– Somos del equipo de natación -decía- y por eso lo que nos gustaría hacer es la escena en que arrojan al mar a Jonás, o bien la escena en que él es echado de nuevo al mar desde el vientre de la ballena, y luego tiene que nadar hasta dar con tierra. Pero, según el guión que ha hecho la, Hermana, tendremos que representar la escena del barco, cuando en plena tormenta el capitán y la tripulación, irritados, lo fríen a preguntas airadas; y luego, cuando en las afueras de Nínive él se construye una choza donde se pone a balbucir sus lamentos a Dios. Y eso es todo. A propósito, ¿qué rayos será ese arbusto que por lo visto crecía por allí, el de "ricino" que llaman? Por dondequiera que se mire, ¡qué rareza de planta! Y a pesar de no conocerlo, nosotras somos las que tenemos la responsabilidad de poner en pie los decorados.
Kizu por fin se lanzó a hablar. Pues él precisamente había conseguido el carnet de socio del club por un año gracias a los buenos servicios del monitor responsable del equipo de natación de las chicas, que ejercía a su vez como profesor de dibujo y pintura. Seguramente, las chicas, a través de este profesor suyo, ya habían recibido información de la actividad de Kizu en América.
Kizu había hecho la Biblia en imágenes, aportando sus ilustraciones para un libro infantil -según él mismo les dijo-. Con ocasión de ello había realizado un viaje a Oriente Medio para documentarse, y había visto allí los arbustos de ricino.
– De aquí a una semana, tal día como hoy, os traeré un dibujo en color de ese árbol. El árbol de ricino, en el Libro de Jonás, es un pequeño motivo que expresa el amor de Dios, y de ahí su importancia. Mejor dicho, es un gran motivo, sin duda -añadió el pintor; y aquellas jóvenes acogieron encantadas la propuesta.
Una vez de acuerdo, las chicas, que habían entrado ocupando la Sala de Secado, pero no se habían mostrado hábiles en lo de conseguir la sudo-ración, lanzaron un saludo de despedida, más apropiado para un encuentro de atletismo, y se fueron. A través de la ventana, con sus cristales a prueba de calor empañados, se percibía el movimiento clamoroso de aquellas piernas bien musculadas.
En éstas, se dejó oír la voz de aquel joven, con un tono distinto del que Kizu le había escuchado cuando pescó sus conversaciones en el club. El chico llevaba la enorme toalla alrededor de la cintura, ya que con el sudor se había vuelto pesada y se le había deslizado hasta allí.
– Por lo que se ve, profesor, es usted buen conocedor de la Biblia.
Kizu se encontraba hacia un extremo del lado izquierdo de la Sala de Secado, en la grada baja. El joven estaba sentado justo en posición encontrada con la suya: en la grada alta del lado opuesto. Sintiendo tal vez reparo en tener que mirar a Kizu hacia abajo desde su puesto superior, se cambió a la grada baja. Y orientó a Kizu su cara, de facciones y brillo semejantes al caparazón de un cangrejo cocido.
– Nada de eso -replicó Kizu-. ¡Sólo por lo que les he dicho a esas chicas…! La cosa no pasa de ahí. Ni se da el caso de que yo vaya a la iglesia.
– Yo por mi parte, hace un momento tan sólo, iba a indicarles algo a esas chicas. Y es que en el segundo piso del club, en el Salón de los Socios, está su libro ilustrado, profesor, en una estantería. Porque la comisión de cultura del centro se ocupa en reunir los libros de los miembros que se han incorporado al club y de exponerlos, a disposición del público. Cuando era niño…, o por decir mejor, hasta mucho más tarde, me he sentido admirado al ver cómo la manera de representar personajes y objetos en la pintura renacentista es de tal realismo que reproduce todo tal como era. El libro ilustrado por usted usa esa técnica, ¿verdad? Creo que los niños en especial se quedarán fascinados al verlo. Yo también, al leer el libro, he comprendido bien las proporciones que tendría la ciudad de Nínive, y la forma de las naves que viajaban a Tarsis.
El pintor se sintió interesado por las impresiones casi infantiles del joven -pues su propia concepción de los dibujos era algo que le había supuesto a Kizu una gran concienciación desde su juventud, y al llevarla a la práctica había condescendido con cierto anacronismo-, pero por encima de todo le atrajo la manera de hablar del joven. Pues ocurría que Kizu conservaba el recuerdo de un actor mejicano de teatro dotado de unas facciones nada comunes; y se diría que, a raíz de la propia conciencia de esa expresividad tan destacada de lo cotidiano que comporta una cara así, tal persona debe ser un punto más reservada de cara a los demás, en condiciones normales.
Kizu seguía en silencio, escuchando.
– Tampoco yo soy cristiano -continuó el joven-. Sólo que, desde mi infancia, el Libro de Jonás me ha venido inquietando.
– Como en realidad has leído mi libro ilustrado, no tengo ya que explicarte nada; pero también yo creo que he puesto mucho énfasis en la parte correspondiente al Libro de Jonás, dentro de mi obra.
– Si yo fuera a una iglesia, tendría ocasión de oír detalladas explicaciones sobre la Biblia. Pero el clero no me da buena espina; y así, las cosas que me preocupan siguen intactas, tal como estaban.
– Tal vez no sea lo más adecuado por mi parte preguntarte de este modo, pero… ¿qué es lo que te preocupa?
A pesar de haberse expresado así, Kizu en realidad no pensaba que de la boca del joven -la cual le había dado una impresión de brutalidad- fuera a brotar una pregunta concreta; pero al punto le llegó la réplica de él, con palabras que se dirían preparadas para el caso.
