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Para entonces había aparecido un joven artista llamado Gordon Dryer. Harry le había montado la primera exposición justo seis semanas antes de que se produjera la catástrofe; no porque su obra le pareciese admirable (abstracciones severas, demasiado racionalistas, que no suscitaban ni ventas ni críticas positivas), sino por la presencia física de Dryer, que resultaba irresistible. Con treinta años, pero sin aparentar más de dieciocho, tenía un rostro delicado, femenino, manos pequeñas, blancas como el mármol, y unos labios que Harry sintió deseos de besar desde el primer momento que los vio. Tras dieciséis años de vida conyugal con Bette, el futuro jefe de Tom por fin sucumbió. No sólo a un enamoramiento fugaz e insignificante, sino a una embriaguez en toda la extensión de la palabra, a un amor increíble y apasionado. Y el ambicioso Dryer, desesperado por exponer su obra en Dunkel Freres, se dejó seducir por el rechoncho cincuentón de Harry. O puede que ocurriera a la inversa, y fuera Dryer quien sedujo al galerista. Pasara lo que pasase, el hecho se produjo cuando el dueño de la galería acudió al estudio del artista a ver sus últimos lienzos. El guapo niño-hombre adivinó enseguida las intenciones de Harry, y al cabo de veinte minutos de charla insustancial sobre los méritos del minimalismo geométrico, con toda naturalidad se puso de rodillas y le desabrochó la bragueta.

Tras la reacción no muy entusiasta a la exposición de Dryer, se multiplicaron las bajadas de cremallera, y poco tiempo después Harry acudía varias veces por semana al estudio del pintor. A Dryer le inquietaba que Harry lo borrase de su catálogo de artistas, y aparte de su propio cuerpo no tenía nada que ofrecer a cambio. Harry estaba demasiado loco por él para comprender que lo estaban utilizando, pero aunque hubiera caído en la cuenta, probablemente le habría dado lo mismo. Tal es la insensatez del corazón humano. Ocultó a Bette la relación, y como la quinceañera Flora ya empezaba a manifestar los primeros e insidiosos síntomas de esquizofrenia, pasaba tanto tiempo en casa como sus asuntos le permitían. La tarde era para Gordon, pero por la noche volvía a introducirse en el papel de marido y padre consciente de sus deberes. En esos momentos la noticia de la muerte de Smith le cayó como un mazazo, y Harry fue presa del pánico. Aún quedaba una serie de obras por vender, pero al cabo de seis meses o un año las existencias se agotarían. ¿Y entonces, qué? Tal como estaban las cosas, Dunkel Frères a duras penas se mantenía a flote, y Bette ya había invertido demasiado dinero en la galería para que Harry fuese ahora a pedirle más. Con Smith repentinamente desaparecido, la galería estaba condenada a irse a pique. Si no era hoy, sería mañana, y si no, pasado mañana. Porque lo cierto era que Harry no había logrado aprender lo más mínimo sobre la forma de llevar un negocio. Había confiado en el cascarrabias de Smith para mantener los derroches y extravagancias que se permitía (suntuosas fiestas y cenas para doscientas personas, reactores privados y coches con chófer, absurdas y arriesgadas apuestas por artistas de segunda y tercera clase, estipendios mensuales a pintores que no vendían un cuadro), pero la gallina de los huevos de oro había dado el salto del ángel en México, y en lo sucesivo ya no habría más opulencia.

Entonces fue cuando a Dryer se le ocurrió un plan para solucionar los problemas de Harry. Lo de poner el culo y mamarla sólo le serviría hasta cierto punto, pensó, pero si podía hacerse realmente indispensable, su carrera como artista estaría asegurada. Pese al frío intelectualismo de su obra, Dryer poseía un enorme talento natural como dibujante y colorista. Lo había suprimido en nombre de una idea, una concepción del arte que valoraba el rigor y la exactitud por encima de todo lo demás. Odiaba el efusivo romanticismo de Smith, con sus gestos recargados e impulsos pseudoheroicos, pero eso no significaba que fuera incapaz de imitar su estilo cuando quisiera. ¿Por qué no seguir creando la obra de Smith después de la muerte del artista? Los últimos cuadros y dibujos del joven maestro, desaparecido en la flor de la vida. Una exposición pública supondría un riesgo excesivo, desde luego (la viuda de Smith se enteraría y acabaría descubriendo el engaño), pero Harry podría vender las obras en la trastienda de la galería a los más fervientes coleccionistas de Smith, y siempre que Valerie Smith no se enterase de nada, el chanchullo podría arrojar un beneficio neto del cien por cien.

Harry se resistió al principio. Sabía que a Gordon se le había ocurrido algo brillante, pero la idea lo asustaba; no porque estuviera en contra, sino porque no creía que el muchacho tuviese la capacidad de llevar a cabo la estafa. Y si las falsificaciones no salían perfectas, réplicas exactas de las obras de Smith, probablemente acabaría en la cárcel. Dryer se encogió de hombros, como si sólo fuera algo que se le había pasado por la cabeza, y empezó a hablar de otra cosa. Cinco días después, cuando Harry volvió al estudio en una de sus visitas vespertinas, Dryer descubrió su primer original de Alec Smith, y el estupefacto marchante se vio obligado a admitir que había subestimado la capacidad de su joven protégé. Dryer se había erigido en el doble de Smith, desterrando hasta la última brizna de su propia personalidad con objeto de introducirse en la mente y el corazón de un muerto. Fue todo un número, un acto de brujería psicológica que llenó de respeto y terror la mente del pobre Harry. No sólo había captado Dryer la forma y el estilo de uno de los lienzos de Smith, copiando los crudos trazos de espátula, la densa coloración y el accidental hilillo de gotas aquí y allá, sino que había ido un poco más lejos de lo que el desaparecido pintor había llegado nunca. Era el siguiente cuadro de Smith, pensó Harry, el que habría empezado en la mañana del doce de enero de no haberse matado en la noche del día once saltando del tejado de su casa.

