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Se vio una imagen del doctor Zajac en el momento en que dirigía unas palabras a la prensa. Desde luego, el comentario de que el paciente corría peligro se tomó fuera de contexto, y dio la impresión de que el trasplantado tenía ya un gravísimo problema, mientras que la parte sobre la combinación de fármacos inmunosupresores parecía descaradamente evasiva, como, en efecto, lo era. Si bien esos fármacos habían mejorado la tasa de éxitos en los trasplantes de órganos, el brazo se compone de varios tejidos diferentes, lo cual significa que son posibles diversos grados de rechazo. De aquí la administración de esteroides que, junto con los fármacos inmunosupresores, Wallingford debería tomar a diario durante el resto de su vida, o durante tanto tiempo como tuviera incorporada a su organismo la mano de Otto.

Se vio una imagen del camión abandonado de Otto en el aparcamiento nevado de Green Bay, pero la señora Clausen, sentada junto a la cama de Patrick, no se arredró y siguió absorta en la contemplación de lo poco que podía ver de los dedos de Otto. Además, Doris estaba tan cerca como podía de la mano que perteneció a su marido; si Wallingford hubiera tenido alguna sensación en las yemas de los dedos, habría notado la respiración de la viuda.

Aquellos dedos estaban insensibles, y seguirían así durante meses, lo cual le causaba a Wallingford cierta preocupación, aunque el doctor Zajac le había asegurado que sus temores carecían de fundamento. Pasarían casi ocho meses antes de que la mano pudiera distinguir entre lo frío y lo caliente, señal de que los nervios se estaban regenerando, y cerca de un año hasta que Patrick confiara lo suficiente en la fuerza con que asía el volante para decidirse a conducir. (También pasaría casi un año antes de que pudiera atarse los cordones de los zapatos, y sólo tras muchas horas de rehabilitación física.)

Pero desde el punto de vista periodístico, fue allí, en su cama de hospital, donde Patrick comprendió la verdad: su pleno restablecimiento, o su imposibilidad de conseguirlo, jamás sería la noticia principal.

El experto en ética médica habló durante más tiempo, ante la cámara, del que el canal de noticias había dedicado al doctor Zajac.

– En estos casos -dijo el experto en ética médica- una franqueza como la de la señora Clausen es muy infrecuente, y la continuidad de su relación con la mano del paciente no tiene precio.

«¿En qué casos?», debió de preguntarse el cirujano, enojado y sin que la cámara le enfocara. ¡Aquél era el segundo trasplante de mano que se había hecho jamás, y el primero había fracasado!

Mientras el experto en ética hablaba todavía, Wallingford vio que las cámaras se centraban en la señora Clausen, y sintió una oleada de deseo y anhelo por ella. Temía que jamás volvería a conseguirla; preveía que ella no querría volver a tener una relación íntima con él. Vio cómo ella hacía que la conferencia de prensa pasara del trasplante de mano a la mano de su difunto marido y luego al embarazo en el que confiaba. Incluso hubo un primer plano de las manos de la señora Clausen sobre su vientre liso. Se había aplicado la palma de la mano derecha y la izquierda, ya sin alianza matrimonial, estaba superpuesta a la otra.

Como periodista que era, Patrick Wallingford supo en un instante lo que había sucedido: Doris Clausen y el hijo que ella y Otto tanto se empeñaron en tener habían usurpado la historia de Patrick. Wallingford sabía que semejante sustitución sucedía a veces en su irresponsable profesión. Claro que el periodismo televisivo no es la única profesión irresponsable.

Pero a Wallingford no le importaba realmente, y esta constatación le sorprendió. «Que usurpe mi papel», se dijo, y al mismo tiempo comprendió que estaba enamorado de Doris Clausen. (Es imposible saber lo que podrían haber pensado de eso la cadena de noticias o un experto en ética médica.)

Pero si había sido poco probable que Wallingford se enamorase de la señora Clausen, ello se debía en parte a su reconocimiento de la improbabilidad de que ella le amara jamás. Sabía por experiencia que las mujeres se prendaban fácilmente de él, por lo menos al principio; pero también que, con la misma facilidad, se desengañaban.

Su ex mujer le había comparado a la gripe.

– Cuando estabas conmigo, Patrick, a cada hora pensaba que me iba a morir -le dijo ella en una ocasión-. Pero cuando te fuiste, parecía como si nunca hubieras existido.

– Gracias -replicó Wallingford, cuyos sentimientos, hasta entonces, nunca habían resultado tan heridos como la mayoría de las mujeres suponían.

Con respecto a Doris Clausen, lo que le afectaba era que su determinación fuera de lo corriente tenía un componente sexual; lo que ella quería estaba brillantemente marcado, en cada fase, con un trasfondo sexual manifiesto. Aquello que comenzaba con las ligeras alteraciones de su tono de voz proseguía en la fuerza de su cuerpo menudo y compacto, una fuerza como la de un muelle enroscado y muy prieto, preparado para saltar briosamente en el momento del encuentro sexual.

La línea de su boca era suave, la separación de los labios era perfecta, y la fatiga general que reflejaban sus ojos contenía una aceptación seductora del mundo tal como es. La señora Clausen jamás te pediría que cambiaras tu forma de ser; tal vez que cambiaras sólo tus hábitos. No esperaba milagros. Lo que veías en ella era lo que obtenías, una lealtad ilimitada. Y parecía como si nunca fuese a superar la pérdida de Otto, como si su amor por aquel hombre fuese a durar tanto como su vida.

