intentado que viviera la mano de Otto! Has hecho lo que has podido, Patrick, y estoy orgullosa de ti.
Esta vez, ella no prestó la menor atención al voluminoso vendaje, tan grande que parecía como si aún hubiera una mano debajo. A Wallingford le agradaba que la señora Clausen le tomara la mano derecha y la retuviera sobre el corazón, aunque fuese brevemente, pero al mismo tiempo sufría por la certeza casi absoluta de que Doris no se llevaría de nuevo al pecho la mano que a él le quedaba.
– Soy yo quien está orgulloso de ti… de lo que has hecho -le dijo Wallingford, y ella se echó a llorar.
– Con tu ayuda -susurró Doris, ruborizándose, y le soltó la mano.
– Te quiero, Doris -le dijo Patrick.
– Pero no es posible -replicó ella sin acritud-. No puedes quererme.
El doctor Zajac no podía explicar las causas del súbito rechazo, es decir, no tenía nada que decir más allá de lo estrictamente patológico.
Wallingford sólo podía conjeturar lo que había sucedido. ¿Acaso la mano había percibido que el afecto de la señora Clausen se había desplazado de ella al niño? Tal vez Otto supo que su mano le daría a Doris el hijo que tanto se esforzaron por tener, pero ¿hasta qué punto lo había sabido la mano? Probablemente no lo sabía en absoluto.
Lo cierto es que a Wallingford le bastó poco tiempo para aceptar el resultado final del trasplante. Al fin y al cabo, conocía el divorcio… ya había sido rechazado con anterioridad.
Tanto física como psicológicamente, perder su propia mano había sido más duro que perder la de Otto. Sin duda la señora Clausen había contribuido a que Patrick nunca hubiera podido sentir como suya la mano de Otto. (Sólo podemos conjeturar lo que un experto en ética médica habría pensado de eso.)
Ahora, cuando Wallingford intentaba soñar con la casita del lago, allí no había nada, ni el olor de la pinaza, que al principio le había costado imaginar pero al que ya se había acostumbrado, ni el golpeteo del agua ni los gritos de los somorgujos. Es cierto que, como dicen, uno puede experimentar dolor en un miembro amputado mucho después de que el miembro haya desaparecido, pero eso no sorprendió lo más mínimo a Patrick Wallingford. Los dedos de la mano izquierda de Otto, que tocaban a la señora Clausen con tanta ligereza, carecían de sensación. Sin embargo, Patrick había sentido realmente el contacto de Doris al tocarla con la mano trasplantada. En sueños, cuando se llevaba el muñón vendado a la cara, Wallingford creía notar aún el olor del sexo de la señora Clausen en los dedos inexistentes.