Pero ella ya se había quitado la sudadera. Aunque se había dejado puesto el sujetador, él pudo ver de todos modos que sus pechos eran más interesantes de lo que había imaginado. En el ombligo destellaba algo, y el piercing corporal también resultaba un detalle inesperado. Patrick no miró el adorno de cerca, pues temía que tuviera algo que ver con los Packers de Green Bay.
– Su mano es lo más cercano a él que tengo a mi alcance -dijo la señora Clausen con una determinación inquebrantable.
El brío de su voluntad podría haberse tomado fácilmente por deseo. Pero lo que surtía efecto, lo realmente irresistible, era su voz.
La mujer retuvo a Wallingford en la silla de respaldo recto. Se arrodilló para desabrocharle el cinturón y entonces le bajó los pantalones. Cuando Patrick se inclinó hacia delante, para impedir que le quitara los calzoncillos, ella ya se los había quitado. Antes de que él pudiera levantarse, o incluso sentarse en una posición erguida, la señora Clausen se había puesto a horcajadas sobre el regazo del periodista. Sus senos le rozaron la cara. Se movía con tal rapidez, que a él le pasó por alto el momento en que se quitó el sujetador.
– ¡Aún no tengo su mano! -protestó Wallingford, pero ¿cuándo había dicho él que no?
– Respéteme, por favor -le rogó ella en un susurro. ¡Y qué susurro!
Las nalgas pequeñas y firmes de la mujer eran cálidas y suaves contra sus muslos, y el atisbo del adminículo en el ombligo, todavía más que el atractivo de los senos, le había procurado al instante lo que parecía una erección encima de la que ya tenía. Notaba las lágrimas que le humedecían el cuello mientras ella le guiaba a su interior.
No era su mano derecha la que ella aferraba con la suya y acercaba a sus senos, sino el muñón. Le murmuró algo parecido a: «¿Qué iba a hacer ahora, de todos modos? Nada tan importante como esto, ¿verdad?». Y entonces le preguntó: «¿No quiere hacerme un hijo?».
– La respeto, señora Clausen -tartamudeó él, pero abandonó toda esperanza de resistirse. Era evidente para los dos que ya había cedido.
– Llámame Doris, por favor -le dijo la señora Clausen, entre lágrimas.
– ¿Doris?
– Respétame, respétame -le pidió ella entre sollozos-. Es todo lo que te pido.
– Sí, te respeto… Doris.
Su única mano le había encontrado instintivamente la región lumbar, como si hubiera dormido a su lado cada noche durante años e incluso en la oscuridad pudiera tocarle con precisión la parte de su cuerpo que deseaba asir. En aquel momento podría haber jurado que la mujer tenía el cabello húmedo, húmedo y frío, como si hubiera estado nadando.
Naturalmente, pensaría él después, ella debía de haber sabido que estaba en periodo fértil; una mujer que intenta una y otra vez quedar embarazada, seguramente lo sabe. Doris Clausen también debía de saber que su dificultad para quedar en estado se había debido exclusivamente a Otto.
– ¿Eres amable? -le susurraba la señora Clausen, al tiempo que movía sin cesar las caderas contra la presión hacia debajo de la mano de Patrick-. ¿Eres un buen hombre?
Aunque habían advertido a Patrick de que era eso lo que ella quería saber, nunca habría esperado que ella se lo preguntara directamente, como tampoco habría previsto un encuentro sexual con ella. En términos estrictos de experiencia erótica, hacer el amor con Doris Clausen era un acto más cargado de anhelo y deseo que cualquier otra de las relaciones sexuales que Wallingford había tenido hasta entonces. No contaba el sueño erótico inducido por la cápsula azul cobalto que le dieron en Junagadh, pero aquel analgésico extraordinario ya no estaba a la venta, ni siquiera en la India, y nunca se le podría considerar en la misma categoría que el sexo real.
En cuanto al sexo real, el encuentro de Patrick con la viuda de Otto Clausen, por singular y breve que fuese, superó con mucho el fin de semana que pasara en Kyoto con Evelyn Arbuthnot. Hacer el amor con la señora Clausen incluso eclipsó la tumultuosa relación de Wallingford con la alta y rubia técnico de sonido que presenció el ataque del león en Junagadh.
Aquella infortunada muchacha alemana, que vivía en Hamburgo, todavía estaba sometida a terapia debido a los leones, aunque Wallingford sospechaba que se había traumatizado más al perder el sentido y despertar luego en una de las carretillas cargadas de carne que al ver la mano izquierda del pobre Patrick arrancada de cuajo por un león.
– ¿Eres amable? -repitió Doris, sus lágrimas humedeciendo el rostro de Patrick-. ¿Eres un buen hombre?
Cada vez era más profunda su penetración en aquel cuerpo menudo y fuerte, de modo que Wallingford apenas se oyó a sí mismo al responder. Seguramente el doctor Zajac, así como otros miembros del equipo quirúrgico reunidos en la sala de espera, debían de haber oído los gritos quejumbrosos de Patrick.
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Soy amable! ¡Soy un buen hombre! -gimió Wallingford.
– ¿Es eso una promesa? -le preguntó Doris en un susurro. De nuevo aquel susurro… ¡irresistible!
Una vez más Wallingford le respondió en un tono tan alto que el doctor Zajac y sus colegas pudieron oírle.
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Lo prometo! ¡De veras!
Poco después llamaron a la puerta del consultorio de Zajac, cuando desde hacía un rato reinaba el silencio.