Doris había utilizado a Patrick Wallingford para el único trabajo que Otto no pudo terminar. Que le hubiera elegido precisamente a él le daba a Patrick la leve esperanza de que algún día le amase.

La primera vez que Wallingford movió muy ligeramente los dedos de Otto Clausen, Doris lanzó un grito. Los médicos habían pedido a las enfermeras que regañaran severamente a la señora Clausen si trataba de besar las puntas de los dedos. Patrick experimentó una satisfacción un tanto amarga al notar algunos de los besos.

Y mucho después de que le quitaran las vendas recordaría la primera vez que sintió sus lágrimas en el dorso de la mano, unos cinco meses después de la operación. Wallingford había superado con éxito el periodo de mayor vulnerabilidad, que según decían abarcaba desde el fin de la primera semana hasta el fin del primer trimestre. La sensación de las lágrimas en la piel le hizo llorar. (Por entonces había logrado la regeneración asombrosa de veintidós centímetros de nervio, desde el lugar del implante al comienzo de la palma.)

Aunque de una manera muy gradual, la necesidad de diversos analgésicos fue desapareciendo, pero recordaba el sueño que tenía con frecuencia, poco después de que los fármacos hubieran actuado. Alguien le hacía una foto. En ocasiones, incluso cuando Wallingford ya había dejado de tornar los analgésicos, el sonido del obturador de una cámara en el sueño era muy real. El flash parecía lejano e incompleto, como un rayo de calor, no el destello verdadero, pero el sonido del obturador era tan claro que casi le despertaba.

Aunque era natural que Wallingford no recordara durante cuánto tiempo había tomado los analgésicos (¿tal vez cuatro o cinco meses?), también era propio de la naturaleza del sueño que no recordara haber visto jamás las fotografías que le hacían, como tampoco al fotógrafo. Y había ocasiones en las que no creía que fuese un sueño, o no estaba seguro de ello.

De una manera más concreta, al cabo de seis meses pudo notar la mejilla de Doris Clausen cuando le presionaba con ella la palma izquierda. La señora Clausen nunca le tocaba la otra mano, y tampoco él trató de tocarla con ella ni una sola vez. Le había expuesto con claridad sus sentimientos hacia él. Cuando Patrick pronunciaba su nombre de cierta manera, ella se sonrojaba y sacudía la cabeza. No quería hablar de la única vez que habían hecho el amor, y se limitaba a decir que había tenido que hacerlo, que no existía otro modo.

Sin embargo, Patrick seguía alimentando la esperanza, por pequeña que fuese, de que algún día ella quisiera hacerlo de nuevo… a pesar de que estaba encinta y ella se tomaba su preñez con las innumerables precauciones de las mujeres que han tenido que esperar mucho tiempo antes de quedar embarazadas. Tampoco albergaba la señora Clausen la menor duda de que aquél sería su único hijo.

Su tono de voz más invitador, que Doris Clausen podía emplear siempre que le viniera en gana y que tenía el efecto de la luz del sol después de la lluvia, el poder de abrir las flores, por el momento era tan sólo un recuerdo. No obstante, Wallingford estaba convencido de que podría esperar. Abrazaba aquel recuerdo como a una almohada durante el sueño. Era una condena similar a la de recordar el sueño inducido por la cápsula azul.

Patrick Wallingford nunca había querido a una mujer de una manera tan abnegada. Le bastaba con que la señora Clausen amara a su mano izquierda. A ella le encantaba ponérsela sobre el abdomen hinchado y dejar que la mano notara el movimiento del feto.

En un momento determinado, y sin que él se diera cuenta, la señora Clausen había dejado de llevar el adorno en el ombligo. Él no lo había visto desde el momento de su abandono mutuo en el consultorio del doctor Zajac. Tal vez el piercing había sido idea de Otto, o bien éste le regaló el adminículo y por eso ahora era reacia a llevarlo. También era posible que el objeto metálico inidentificado resultara incómodo durante el embarazo. Entonces, a los siete meses, cuando Patrick sintió una extraña punzada en la nueva muñeca (una patada especialmente fuerte del feto) intentó ocultar el dolor. Naturalmente, Doris vio la contracción del rostro. Él no podía ocultarle nada.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó.

Instintivamente se llevó la mano al corazón, aunque lo que observó Wallingford fue que se la llevaba a los senos. Recordó, como si fuese ayer, la manera en que le había asido el muñón mientras le montaba.

– Sólo ha sido una punzada -replicó Patrick.

– Llama a Zajac -le exigió ella-. No hagas el tonto.

Pero no ocurría nada preocupante. El doctor Zajac parecía irritado por el éxito aparentemente fácil del trasplante. Al principio hubo un problema con el pulgar y el índice, cuyos músculos Wallingford no podía mover a voluntad, pero eso se debía a que se había pasado cinco años sin la mano y la muñeca, y los músculos tenían que aprender de nuevo algunas cosas.

Zajac no había tenido que prevenir ninguna crisis; el progreso de la mano había sido tan implacable como los planes de la señora Clausen para ella. Tal vez la verdadera causa de la decepción del doctor Zajac había estribado en que el trasplante de la mano más parecía un triunfo de la mujer que suyo. La noticia principal era que la viuda del donante estaba embarazada, y que seguía manteniendo una relación con la mano de su difunto marido. Y las etiquetas de Wallingford no habían cambiado a «el hombre del trasplante» o «el hombre de la mano trasplantada», sino que seguía siendo, y siempre sería, «el hombre del león» y «el hombre de los desastres».