Изменить стиль страницы

Fue entonces cuando empezó una verdadera caza de servios y de todo lo que se relacionaba con ellos. Las gentes se dividieron en perseguidos y perseguidores. La bestia hambrienta que vive dentro del hombre y que no se atreve a aparecer en tanto no quedan eliminados los obstáculos que representan las buenas costumbres y las leyes, quedó en libertad. Los actos de violencia, el pillaje e incluso el asesinato, como suele ocurrir en la historia de la humanidad, no sólo quedaron en silencio, sino que fueron autorizados con la condición de que se llevasen a cabo en nombre de intereses elevados y al amparo de una serie de palabras que representaban el orden. Tales fechorías se desencadenaron sobre un reducido número de personas de nombre y convicciones precisas. El hombre que por aquel entonces logró conservar la claridad del espíritu y los ojos abiertos, pudo asistir a la realización de semejante milagro y ver cómo una sociedad se transformaba de la noche a la mañana. En unos instantes fue borrado el barrio del comercio que descansaba sobre una tradición secular, tras la cual siempre había habido odios ocultos, envidias, supersticiones, accesos de intolerancia religiosa, de grosería y de crueldad; pero aquella tradición también había encerrado valor, humanidad, afición a la medida y al orden, toda una serie de sentimientos, en suma, que mantenían dentro de los límites de lo soportable todos los malos instintos y los hábitos groseros, y que terminaban por calmarlos y someterlos a los intereses generales de la vida en común. Algunos hombres que, durante cuarenta años, habían estado a la cabeza del barrio del comercio, dejaron de existir en el espacio de una noche, como si hubiesen muerto bruscamente, al mismo tiempo que las costumbres, las concepciones y las instrucciones que personificaban.

Al día siguiente del de la declaración de guerra a Servia, una banda de Schutzkorps 1 empezó a recorrer la ciudad en todas las direcciones. Esta banda, armada a toda velocidad, tenía por misión ayudar a las autoridades a dar caza a los servios; estaba compuesta por cíngaros, borrachos y holgazanes, gentes, en su mayoría, enemistadas con la buena sociedad y en conflicto con la ley. Un tal Huso Kokochar, un cíngaro sin honor y sin profesión determinada, a quien una enfermedad vergonzosa había comido la nariz cuando era un muchacho, estaba a la cabeza de una docena de desharrapados armados con viejos fusiles sistema Werndl provistos de largas bayonetas. Semejante individuo fue el que se hizo cargo del barrio del comercio.

Ante esta amenaza, Pavlé Rankovitch, en su calidad de presidente de la asociación servia encargada de administrar la escuela parroquial, fue con otros cuatro consejeros a visitar el subprefecto, un tal Sabliak. Era éste un hombre regordete, pálido, completamente calvo, de origen croata; hacía poco tiempo que desempeñaba aquella función en Vichegrado. Cuando acudieron a verle resultó que estaba nervioso, que había dormido poco.

Tenía los párpados rojos y los labios exangües y secos. Llevaba botas y en el ojal de la solapa de su chaqueta verde de cazador lucía una insignia negra y amarilla. Los recibió de pie y sin ofrecerles asiento. Pavlé Rankovitch, con la cara amarillenta y los ojos semejantes a dos trazos negros y oblicuos, tomó la palabra con voz sorda, extraña:

– Señor prefecto, ya veis lo que pasa y lo que se prepara, y sabéis que nosotros, los servios, ciudadanos de Vichegrado, no deseábamos nada de esto.

– Yo no sé nada, señor -interrumpió el subprefecto, con voz irritada-, ni quiero saber nada. Ahora tengo cosas más importantes que hacer que escuchar chismes. Es todo cuanto puedo deciros.

– Señor prefecto -repuso Rankovitch con calma, como si por medio de ella tratase de apaciguar a aquel hombre colérico y excitado -, hemos venido para ofreceros nuestros servicios y para aseguraros…

– No tengo ninguna necesidad de vuestros servicios ni tenéis nada que asegurarme. Ya habéis demostrado en Sarajevo lo que sois capaces de hacer.

– Señor prefecto -insistió Rankovitch con la misma voz e idéntica testarudez -, desearíamos que dentro de los límites de la ley…

– ¡ Vaya, ahora os acordáis de las leyes! ¿ A qué leyes tenéis la osadía de apelar?

– A las leyes del Estado, señor prefecto, a unas leyes que son válidas para todos.

El prefecto adquirió de pronto un aire grave, como si se hubiese tranquilizado un poco. Pavlé Rankovitch aprovechó aquel momento.

– Señor prefecto, ¿podemos tomarnos la libertad de preguntaros si están seguros nuestros bienes y nuestras vidas, así como nuestras familias? Y, en caso contrario, ¿qué es lo que debemos hacer?

El prefecto extendió entonces las manos con la palma hacia arriba a Rankovitch, se encogió de hombros, cerró los ojos y apretó convulsivamente sus delgados y descoloridos labios.

Pavlé Rankovitch conocía bien aquella expresión característica, inexorable, sorda, muda y ciega que la administración estatal toma en los momentos graves, e inmediatamente se dio cuenta de que tras aquel gesto no les quedaba más que dar por terminada la entrevista. El prefecto dejó caer los brazos, levantó la cabeza y dijo un poco más suavemente:

– Las autoridades militares indicarán a cada cual lo que tiene que hacer.

Entonces fue Rankovitch el que abrió los brazos, cerró los ojos y se encogió de hombros. A continuación dijo, con voz grave y alterada:

– ¡Gracias, señor prefecto!

– Los cuatro consejeros se inclinaron rígidos y torpes y salieron como si acabasen de oír su sentencia.

