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SOBRE GRANUJAS

Antes de encontrarme con Tom en el Brightman's Attic, no creo que hubiese hablado con Harry más de dos o tres veces; y eso sólo de pasada, un intercambio de palabras breve y superficial. Tras escuchar el relato que me hizo Tom sobre el pasado de su jefe, me entró curiosidad por saber algo más de personaje tan curioso, por tener delante a aquel bribón y verlo actuar con mis propios ojos. Como Tom dijo que le encantaría presentármelo, cuando dimos por terminado nuestro almuerzo de dos horas en el Cosmic Diner, decidí acompañar a mi sobrino a la librería y satisfacer mi deseo aquella misma tarde. Pagué la nota en la caja, volví a la mesa y dejé veinte dólares de propina para Marina. Era una cantidad absurdamente excesiva -casi el doble de lo que había costado el almuerzo-, pero no me importaba. La niña de mi corazón me prodigó una resplandeciente sonrisa de agradecimiento, y el verla feliz me puso de tan excelente humor que al instante decidí llamar a Rachel por la noche para darle la noticia de que había encontrado a su primo, desaparecido tanto tiempo atrás. A raíz de su conflictiva y deprimente visita a mi apartamento a primeros de abril, mi hija me había incluido en su lista negra, pero después de restablecer el contacto con Tom, y ahora que la sonriente Marina González me había lanzado un beso al salir del restaurante, quería que todo volviera a estar bien en el mundo. Ya había llamado una vez a Rachel para disculparme por haberle hablado con tanta aspereza, pero me colgó al cabo de treinta segundos. Ahora pensaba insistir de nuevo, pero en esta ocasión me arrastraría a sus pies hasta que todo se hubiera aclarado definitivamente entre nosotros.

La librería estaba a cinco manzanas y media del restaurante, y mientras Tom y yo volvíamos dando un paseo por la Séptima Avenida en la agradable tarde de mayo, seguimos hablando de Harry, el otrora Dunkel de Dunkel Freres, que había escapado del tenebroso bosque de su oscura identidad para emerger como un sol brillante en el firmamento de la duplicidad.

– Siempre he tenido debilidad por los granujas -observé-. Como amigos quizá no pueda confiarse mucho en ellos, pero imagínate lo sosa que sería la vida sin ellos.

– No creo que Harry siga siendo un granuja -repuso Tom-. Tiene demasiados remordimientos.

– Cuando se es un granuja, se es un granuja. La gente no cambia.

– Eso es discutible. Yo creo que puede cambiar.

– Tú no has trabajado en el ramo de seguros. La pasión por el engaño es universal, muchacho, y cuando alguien le coge el gusto, ya no hay remedio que valga. El dinero fácil: no hay mayor tentación que ésa. Fíjate en todos esos listos que montan simulacros de accidentes de coches en los que resultan falsamente heridos, los comerciantes que incendian sus tiendas y almacenes, la gente que finge su propia muerte. He estado treinta años observando esas cosas, y nunca me he cansado de verlas. El gran espectáculo de la falta de honradez. Lo tienes por todas partes donde mires y, te guste o no, es de lo más divertido que se pueda ver.

Tom emitió un breve sonido, una fuerte espiración a medio camino entre una risita contenida y una abierta carcajada.

– Me encanta oír cómo sueltas tus chorradas, Nathan. No me había dado cuenta hasta ahora, pero lo he echado en falta. Lo he echado mucho de menos.

– Tú crees que estoy de broma -repuse-, pero te digo las cosas tal como son. Las perlas de mi sabiduría. Algunas advertencias después de toda una vida de lucha en las trincheras de la experiencia. Los embaucadores y timadores dominan el mundo. Los granujas detentan el poder. ¿Y sabes por qué?

– Dime, Maestro. Soy todo oídos.

– Porque son más insaciables que nosotros. Porque saben lo que quieren. Porque creen en la vida más que nosotros.

– Habla por ti, Sócrates. Si yo no fuera tan insaciable, no andaría por ahí con este barrigón a cuestas.

– Te gusta la vida, Tom, pero no crees en ella. Ni yo tampoco.

– Empiezo a perder el hilo.

– Acuérdate de Jacob y Esaú. ¿Lo ves?

– Ah. Vale. Ahora lo entiendo.

– Es una historia horrible, ¿verdad?

– Sí, verdaderamente horrorosa. Me creó muchos problemas de pequeño. Yo era entonces un personajillo de carácter recto y virtuoso. No decía mentiras, no robaba, no hacía trampas, no decía una mala palabra a nadie. Y ahí tenemos a Esaú, un bobalicón que se mueve con la gracia de un elefante, igual que yo. Lo justo era que Isaac le diera a él su bendición. Pero Jacob se la arrebata mediante un ardid; con ayuda de su madre, ni más ni menos.

»Y lo peor es que Dios parece aprobar la situación. El falso y traicionero Jacob pasa a ser jefe de los judíos, mientras Esaú se queda con las ganas y se convierte en un paria olvidado, en un don nadie.

»Mi madre me enseñó a ser bueno. "Dios quiere que seas bueno", repetía, y como yo era aún lo bastante joven para creer en Dios, daba por ciertas sus palabras. Luego leí por casualidad esa historia de la Biblia y no entendí ni jota. El malo gana, y Dios no lo castiga. No me parecía justo. Y sigue sin parecérmelo.

– Pues claro que es justo. Jacob tenía pasión por la vida, mientras que Esaú era un tarado. De buen corazón, de acuerdo, pero un cretino. Si tienes que elegir a uno de los dos para que conduzca a tu pueblo, te decidirás por el luchador, por el que demuestra ingenio y astucia, por el que posee la energía necesaria para superar los obstáculos y salir victorioso. Preferirás al individuo fuerte e inteligente antes que al bueno y débil.

– Eso es una verdadera brutalidad, Nathan. Sólo con llevar tu argumento un poco más lejos, podrás decirme que Stalin fue un gran hombre al que debe venerarse.

– Stalin era un rufián, un asesino psicótico. Yo estoy hablando del instinto de supervivencia, Tom, de la voluntad de vivir. Prefiero mil veces un granuja astuto a un beato inocentón. El granuja quizá no actúe siempre conforme a las normas, pero tiene temple. Y mientras haya un hombre de temple, habrá cierta esperanza para el mundo.