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A Tom le gustaba hablar con Harry porque era una persona franca y con chispa, un hombre con una labia tan estimulante y contradicciones tan absurdas que no se sabía con qué iba a salir a continuación. Por su aspecto, cualquiera lo habría tomado simplemente por otro de esos sarasas maduros de Nueva York. Toda su recargada apariencia estaba calculada para dar precisamente esa impresión -cejas y pelo teñidos, pañuelos de seda al cuello, chaquetas azules con escudos de club de yates, expresiones amaneradas-, pero una vez que se le conocía un poco, resultaba que Harry era un individuo exigente y perspicaz. Había algo provocativo en aquella manera suya de hablar, ingeniosa y punzante, que infundía el deseo de replicar adecuadamente a sus taimadas preguntas sobre asuntos personales. Con Harry, limitarse a responder nunca era suficiente. Debía haber cierta gracia en lo que uno decía, la efervescencia suficiente para demostrar que no se era simplemente otro zopenco que iba a trancas y barrancas por la vida. Y en vista de que en buena parte así era como se sentía por aquel entonces, Tom tenía que hacer un esfuerzo especial por mantener el tipo a la hora de hablar con Harry. Ese esfuerzo era lo que más le atraía de sus conversaciones. A Tom le gustaba pensar deprisa, y llevar su capacidad discursiva por senderos inhabituales, verse obligado a mantenerse alerta, le resultaba tonificante. Tres o cuatro meses después de su primera charla -cuando apenas se conocían, y por tanto no eran ni amigos ni asociados-; Tom se dio cuenta de que, entre todos sus conocidos de Nueva York, con nadie hablaba más francamente que con Harry Brightman.

Y sin embargo Tom siguió resistiéndose a su ofrecimiento. Durante más de seis meses rechazó las propuestas del librero para que trabajara con él, y en ese tiempo alegó tantas razones diferentes, expuso tal cantidad de argumentos para que Harry buscara a otro, que los dos acabaron tomando a broma su reticencia. Al principio, Tom se empeñaba en defender las virtudes de su trabajo, improvisando complejas teorías sobre el valor ontológico de la vida de taxista.

– Abre un camino directo a la inconsistencia del ser -sentenciaba, esforzándose por no sonreír mientras imitaba la jerga de su pasado universitario-, un espacio único por donde acceder a las caóticas infraestructuras del universo. Te pasas la noche dando vueltas por la ciudad, sin saber nunca adónde vas a ir a parar. Un cliente sube a la parte de atrás del taxi, te dice que lo lleves a tal y tal sitio, y ahí es adonde te diriges. Riverdale, Fort Greene, Murray Hill, Far Rockaway, la otra cara de la luna. Todo destino es arbitrario, toda decisión está regida por el azar. Ya puedes ir derecho, zigzaguear, llegar lo más rápido posible, pero en el fondo no tienes ni voz ni voto en el asunto. Eres un juguete de los dioses, y no tienes voluntad propia. Sólo estás para satisfacer los caprichos de la gente.

– Y esos caprichos -decía Harry, inyectando un malicioso destello a su mirada-…, qué atrevidos deben ser esos caprichos. Apuesto a que ves cantidad de ellos en el espejo retrovisor.

– He visto de todo lo habido y por haber, Harry. Masturbación, fornicación, embriaguez en todas sus formas. Vómito y semen, mierda y meados, sangre y lágrimas. En uno u otro momento, todos los fluidos humanos se han derramado en el asiento trasero de mi taxi.

– ¿Y quién limpia todo eso?

– Pues yo. Es mi trabajo.

– Bueno, jovencito, recuerda entonces -decía Harry, llevándose el dorso de la mano a la frente en un fingido desvanecimiento de diva- que, cuando vengas a trabajar a mi establecimiento, descubrirás que los libros no sangran. Y desde luego no defecan.

– También hay buenos momentos -añadía Tom, resistiéndose a que Harry dijera la última palabra-. Indelebles momentos de gracia, éxtasis minúsculos, milagros inesperados. Pasar tranquilamente por Times Square a las tres y media de la madrugada, sin nada de tráfico, y encontrarte de pronto solo en el centro del mundo, con esa lluvia de luces de neón cayéndote encima. Hacer que el velocímetro pase de ciento veinte por el Belt Parkway justo antes de amanecer y sentir cómo te inunda el olor del océano por la ventanilla abierta. O cruzar el Puente de Brooklyn en el preciso instante en que la luna llena aparece en medio del arco, y eso es lo único que se ve, la brillante esfera amarilla de la luna, tan grande que da miedo, y entonces te olvidas de que vives aquí en la tierra y te imaginas que en realidad estás flotando por el espacio. Ningún libro puede reproducir esas cosas. Estoy hablando de la verdadera trascendencia, Harry. De salir del cuerpo y entrar en la plenitud y el espesor del mundo.

– Para hacer eso no necesitas conducir un taxi, muchacho. Cualquier cacharro te serviría.

– No, es distinto. Con un coche normal, evitarías el aspecto desagradable del trabajo, y ésa es la base de toda la experiencia. El cansancio, el aburrimiento, la embrutecedora monotonía. Entonces, de pronto, sientes un súbito ramalazo de libertad, unos instantes de auténtica y absoluta dicha. Pero eso hay que pagarlo. Sin tedio, no hay gozo.

Tom no tenía idea de por qué se resistía de aquel modo a la oferta de Harry. No creía en la décima parte de las cosas que le decía, pero cada vez que volvía a salir a la luz la cuestión de cambiar de trabajo, se cerraba en banda y empezaba a soltar sus absurdos argumentos y justificaciones. Tom era consciente de que estaría mejor trabajando con Harry, pero la perspectiva de convertirse en empleado de una librería de lance no le resultaba muy halagüeña, no se parecía en nada a la idea que tenía cuando soñaba con rehacer su vida. No era un gran paso adelante, desde luego, una verdadera nimiedad comparado con todo lo que había perdido. De modo que los ofrecimientos continuaron, y cuanto más desprecio sentía Tom por su trabajo, con mayor ahínco defendía su propia inercia; y cuanto más apático se mostraba, más se despreciaba a sí mismo. La conmoción de cumplir los treinta en aquellas circunstancias funestas le hizo mella, pero no hasta el punto de impulsado a tomar medidas, y aunque su cena en la barra del Metropolitan Diner había concluido con la determinación de encontrar otro trabajo como mucho un mes después de aquella noche, cuando ese mes llegó a su fin seguía trabajando en la Compañía de Taxis Tres D. Tom siempre había tenido curiosidad por saber lo que significaban las tres D, y ahora creyó adivinado. Desolación, Destrucción, Desintegración. Informó a Harry de que consideraría su oferta, pero luego no hizo nada, igual que siempre. Si no hubiera sido por un drogata tartamudeante que en pleno colocón le puso una pistola en el cuello en la esquina de la calle Cuatro y la Avenida B una fría noche de enero, ¿quién sabe cuánto tiempo más habría durado aquel tira y afloja? Pero Tom comprendió al fin, y cuando a la mañana siguiente fue a la tienda de Harry y le comunicó que había decidido aceptar el trabajo, su época de taxista había concluido para siempre.

– Tengo treinta años -declaró a su nuevo jefe- y peso veinte kilos de más. Hace más de un año que no me acuesto con una mujer, y en las últimas doce mañanas he soñado con atascos en doce sitios distintos de la ciudad. Podría equivocarme, pero creo que estoy preparado para cambiar de vida.