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CAPÍTULO XXII

Como todos los años, por San Guido (Vidov Dan), las sociedades servias organizaban una fiesta al aire libre en Mezalin. En el lugar en que confluyen los dos ríos, el Drina y el Rzav, bajo los nogales frondosos de la orilla verde y elevada, se habían montado algunas tiendas de campaña donde se bebía y en las cuales se asaban corderos que, ensartados en un espetón, daban vueltas encima de un fuego suave. Las familias que habían llevado su almuerzo estaban sentadas a la sombra. Una música bulliciosa se dejaba oír en medio del frescor de un cenador hecho con hojarasca.

En un espacio descubierto en el cual la tierra estaba bien apisonada, se bailaba el kolo desde las primeras horas de la mañana. Danzaban únicamente los más jóvenes y desocupados, aquellos que, en cuanto terminó el oficio, salieron de la iglesia con dirección al Mezalin. La verdadera fiesta empezaba después de comer. Pero el kolo, que ya se habría iniciado, estaba en pleno apogeo, resultando más bello y más alerta de lo que sería después, cuando llegase la gente y entrasen en la danza las mujeres casadas, las viudas insatisfechas y los niños, todos los cuales transformarían el baile en una trenza larga y alegre, pero cortada en varios trozos y carente de armonía. Aquel kolo reducido en el que participaban más muchachos que muchachas, era endiablado y volaba como un lazo que da vueltas. Todo estaba en movimiento alrededor de los bailarines, todo ondulaba: el aire, con el ritmo de la música, las espesas coronas de árboles, las blancas nubes que se ven en verano, el agua límpida de los ríos. La tierra se movía bajo sus pies y en torno a ellos, y sólo trataban de adaptar los movimientos de su cuerpo a aquel movimiento general. Algunos jóvenes más llegaban corriendo y permanecían contemplando el baile, como si estuviesen siguiendo el compás y esperasen algún impulso secreto; al cabo de un rato se lanzaban bruscamente a él, con las rodillas ligeramente dobladas y la cabeza baja, como si se arrojasen al agua fría. Una poderosa corriente se transmitía desde la tierra cálida a aquellos pies desenfrenados y se extendía a lo largo de la cadena de manos ardientes. En aquella cadena se estremecía el kolo como un solo ser, animado por una misma sangre, llevado por un mismo ritmo. Los jóvenes bailaban con la cabeza echada hacia atrás, pálidos, transportados; mientras que las muchachas, con las mejillas rojas, bajaban tímidamente la vista, temerosas de que su mirada traicionase la voluptuosidad que les permitía el baile.

Apenas había comenzado la fiesta cuando aparecieron al borde de la llanura de Mezalin unos guardias uniformados de negro; el paño de sus trajes y sus armas brillaban al sol de la tarde. Eran más de los que habitualmente integraban las patrullas que recorrían las ferias y las fiestas al aire libre. Se dirigieron directamente al cenador en el que se encontraban los músicos. Uno tras otro, los instrumentos se fueron callando. El kolo vaciló y, después, se detuvo. Se oyeron algunas voces juveniles que mostraban descontento. Todos permanecían todavía cogidos de la mano. Algunos estaban tan penetrados en el movimiento y tan llenos del ritmo de la danza, que bailaban en su sitio de modo contenido, esperando que los músicos empezasen a tocar otra vez. Pero éstos se levantaron a toda prisa y envolvieron sus trompetas y sus violines en las telas enceradas. Y los guardias continuaron hasta las tiendas de campaña y hasta los lugares en que las familias se encontraban, dispersas sobre la hierba. Dondequiera que el sargento pronunciaba en voz baja unas palabras mágicas se extinguía inmediatamente la alegría, se suspendía el baile y se interrumpían las conversaciones. Cuando se acercaba a alguien, aquel a quien se dirigía cambiaba de actitud, renunciaba a lo que estaba haciendo, se ponía a recoger sus trastos y ponía pies en polvorosa. El kolo fue el último en disolverse. Ninguno de los que lo integraban se decidía a abandonar el baile campestre ni se le pasaba por la cabeza que fuesen a terminar tan pronto los ratos de alegría y placer que se prometían. Pero ante el rostro pálido y los ojos inyectados de sangre del sargento de la patrulla, incluso los más tenaces acabaron por marcharse.

La gente, decepcionada y aún perpleja, regresaba del Mezalin por la carretera ancha y blanca y, a medida que iban penetrando en la ciudad, oían, cada vez con más persistencia, el rumor impresionante y confuso sobre el atentado que se había cometido aquella misma mañana en Sarajevo, que había costado la vida al archiduque Francisco Fernando y a su mujer, sobre las persecuciones que se habían organizado contra los servios, a los que se acechaba en todas partes. Ante el cuartel general encontraron a los primeros detenidos y, entre ellos, al pope Milán: unos guardias los conducían, maniatados, a la prisión.

Fue así cómo la tarde de aquel día estival que debía ser de fiesta y alegría se transformó en una atmósfera agitada y amarga, llena de una espera temerosa.

En la kapia, en lugar del ambiente despreocupado y de la animación que producían los ociosos, reinaba un silencio de muerte. Se había emplazado en ella un puesto de guardia. Un soldado con su nuevo equipo se paseaba despacio desde el sofá hasta el lugar en que se encontraba la compuerta de hierro que disimulaba la entrada al pilar minado. Daba, incansable, cinco o seis pasos y, cada vez que iniciaba la media vuelta, su bayoneta lanzaba al sol un reflejo brillante que parecía una señal.