Durante los seis meses siguientes, Dryer produjo veintisiete cuadros más, aparte de varias docenas de dibujos a tinta y bocetos al carboncillo. Entonces, lenta y metódicamente, conteniendo con firmeza su entusiasmo en un inusitado alarde de prudencia y dominio de sí mismo, Harry engatusó a diversos coleccionistas del mundo entero y empezó a colocar las falsificaciones. El negocio continuó durante más de un año, periodo en el cual se despacharon veinte cuadros que produjeron cerca de dos millones de dólares limpios. Como Harry era la cabeza visible de la operación -y por tanto quien arriesgaba la reputación-, los falsificadores convinieron en un reparto del setenta por ciento para uno y el treinta por ciento restante para el otro. Quince años después, cuando Harry se desahogó confesándose a Tom mientras cenaban en Brooklyn, describió aquellos meses como la época más estimulante y terrorífica de su vida. Se encontraba inmerso en un estado de continuo pánico, explicó, y sin embargo, pese al horror y al convencimiento de que acabarían atrapándolo, era feliz, mucho más de lo que nunca había sido. Cada vez que lograba vender otro falso Smith al director de una empresa japonesa o a un constructor argentino, su arrebatado y sufrido corazón saltaba a través de cuarenta y siete aros de alegría.

En la primavera de 1986, Valerie Smith vendió su casa de Oaxaca y volvió a Estados Unidos con sus tres hijos. Pese a su matrimonio tempestuoso y a veces violento con el mujeriego Smith, siempre había sido una defensora incondicional de su obra, y conocía hasta el último cuadro que su marido había pintado desde los veinte años hasta su muerte en 1984. A raíz de la primera exposición en Dunkel Freres, el matrimonio había hecho amistad con un cirujano plástico llamado Andrew Levitt, acaudalado coleccionista que había comprado a Harry dos cuadros en 1976 y reunido un total de catorce Smith cuando Valerie fue a cenar a su casa de Highland Park diez años después. ¿Cómo podría Harry haber adivinado que volvería a Chicago? ¿Cómo podría haber sabido que Levitt -el mismo Levitt a quien había vendido un magnífico Smith falso sólo tres meses antes- la iba a invitar a su casa? Huelga mencionar que el adinerado doctor mostró orgullosamente su nueva adquisición en la pared del salón, y ni que decir tiene que la perspicaz viuda comprendió al instante lo que aquella obra significaba en realidad. Nunca le había caído bien Harry, pero le había concedido el beneficio de la duda en atención a Alec, consciente de que el vuelco que había dado la carrera de su marido se debía en gran medida al director de Dunkel Freres. Pero ahora su marido estaba muerto, Harry no se traía nada bueno entre manos, y la enfurecida Valerie Denton Smith tenía el firme propósito de acabar con él.

Harry lo negó todo. Sin embargo, con siete obras falsas aún guardadas en el almacén de la galería, a la policía no le resultó difícil encontrar pruebas para acusarlo. El siguió declarando su inocencia, pero entonces Gordon se largó de la ciudad, y a raíz de esa traición Harry se acobardó. En un acceso de desesperación y lástima de sí mismo, se derrumbó y acabó contando a Bette toda la verdad. Otro error, otro paso en falso en una larga serie de traspiés y desaciertos. Por primera vez en todos los años que la conocía, Bette arremetió con furia contra él: una violenta diatriba que incluía palabras tales como enfermo, codicioso, repugnante y pervertido. Se disculpó enseguida, pero el daño ya estaba hecho, y aunque sintió compasión por él y contrató a uno de los mejores abogados de la ciudad para defenderlo, Harry comprendió que su vida estaba deshecha. La investigación se prolongó durante diez meses, un lento proceso de acumulación de pruebas que fueron recogiéndose en lugares tan apartados como Nueva York y Exalte, Amsterdarn y Tokio, Londres y Buenos Aires, después de lo cual el fiscal del distrito del condado de Cook acusó a Harry de treinta y nueve delitos de fraude. La prensa publicó la noticia en grandes titulares en portada. Harry se enfrentaba a una condena de entre diez y quince años en caso de que perdiera el juicio. Siguiendo el consejo de su abogado, optó por declararse culpable, y entonces, para reducir aún más la sentencia, implicó a Gordon Dryer en la estafa, sosteniendo que la idea fue del pintor desde el principio, y que él mismo se vio obligado a ser cómplice de Dryer cuando éste amenazó con descubrir su relación. La recompensa por esa colaboración fue una condena máxima de cinco años, con la garantía de una considerable reducción de pena por buena conducta. La policía siguió la pista de Dryer hasta Nueva York y lo detuvo en una fiesta de fin de año en un bar de la calle Christopher, sólo unos minutos después de que comenzara 1988. Él también se declaró culpable, pero sin la posibilidad de proponer tratos ni denunciar a terceros, al ex amante de Harry le cayó una pena de siete años.