– A mí, ¿sabe?, me inquieta saber si el Libro de Jonás realmente acaba donde dice, o no. Sin duda es una pregunta infantil, pero se trata de saber si con el Libro de Jonás tal como existe hoy tenemos la obra completa, si era todo y sólo eso lo que había originalmente. Me preocupa.
– Ya veo -respondió Kizu, con esta frase vaga-. Puesto a pensarlo, a mí también me da la sensación de que ahí hay algo que no acaba de encajar. Pero conversando así, con estas palabras tan ambiguas, no vamos a llegar a ninguna parte.
En tal punto el joven cortó por lo sano, y dijo:
– ¿No sería posible que yo fuera a visitarle a su casa, para conversar de todo esto con más calma, profesor? El gerente del club me ha dicho que usted tiene la ciudadanía americana y vive en un lugar de régimen extraterritorial.
– No tiene nada de extraterritorial. Pues yo no pertenezco al cuerpo diplomático. Sin embargo, si te interesa el Libro de Jonás, tengo algunas obras de referencia; así que ven a verme con toda libertad. Vengo aquí los martes y los viernes, de modo que los demás días de la semana suelo tener la tarde libre. Infórmate de mi dirección en la oficina, y pide allí de mi parte que te faciliten también mi número de teléfono.
El joven dio evidentes muestras de alegría.
– Me he precipitado mucho en la conversación -dijo-; me preocupa que usted me pueda considerar un imprudente. Pero me voy a permitir tomarle la palabra; así que la semana próxima lo llamo.
Aquella sauna era de baja temperatura, y como Kizu ya había consumido un buen rato allí, decidió salir de la Sala de Secado. Dio una vuelta bordeando la cerca de madera ubicada en torno al foco de calor, empujó la puerta sin pintar de la sala y salió al exterior. A través de los cristales resistentes al calor, aún pudo cruzar su mirada con la del joven, que inclinaba el torso hacia él en ademán de iniciar un saludo. Kizu inclinó, a su vez, la cabeza, y en su rostro afloró una sonrisa, luego bajó hacia la zona de la piscina, y se marchó.
Ya he dejado explicado más atrás por qué Kizu -quien como docente del Departamento de Bellas Artes de una Universidad de la costa Este estadounidense gozaba cada ciertos años de un descanso sabático- había optado, ese año, por pasarlo en Japón. Espero que al lector le quedará claro lo siguiente: que, por las mismas razones, Kizu se había propuesto un programa de actividades algo distendido para ese período de tiempo. Su universidad le había facilitado un apartamento en cierto conjunto residencial que había adquirido en tiempos de la ocupación aliada posterior a la segunda guerra mundial, y que, tras pasar por varios cambios de administración e incluso tras haberse reedificado el bloque, seguía siendo propiedad de la universidad. Ese conjunto residencial no estaba exclusivamente destinado al personal que enviara la misma universidad, sino que se ponía igualmente a disposición de los japonólogos de otras muchas; si bien en el caso de Kizu, tratándose de un profesor numerario de la misma universidad, se le asignó como muestra de cordial acogida un apartamento en la planta más alta, de amplia distribución, con cuatro habitaciones en total, incluidos dos dormitorios. Él hizo un gran salón unificando la amplia zona de estar y la de comedor-cocina, disponiendo en el lado opuesto al ocupado por la mesa de comedor un espacio habilitado como taller. En la divisoria colocó el sofá, una butaca y una mesita, y allí era donde pasaba la mayor parte del tiempo.
Pasados tres días, recibió durante la mañana una llamada telefónica del joven, y en ese momento Kizu no conservaba recuerdo alguno del nombre y apellido del mismo; por un instante tan sólo, se quedó en suspenso. Al oírlo hablar en el club de atletismo había advertido que su manera de hablar y cuanto decía denotaban inteligencia; y que al mirarlo -con su físico tan musculoso- mientras hablaba, daba la impresión de que su asertiva presencia corporal hacía de puente entre su voz y su cara. Pero por teléfono transmitía una resonancia clara y sosegada.
Kizu recibió al joven visitante, y lo hizo sentar en el sofá que lindaba con la zona de taller. Sobre la mesita cercana había colocado el material de consulta, en tanto que él mismo se sentó en la butaca a juego con el sofá. El joven -llamado Ikúo- vestía pantalones vaqueros, una camiseta blanca de manga corta y encima una camisa de algodón de diario, con las mangas remangadas. En comparación con su aspecto desnudo de la Sala de Secado, parecía ahora bastante más joven. No obstante, a juzgar por el aire intranquilo que traslucía el joven desde que entrara en el apartamento, era fácil intuir que esa ropa tan común le venía al cuerpo como cosa prestada, y que la escena presente de la vida real desentonaba básicamente de sus costumbres. Algo más tarde, cuando Ikúo empezó a ir allí regularmente para posar como modelo del natural, explicaría a Kizu por qué ese primer día había mirado todo a su alrededor con tanta atención: empezando por los techos, pues éstos eran altísimos en comparación con los de los pisos amplios de Tokio. Y no se trataba sólo del interior del apartamento: la zona de acceso a los ascensores y el vestíbulo de la planta baja, donde los residentes recogían la correspondencia, estaban hechos con un tosco pragmatismo, sin hablar de sus exageradas dimensiones. Al escucharle a Ikúo por qué se sentía tan fuera de lugar allí, Kizu comprendió por contraste cómo, en su propio caso, él se había acostumbrado tan pronto a ese edificio, ya que estaba edificado siguiendo el mismo estilo que la residencia de su facultad en Nueva Jersey, donde él había entrado como nuevo profesor numerario, para quedarse allí por siete u ocho años.