– ¿Están ustedes bien? -preguntó el jefe del equipo bostoniano.
Al principio Zajac pensó que el aspecto de los dos era correcto. Patrick Wallingford volvía a estar vestido y seguía sentado en la silla de respaldo recto. La señora Clausen, totalmente vestida, yacía boca arriba sobre la alfombra de la habitación. Tenía enlazados los dedos detrás de la cabeza, y los pies elevados descansaban en el asiento de la silla vacía al lado de Wallingford.
– Tengo problemas de espalda le explicó Doris.
Eso era falso, por supuesto. Aquélla era una postura recomendada en varios de los numerosos libros que ella había leído sobre la manera de quedar embarazada. «La gravedad», fue lo único que le dijo a Patrick, a modo de explicación, mientras él le sonreía encantado.
El doctor Zajac, que percibía el olor a sexo en la estancia, se dijo que ambos estaban locos. Un experto en ética médica quizá no habría aprobado aquel nuevo acontecimiento, pero Zajac era un cirujano de la mano y su equipo quirúrgico estaba deseando comenzar.
– Bien, si han hablado de todo lo necesario y se sienten lo bastante cómodos -les dijo el doctor Zajac, mirando primero a la señora Clausen, que parecía muy cómoda, y luego a Patrick Wallingford, cuyo asombroso aspecto era el de un hombre borracho o drogado-, ¿qué me dicen? ¿Tenemos luz verde?
– ¡Por mí no hay ningún problema! -dijo Doris Clausen alzando la voz, como si llamara a alguien a través de una extensión de agua.
– Estoy de acuerdo en todo -replicó Patrick-. Supongo que tenemos la luz verde.
El grado de satisfacción sexual en el semblante de Wallingford recordó algo al doctor Zajac. ¿Dónde había visto él con anterioridad aquella expresión? Ah, sí, fue en Bombay, donde realizó una serie de intervenciones sumamente delicadas en las manos de varios niños, ante un selecto público de cirujanos pediátricos. Zajac recordaba especialmente bien uno de los procedimientos quirúrgicos que tenían allí. La paciente era una niña de tres años que había metido la mano en los engranajes de una máquina agrícola y se la había destrozado.
Zajac estaba sentado con el anestesista indio cuando la pequeña empezó a despertarse. Los niños siempre tienen frío, a menudo están desorientados y normalmente asustados cuando despiertan de la anestesia general. En ocasiones sienten náuseas. El doctor Zajac recordaba que se excusó para no ver a la desdichada niña. Le echaría un vistazo a la mano, desde luego, pero más adelante, cuando ella se sintiera mejor.
– Espere… tiene usted que ver esto -le dijo a Zajac el anestesista indio-. Mírela un momento.
El rostro inocente de la niña tenía la expresión de una mujer sexualmente satisfecha. El doctor Zajac estaba escandalizado. (La triste verdad era que, personalmente, nunca hasta entonces había visto el rostro de una mujer tan sexualmente satisfecha.)
– Por Dios, hombre le dijo Zajac al anestesista-, ¿qué le ha dado?
– Le he puesto algo adicional en el gotero… ¡poca cosa, no crea! -replicó el indio.
– ¿Pero qué es? ¿Cómo se llama?
– No puedo decírselo. No se puede conseguir en su país, y nunca se podrá. Aquí también lo van a retirar del mercado. El Ministerio de Sanidad va a prohibirlo.
– Espero que así sea -observó el doctor Zajac, y abandonó bruscamente la sala de reanimación.
Pero la pequeña no había sufrido ningún dolor, y más adelante, cuando Zajac le examinó la mano, vio que estaba bien y que la niña descansaba cómodamente.
– ¿Qué tal el dolor? -le preguntó.
Una enfermera tuvo que hacer de intérprete.
– Dice que todo va bien, no siente ningún dolor -tradujo la enfermera. Los balbuceos de la niña continuaban.
– ¿Qué dice ahora? -le preguntó el doctor Zajac, y la enfermera se mostró de repente tímida o azorada.
– Ojalá no pusieran ese analgésico en la anestesia -comentó la enfermera. La pequeña parecía relatar una larga historia.
– ¿Qué le está diciendo? -quiso saber Zajac.
– Está contando el sueño que tuvo -respondió, evasivamente, la enfermera-. Cree que ha visto su futuro. Será muy feliz y tendrá muchos hijos. Demasiados, en mi opinión.
En presencia de Zajac, la pequeña se limitaba a sonreír. Para ser una niña de tres años, había algo inapropiadamente seductor en sus ojos.
Ahora, en el consultorio bostoniano del doctor Zajac, Patrick Wallingford sonreía de la misma manera. «¡Qué coincidencia tan tonta!», se dijo el doctor Zajac, mientras contemplaba la expresión de embriaguez sexual de Wallingford.
«La paciente del tigre», llamó a aquella chiquilla de Bombay, porque había explicado a los médicos y las enfermeras que, cuando metió la mano en la máquina agrícola, los engranajes le rugieron como un tigre.
Tonto o no, había algo en el aspecto de Wallingford que daba que pensar al doctor Zajac. «El paciente del león», como Zajac llamaba desde hacía tiempo a Patrick Wallingford, necesitaba posiblemente algo más que una nueva mano izquierda. Lo que el doctor Zajac desconocía era que Wallingford había encontrado por fin lo que necesitaba… había encontrado a Doris Clausen.