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Pero lo peor aún estaba por llegar. Justo cuando Harry hacía los preparativos para ingresar en prisión, el viejo Dombrowski convenció a Bette para que presentara una demanda de divorcio. Empleó las mismas tácticas intimidatorias que había utilizado en el pasado -amenazando con excluirla de su testamento, con interrumpir su asignación-, pero esta vez lo decía en serio. Bette ya no estaba enamorada de Harry, pero tampoco se había planteado abandonarlo. A pesar del escándalo, pese a la deshonra que Harry había traído sobre sí, ni una sola vez se le había pasado por la cabeza poner fin a su matrimonio. El problema era Flora. Rondando los diecinueve, ya había estado ingresada en dos clínicas mentales privadas, y las perspectivas de una recuperación siquiera parcial eran nulas. Una atención médica de ese grado suponía unos gastos asombrosos, sumas que superaban los cien mil dólares por cada estancia, y si Bette perdía el cheque que su padre le enviaba todos los meses, la próxima vez que su hija sufriera una crisis no tendría más remedio que ingresarla en una institución pública: idea que simplemente se negaba a considerar. Harry comprendió su dilema, y como él no tenía solución alguna que proponer, aceptó de mala gana el divorcio, sin dejar de jurar que mataría al padre de Bette en cuanto saliera de la cárcel.

Se había convertido en un presidiario común, sin un céntimo, sin recursos ni planes de ninguna clase, y una vez que cumpliera su condena en Joliet, se vería tirado en la calle como un puñado de confeti. Por extraño que pareciese, fue su muy odiado suegro quien intervino para salvarlo; pero le salió caro, tan excesiva e implacablemente caro, que Harry nunca se recuperó de la vergüenza y repulsión que sintió al aceptar la propuesta del viejo. Sin embargo, no pudo resistirse. Se sentía demasiado vulnerable, demasiado atemorizado por el futuro para rechazarla, pero en cuanto estampó su firma en el contrato, supo que acababa de vender su alma al diablo y que se había condenado para siempre.

Por entonces ya llevaba casi dos años en la cárcel, y las condiciones de Dombrowski no podían haber sido más simples. Harry se mudaría a otra región del país, y a cambio de una cantidad de dinero suficiente para establecerse y montar un negocio, se comprometería a no volver nunca más a Chicago ni a ponerse de nuevo en contacto con Bette ni Flora. Dombrowski consideraba a Harry un degenerado, un ejemplar de alguna subespecie degradada que no podía calificarse plenamente de humana, y le hacía responsable directo de la enfermedad de Flora. Estaba loca porque Harry había fecundado a Bette con su esperma enfermizo y mutante, y ahora que había demostrado ser además un farsante y un delincuente, al salir de la cárcel se vería condenado a una vida de miseria y privaciones a menos que renunciara para siempre a reivindicar su paternidad. Harry renunció. Cedió a las monstruosas exigencias de Dombrowski, y a raíz de esa capitulación le fue posible iniciar una nueva vida. Se decidió por Brooklyn porque era Nueva York sin ser enteramente Nueva York, y las posibilidades de encontrarse allí con algún antiguo colega del mundo del arte parecían escasas. Había una librería en venta en Park Slope, en la Séptima Avenida, y aun cuando Harry no sabía nada del negocio de los libros, el establecimiento satisfacía su inclinación por las curiosidades y el desorden de almoneda. Dombrowski le compró el edificio entero, de cuatro pisos, y en junio de 1991 nació el Brightman's Attic.

Harry estaba llorando al llegar a ese punto, explicó Tom, y se pasó el resto de la cena hablando de su hija, recordando el último y angustioso día en que estuvo con ella antes de ir a la cárcel. Flora se encontraba en pleno ataque de nervios, cayendo en el delirio que la llevaría al hospital por tercera vez, pero aún mantenía la lucidez suficiente para reconocer a su padre y hablar con él en un lenguaje comprensible. En alguna parte había leído una serie de estadísticas por las que se calculaba la cantidad de gente en el mundo que nacía y moría cada segundo en un día cualquiera. Las magnitudes numéricas eran pasmosas, pero a Flora siempre se le habían dado bien las matemáticas, y enseguida extrapoló los datos de conjunto para formar grupos de diez: diez nacimientos cada cuarenta y un segundos, diez muertes cada cincuenta y ocho segundos (o lo que fuera). Ésa era la verdad de la vida, dijo a su padre mientras desayunaban aquella mañana, y con objeto de asimilar aquella verdad había decidido pasar el día sentada en la mecedora de su habitación, gritando regocijaos cada cuarenta y un segundos y afligíos cada cincuenta y ocho segundos para señalar la marcha de las diez personas que ya descansaban en paz y celebrar la llegada de los diez recién nacidos.

A Harry se le había desgarrado muchas veces el corazón, pero en aquel instante no era sino un montón de cenizas que le taponaban un agujero en el pecho. En su último día de libertad, pasó doce horas sentado en la cama viendo cómo su hija se balanceaba hacia atrás y hacia delante en la mecedora, gritando unas veces regocijaos y otras afligíos mientras seguía la trayectoria del segundero en la esfera del despertador de su mesilla de noche.

– ¡Regocijaos! -gritaba-. Regocijaos por los diez que están naciendo, que nacerán, que han nacido cada cuarenta y un segundos. Regocijaos, pero no os detengáis. Regocijaos una y otra vez, porque al menos eso es seguro, al menos eso es cierto, y al menos eso está más allá de toda duda: ahora viven diez personas que antes no existían. ¡Regocijaos!

Y entonces, aferrándose firmemente a los brazos de la mecedora mientras aceleraba el ritmo del balanceo, miraba a su padre a los ojos y gritaba:

– ¡Afligíos! Afligíos por los diez que han desaparecido. Afligíos por los diez que ya no viven, que han iniciado su viaje a lo desconocido. Afligíos infinitamente por los muertos. Afligíos por las personas que fueron buenas. Afligíos por las personas que fueron malas. Afligíos por los viejos que murieron con el cuerpo vencido. Afligíos por los jóvenes que fallecieron antes de tiempo. Afligíos por un mundo que permite que la muerte nos arranque de su seno. ¡Afligíos!