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Las conversaciones continuaron después de la fiesta de San Sava. Y pasó el invierno y la primavera. Los dos jóvenes se veían casi todos los días. Con el tiempo, la muchacha se repuso, recobró fuerzas, se curó y se transformó con esa rapidez que es tan propia de la juventud. En esta situación llegó aquel año fecundo y alterado. La gente se había acostumbrado a considerar a Zorka y Glasintchanme como dos muchachos "que salen juntos".

Ahora, a decir verdad, las largas historias de Glasintchanine, que ella escuchaba antaño con atención, bebiendo sus palabras como un remedio, le resultaban menos interesantes. Sentía por momentos que le pesaba aquella necesidad de confiarse y de confesarse mutuamente. Se preguntaba, llena de temor y de una sincera extrañeza, cómo había podido nacer aquella intimidad entre ellos, pero se acordaba entonces de que él le había salvado el alma durante el invierno y, dominando su aburrimiento, lo escuchaba con tanto interés como le era posible, considerándose deudora y queriendo demostrarle su agradecimiento.

Aquella noche de verano, Glasintchanine tenía la mano de la muchacha entre las suyas (límite extremo de su casto atrevimiento). A través del contacto sentía cómo le penetraba la tibieza de la noche. En tales instantes veía claramente la bondad que encerraba aquella mujer y al mismo tiempo notaba que la amargura y el descontento de su vida se transformaban en fuerzas fecundas, suficientes para conducir a dos seres hasta la más alejada de las metas, siempre que el amor los uniese y los sostuviese.

Embargado por estos pensamientos, en medio de la oscuridad, dejaba de ser el Glasintchanine del día, aquel empleadillo de una gran empresa de Vichegrado, y se convertía en otro hombre, fuerte y seguro de sí mismo, que organizaba su vida libremente, mirando al porvenir. Porque quien experimenta un amor sincero, grande y desinteresado, incluso cuando no es correspondido, ve abrirse horizontes, posibilidades y caminos que permanecen cerrados a tantos hombres hábiles, ambiciosos y egoístas, los cuales ni siquiera tienen idea de su existencia. Dijo a la muchacha:

– Creo que no me equivoco. Y por eso mismo no podría engañarte a ti. Mientras que algunos hablan y deliran, y otros se dedican a los negocios y a las inversiones, yo los sigo y los observo, y veo cada vez con más claridad que en este lugar no hay vida posible. Durante mucho tiempo no tendremos ni paz, ni orden, ni trabajo que rinda. Ni los Stikovitch ni los Kherak conseguirán nada. Al contrario, será peor. Hay que huir de aquí como de una casa en llamas.

Esa cantidad de redentores inquietos que aparecen a cada paso representa la señal más segura de que vamos de cabeza a una catástrofe. Cuando no se puede hacer nada hay que intentar salvarse.

La muchacha permanecía callada.

– Nunca te he hablado de lo que te voy a contar ahora, aunque he pensado en ello con mucha frecuencia y hasta me he ocupado de ello. Ya sabes que Bodgan Djurivitch, mi compañero de Okolichta, está desde hace tres años en América. Mantengo correspondencia con él desde el año pasado. Ya te enseñé la foto que me envió. Me dice que me vaya con él y me ofrece un trabajo seguro y un buen salario. Ya sé que no es fácil ni sencillo llevar a cabo este proyecto, pero me parece que no es imposible. He reflexionado y he calculado todo. Venderé todo lo que tengo en Okolichta. Y si tú estás de acuerdo, nos casaremos lo antes posible y, sin decir nada a nadie, nos iremos a Zagreb. Allí existe una compañía que arregla las cosas para que los emigrantes puedan marcharse a América. Esperaríamos un mes o dos hasta que Bodgan me mandase un afiadávit. Y mientras tanto aprenderíamos el inglés. Si no me dejasen salir a causa de mis obligaciones militares, nos pasaríamos a Servia y nos marcharíamos desde allí. Yo lo arreglaría todo para que tú no tuvieses molestias. Y una vez en América, trabajaríamos los dos. Allí hay escuelas para las que necesitan maestras. Y yo también encontraría trabajo, porque en América existen posibilidades para todo el mundo. Seríamos libres y felices. Desde luego, todo esto lo haría si tú quieres y estás de acuerdo.

Dicho esto, el muchacho dejó de hablar. Zorka, en vez de contestarle, le cogió las manos. Glasintchanine percibió en aquel gesto la manifestación de un gran agradecimiento. Pero no obtuvo una contestación, ni afirmativa ni negativa. Le agradecía su solicitud y su atención; reconocía su infinita bondad y, apelando a aquella bondad, le pedía que la dejase un mes de darle una respuesta definitiva: hasta el final del curso.

– Gracias, Nicolás, gracias. Eres muy bueno -murmuró la muchacha, apretándole las manos.

Desde la kapia subió hasta ellos una canción que entonaban unos muchachos. Eran los chicos de Vichegrado, quizás estudiantes del instituto de Sarajevo. Dentro de quince días llegarían también los universitarios.

La muchacha no tomaría ninguna determinación hasta la fecha que había dicho. Todo la hacía sufrir y, especialmente, la bondad de Glasintchanine, pero en aquel instante, aunque la hubiesen cortado en pedazos, no habría podido decir "sí". No esperaba nada, pero quería volver a ver "al hombre incapaz de amar". Volver a verlo y, después, que fuera lo que Dios quisiera. Sabía que Nicolás esperaría. Se levantaron, cogidos de la mano, y tomaron el camino abrupto que bajaba hacia el monte, de donde les llegaba la canción.