A la mañana del día siguiente apareció en el muro, justamente encima de la estela de la inscripción turca, un cartel blanco impreso en grandes caracteres y encuadrado por una banda ancha y negra. En él se anunciaba al pueblo la noticia del atentado cometido en Sarajevo contra la persona del heredero del trono, expresando, al mismo tiempo, la indignación que tal desmán había producido. Pero ni uno siquiera de los peatones que pasaba junto a la nota se paraba a leerla; todo el mundo circulaba ante la proclama y ante el centinela con la cabeza baja y lo más rápidamente posible.

Desde aquel día, el centinela permaneció con carácter permanente en el puente. Y la vida de toda la ciudad fue interrumpida; se detuvo de golpe, como se interrumpió el kolo en el Mezalin, como se interrumpió aquella jornada de junio que parecía que iba a ser una fiesta de alegría.

Comenzaron a sucederse unos días extraños; todo el mundo se sentía impresionado ante la lectura muda y tensa de los periódicos, ante los murmullos, ante la atmósfera de temor y desafío, ante las detenciones de servios y de algunos viajeros sospechosos, ante el refuerzo apresurado de las medidas militares que garantizaban la seguridad de las fronteras. Las noches de verano iban pasando una tras otra, pero sin canciones, sin reuniones de jóvenes en la kapia, sin el murmullo de las parejas en la oscuridad. Por la ciudad sólo se veían soldados. Y las calles se vaciaban casi totalmente cuando, a las nueve de la noche, las trompetas de los campamentos situados en el Bikavats y las del gran cuartel que existía junto al puente tocaban la triste melodía del silencio. Tiempos amargos para los que se amaban, para los que deseaban encontrarse y hablar sin ser vistos.

Glasintchanine pasaba todas las noches por casa de Zorka. La muchacha se hallaba asomada a una ventana de la planta baja. Y ambos charlaban brevemente, porque él tenía prisa por cruzar el puente y llegar a Okolichta antes de que se hiciese completamente de noche.

Y llegamos por fin a una noche en la que el joven, con el sombrero en la mano, pálido, pidió a la muchacha que acudiese al portón. Aunque dudando, lo complació. De pie en el umbral del patio tiene la misma estatura que él. Glasintchanine habla con un susurro apenas perceptible, embriagado por la emoción.

– Hemos decidido huir. Esta noche. Vlado Maritch y otros dos más. Creo que todo está bien organizado y que conseguiremos pasar. Pero si no… si ocurriese algo… ¡Zorka!

La voz del muchacho se interrumpió. En los ojos asombrados de ella había leído el miedo y la confusión. Él mismo estaba emocionado, como si se arrepintiese de haberle hablado y de haber ido a despedirse.

– Me ha parecido que era mejor que te lo dijese.

– ¡Gracias! Entonces, ¿no hay nada de nuestro…, nada de América?

– No, no digas "nada". Si se hubiese decidido hace un mes, cuando te propuse que nos casáramos, quizás ahora estaríamos lejos de aquí. Pero tal vez valga más que las cosas hayan quedado donde están. Ahora ya ves lo que pasa. He de marcharme con los compañeros. Ha empezado la guerra y el lugar de todos nosotros está en Servia. Tiene que ser así, Zorka, tiene que ser así; es un deber. Pero si salgo con vida, si conseguimos liberarnos, puede ser que no tengamos que ir a esa América lejana, porque tendremos aquí nuestra América, un país en el que habrá mucho trabajo honrado y en el que se vivirá bien y con libertad. Podremos quedarnos en él, si tú quieres. Todo dependerá de ti. Pensaré en ti, y tú… alguna vez…

En aquel instante, el muchacho, a quien le faltaban las palabras, alzó repetidamente la mano y la pasó con rapidez por la abundante cabellera castaña de Zorka. Era su mayor deseo desde siempre y, como un condenado a muerte, le fue dado satisfacerlo. La muchacha, espantada, se echó atrás, y él se quedó con la mano en el aire.

El portón se cerró sin ruido y un momento después Zorka apareció en la ventana, pálida, con los ojos abiertos de par en par y los dedos entrelazados convulsivamente. Glasintchanine pasó al lado de la ventana, echó la cabeza atrás y mostró su rostro sonriente, despreocupado, casi hermoso. Como si temiese ver lo que iba a suceder a continuación ella se retiró a su habitación, que estaba a oscuras. Se sentó en la cama, inclinó la cabeza y se puso a llorar.

Primero lloró dulcemente, luego con más fuerza, pues sentía pesar sobre ella aquella situación sin salida. Y cuanto más lloraba, más razones encontraba para llorar y más desesperado le parecía todo. Nunca encontraría una salida, nunca podría decidirse, nunca estaría en condiciones de amar verdaderamente al bueno y honrado Nicolás que bien se lo merecía y que estaba a punto de partir; nunca vería el día en que aquel que era incapaz de amar a nadie la amase a ella. Nunca volverían aquellas hermosas y alegres jornadas que todavía durante el año anterior resplandecían en la ciudad. Nunca ninguno de los nuestros lograría escapar de aquel circo cerrado por oscuras colinas, ni ver América, ni crear en nuestra tierra un país en el que, como decían, se trabajaría mucho y se viviría bien y como seres libres. ¡Nunca!

Al día siguiente se corrió el rumor de que Vlado Maritch, Glasintchanine y algunos otros jóvenes habían huido a Servia. Todos los demás servios, con sus familias y cuanto poseían, se quedaron en aquel valle como encerrados en una trampa que estaba en efervescencia. Cada día que pasaba se hacía más densa, en la ciudad, la atmósfera de peligro y de amenaza. Y por fin, en uno de los primeros días de julio, estalló en la frontera la tormenta que con el tiempo había de extenderse por el mundo entero, para convertirse en el Destino de tantos países y de tantas ciudades e, igualmente, del puente sobre el Drina.