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– ¿Ha desaparecido el dolor? -le preguntaba ella.

Ahora el dolor no se iba, parecía ser tan permanente como la falta de la mano izquierda.

Patrick Wallingford seguía en el hospital el 24 de enero de 1999, cuando en Louisville, ciudad de Kentucky, se llevó a cabo el primer trasplante de mano con éxito en Estados Unidos. El receptor, Matthew David Scout, era un hombre de Nueva Jersey que había perdido la mano izquierda en un accidente con fuegos artificiales, trece años antes de la operación. Según The New York Times , «de repente estuvo disponible la mano de un donante».

Un experto en ética médica (dada su experiencia, a Zajac no le extrañó la intervención de esos caballeros) dijo que el trasplante de mano realizado en Louisville era «un experimento justificable». No tuvo nada de extraordinario que otros expertos en ética médica se mostraran en desacuerdo. («La mano no es esencial para la vida», como publicó el Times.)

El jefe del equipo quirúrgico que llevó a cabo la intervención en Louisville hizo la observación, hoy consabida, sobre la mano trasplantada de que sólo había «un cincuenta por ciento de probabilidad de que sobreviva un año, y más allá de ese plazo la verdad es que no lo sabemos».

Los directivos de la cadena de noticias de Wallingford, sabedores de que Patrick aún estaba convaleciente en un hospital de Boston, entrevistaron a un portavoz de Schatzman, Gingeleskie, Mengerink, Zajac y Asociados. Zajac pensó que el llamado portavoz debía de ser Mengerink, porque su informe, aunque correcto, demostraba una insensibilidad característica a la reciente pérdida sufrida por Wallingford. El informe decía: «Los experimentos con animales han revelado que las reacciones de rechazo no suelen producirse antes de siete días tras la intervención, y que el 90 por ciento de las reacciones tienen lugar en los tres primeros meses», lo cual significaba que, en el caso de Patrick, la reacción de rechazo estaba desincronizada con respecto a las de los animales.

Pero ese informe no ofendió a Wallingford. Deseaba sinceramente buena suerte a Matthew David Scott. Sin duda podría haber sentido más afinidad con la persona que fue objeto del primer trasplante de mano en el mundo, porque, al igual que el suyo, fracasó. Sucedió en Ecuador, en 1964, y al cabo de dos semanas el receptor rechazó la mano del donante. «En aquel entonces sólo existía una imperfecta terapia antirrechazo», señaló el Times . (En 1964 no existían los fármacos inmunosupresores que hoy se utilizan normativamente en los trasplantes de corazón, hígado y riñón.)

Cuando le dieron de alta en el hospital, Patrick Wallingford regresó enseguida a Nueva York, donde le sonrió el éxito profesional. Le encargaron presentar las noticias de la noche, y su popularidad aumentó de una manera vertiginosa. En otro tiempo había sido un comentarista más bien burlón acerca de la clase de calamidad que le había acontecido; hasta entonces se había comportado como si la muerte, la pérdida, la aflicción grotescas suscitaran menos solidaridad por el simple hecho de que eran grotescas. Ahora sabía que lo grotesco era corriente, y por lo tanto en absoluto grotesco. Todo era muerte, pérdida, aflicción… por estúpido que fuese. De alguna manera, como presentador, transmitía esa idea, y así hacía que, hasta cierto punto, los telespectadores se sintieran mejor acerca de lo que sin ninguna duda era malo.

Pero lo que Wallingford era capaz de hacer ante una cámara, no podía repetirlo en lo que llamamos vida real. Esto era muy evidente con Mary X… Patrick había fracasado por completo en su intento de hacer que se sintiera un poco mejor. La joven había vivido un áspero divorcio, sin comprender que los divorcios raramente son de otra manera. Mary seguía sin hijos y, aunque era la más inteligente de las periodistas con las que Wallingford volvía a trabajar en la sala de redacción, no era tan agradable como en el pasado. Siempre estaba nerviosa, y en sus ojos, donde antes Wallingford sólo observara franqueza y una aguda vulnerabilidad, lo que veía ahora era desasosiego, impaciencia y astucia, cualidades que las demás mujeres de la sala de redacción tenían a espuertas. A Wallingford le entristecía ver a Mary descendiendo al nivel de las otras… o madurando hasta alcanzarlo, como sin duda dirían ellas.

De todos modos, Wallingford quería que fuesen amigos, eso era sinceramente lo único que deseaba. A tal fin, una vez a la semana iba a cenar con ella. Pero Mary siempre bebía más de la cuenta y, cuando bebía, su conversación durante la cena giraba de nuevo en torno al tema que Wallingford trataba de evitar, a saber, sus motivos para no acostarse con ella.

– ¿Tan poco atractiva soy para ti? -solía preguntarle.

– Nada de eso, Mary. Eres una chica muy guapa.

– Sí, claro.

– Por favor, Mary…

– No te pido que te cases conmigo -le decía Mary-. Sólo que pasemos un fin de semana juntos en alguna parte… ¡Una noche no es mucho pedir, creo yo! ¡Vamos, inténtalo! Hasta podría ser que te interesara pasar más de una noche.

– Por favor, Mary…

– No me vengas con ésas, Pat. ¡Te tirabas a todo el mundo! ¿Cómo crees que me siento al ver que no quieres acostarte conmigo?

– Quiero que seamos amigos, Mary, buenos amigos.

– Muy bien, ya que me obligas, te lo diré sin pelos en la lengua. Quiero que me dejes embarazada. Quiero tener un hijo, y contigo saldría un bebé guapísimo. Quiero tu esperma, Pat, así de claro. Quiero tu simiente.