El barrio del comercio estaba en efervescencia y lleno de conciliábulos secretos.

En la tienda de Alí-Hodja se hallaban sentados algunos de los turcos más importantes de la ciudad, tales como Nail-Bey Tvrtkovitch, Osmanaga Chabanovitch, Suliaga Mezildjitch.

Estaban pálidos y preocupados, sus rostros tenían esa expresión grave y helada que surge siempre en aquellos que tienen algo que perder, cuando se ven en presencia de acontecimientos imprevistos y de grandes cambios. Las autoridades los habían invitado a ponerse al frente del Schutzkorps. Ahora se encontraban reunidos, como por azar, para ponerse de acuerdo, sin llamar la atención, sobre lo que iban a hacer. Unos eran de la opinión de que debían de aceptar, otros de que tenían que abstenerse. Alí-Hodja, excitado, con la cara roja y con el brillo característico de su mirada, rechazó resueltamente la idea de unirse, del modo que fuese, al Schutzkorps. Se cebaba especialmente en Nail-Bey, que era de la opinión de tomar las armas y colocarse, en lugar de los cíngaros, a la cabeza de los destacamentos de voluntarios musulmanes, por considerar que tal era su deber en atención a su rango de notables.

– Yo, mientras viva, no me meteré en estos asuntos. Y si tuvieses dos dedos de frente, tampoco tú te meterías. ¿No ves que los cristianos se sirven de nosotros para llevar a cabo sus fines, y que, en resumidas cuentas, todo vendrá a caer sobre nuestras cabezas?

Y con la misma elocuencia que empleaba hacía años, cuando combatía en la kapia a Osmán Karamanlia efendi, ponía ahora todo su empeño en probar que "para los intereses turcos" no había nada bueno en ninguna parte, y aseguraba que toda intervención de ellos sería perjudicial.

– Ya hace mucho tiempo que nadie nos pide nada ni se ocupa de nosotros. El alemán entró en Bosnia, pero ni el sultán ni el emperador nos preguntaron: ¿Están ustedes conformes, beys y señores turcos? Después, los servios y los montenegrinos que ayer eran raïa , se han levantado y se han apoderado de la mitad de las posesiones turcas, pero nadie nos ha dirigido ni siquiera una mirada. Y ahora el emperador ataca a los servios y nuevamente nadie nos pregunta nada, pero nos dan algunos fusiles y unos cuantos pantalones para que sirvamos como ojeadores al invasor y para que le ayudemos a echar a los servios; así ellos no se rompen los calzones escalando el Chargán. Pero, desgraciado, ¿no te das cuenta? Mientras que cuando se trataba de asuntos importantes no nos han preguntado nada, ¿de dónde viene ahora ese favor que os hace relameros de gusto? Voy a decirte algo: ésos no son más que cálculos profundos y sabios y demostrará ser más prudente el que no se mezcle en sus planes, en tanto no le sea absolutamente indispensable. Aquí, en la frontera, ya han empezado a reventar, pero ¡quién sabe adonde irá a parar todo esto! Hay alguien que se oculta detrás de Servia. No puede ser de otro modo. Pero, en Nezuka, tú sólo ves delante de tu ventana una montaña y tu vista no alcanza más allá de ese montón de piedras. Lo mejor que puedes hacer es abandonar la empresa en que te has embarcado; no vayas al Schutzkorps ni animes a los otros a que vayan. Harías mejor ocupándote de los diez servios que te quedan, a ver si te producen algo.

Todos callaron, inmóviles y graves. También Nail-Bey guardaba silencio, visiblemente herido, aunque lo ocultase, y pálido como un muerto daba vueltas en su cabeza a una decisión. Alí-Hodja había quebrantado a todos menos a él, consiguiendo enfriar los ánimos. Fumaban y contemplaban en silencio el desfile ininterrumpido de carruajes y de caballos cargados que cruzaban el puente. Al cabo de unos minutos se levantaron, uno tras otro, y se despidieron. El último en irse fue Nail-Bey.

En respuesta a sus sombríos saludos, Alí-Hodja le miró otra vez a los ojos y le dijo casi con tristeza:

– Ya veo que estás decidido a marcharte. Te sientes tentado a exponer tu vida: tienes miedo de que los cíngaros te superen. Mas recuerda lo que los ancianos han dicho siempre: no ha llegado el momento de morir, sino de que demostremos nuestro valor. Pues bien, han llegado tales momentos.

La plaza del mercado, que separa la tienda del hodja del puente, está atestada de carruajes, de caballos, de soldados de todas las armas, de reservistas que acuden a la policía a hacer su declaración. De vez en cuando algunos guardias conducen atados a algunos servios campesinos o gentes de la ciudad. El aire está lleno de polvo. Todo el mundo habla más alto y se mueve a más velocidad de lo que puedan exigir sus propósitos o sus asuntos. El sudor corre por sus caras de color escarlata. Pueden oírse juramentos en todas las lenguas. El alcohol, la falta de sueño y esa agitación dolorosa que se apodera siempre de los hombres cuando se acerca un peligro o cuando se avecinan acontecimientos sangrientos hacen brillar los ojos.

En medio de la plaza, justo enfrente del puente, unos reservistas húngaros, con uniformes nuevos, cortan unas vigas. Los martillos golpean rápidos, las sierras tajan. Un murmullo cruza la plaza: está siendo levantada una horca. Los niños se reúnen alrededor de ella. Desde el umbral de su tienda, Alí-Hodja contempla cómo, en primer lugar, se erigen dos vigas y cómo a continuación un reservista bigotudo se empina y las une en su parte superior por medio de una tercera.

1 . Cuerpo de protección. (En alemán en el original.) (N. del T.)