Podemos imaginar que Wallingford era un poco reacio a dejarse convencer por esta proposición. No es que no supiera lo que Mary pretendía, sino que no estaba seguro de que quisiera pasar por eso de nuevo. Sin embargo, en cierto sentido, Mary tenía razón: el hijo de Wallingford sería guapísimo. Ya tenía una prueba de ello.

Tuvo la tentación de decirle a Mary la verdad: que había sido padre, que quería mucho al pequeño y también amaba a Doris Clausen, la viuda del camionero. Pero por muy buena chica que pareciese Mary, lo cierto era que trabajaba en la sala de redacción de Nueva York, y que era periodista. Wallingford habría estado loco si le hubiera dicho la verdad.

– ¿Por qué no recurres a un banco de esperma? -le preguntó Patrick una noche-. Si de veras estás empeñada en tener un hijo mío, consideraría seriamente la posibilidad de hacer una donación a uno de esos bancos.

– ¡Eres un desgraciado! -gritó Mary-. No soportas la idea de acostarte conmigo, ¿verdad? joder, Pat, ¿es que necesitas las dos manos para que se te levante? ¿Qué te pasa? ¿O se trata de mí?

Arranques como aquél ponían fin a sus encuentros semanales para cenar juntos, por lo menos durante una temporada. Aquella noche inquietante, cuando regresaban de cenar y el taxi se detuvo primero ante el edificio donde vivía Mary, ella bajó sin darle siquiera las buenas noches.

Wallingford, que estaba comprensiblemente aturdido, le dio al taxista una dirección errónea. Cuando se dio cuenta, el taxi ya se había ido y Patrick estaba ante su antigua vivienda, en la calle Sesenta y dos, donde había vivido con Marilyn. No podía hacer más que caminar media manzana hasta Park Avenue y parar otro taxi, pues estaba demasiado cansado para recorrer a pie las veintitantas manzanas hasta su casa. Pero el por tero que se confundía le reconoció y salió corriendo a su encuentro antes de que Patrick pudiera alejarse.

– ¡Señor Wallingford! -exclamó sorprendido Vlad, Vlade o Lewis.

– Soy Paul O'Neill -replicó Patrick, alarmado, y le tendió su única mano-. Bateo y lanzo con la izquierda… ¿recuerda?

– ¡Ah, señor Wallingford, Paul O'Neill no le llega a la suela de los zapatos! -dijo el portero-. ¡Me encanta su nuevo programa! Su entrevista al niño sin piernas… ya sabe, el que se cayó o le empujaron al foso donde estaba el oso polar.

– Lo sé, Vlade -dijo Patrick.

– Me llamo Lewis -repuso Vlad-. Como le decía, lo pasé en grande con esa entrevista. Y aquella pobre mujer… la jodieron bien al darle los resultados del… el frotis… su hermana… ¡Es increíble!

– También a mí me costó creerlo -admitió Wallingford-. La prueba de Papanicolau es muy precisa, pero si le dan a una mujer el resultado de otra…

– Su esposa está con alguien -le dijo solapadamente el portero-. Quiero decir que esta noche tiene compañía.

– Es mi ex esposa -le recordó Patrick.

– Casi todas las noches está sola.

– Puede hacer lo que quiera con su vida.

– Sí, ya lo sé -replicó el portero-. ¡Usted sólo la ayuda a mantenerse!

– No tengo ninguna queja de su manera de vivir -puntualizó Patrick-. Ahora yo vivo en el norte, en la calle Ochenta y tres Este.

– No se preocupe, señor Wallingford -le dijo el portero-. ¡No se lo diré a nadie!

En cuanto a la mano que le faltaba, Patrick se complacía en agitar el muñón ante la cámara, y también demostraba alegremente sus repetidos fracasos con una variedad de prótesis.

– Vean esto, sólo con un poco más de habilidad sería capaz de dominar este artilugio -solía decir Wallingford-. El otro día vi a un hombre que le cortaba las uñas a su perro con uno de estos cacharros, y era un perro juguetón, que no paraba quieto.

Pero los resultados eran predecibles: Patrick se derramaba el café en el regazo, o se enredaba la prótesis con el cable y hacía saltar el pequeño micrófono de la solapa.

Al final volvía a mostrar el muñón, sin ningún elemento artificial.

– Les ha hablado Patrick Wallingford, del canal de noticias internacionales. Buenas noches, Doris -añadía siempre, agitando el muñón-. Buenas noches, mi pequeño Otto.

Patrick tardó largo tiempo en salir con mujeres al ritmo en que lo hacía antes. Después de intentarlo, se sintió decepcionado, pues el ritmo era o bien demasiado rápido o bien demasiado lento. Se sentía desfasado, y dejó de salir con mujeres. En ocasiones, cuando viajaba, conocía a alguna y dejaba que le persuadiera para hacer el amor con ella, pero ahora que era presentador y no reportero, viajaba bastante menos. Además, uno no podía llamar «salir» a dejarse persuadir para hacer el amor. Como era propio de él, Wallingford no lo habría llamado de ninguna manera.

Por lo menos no había nada comparable a la expectación que había sentido cuando la señora Clausen se ponía de lado, dándole la espalda, y le tomaba la mano (¿o era la de Otto?), colocándosela primero en el costado y luego en el abdomen, donde el nonato esperaba para darle patadas. Nada podía igualar aquellas sensaciones, o el sabor de su nuca, o el olor de su cabello.