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CAPÍTULO XXIII

A causa del bombardeo incesante, la circulación, que era muy poco intensa, fue suspendida en el puente durante las horas del día; los civiles lo cruzaban libremente, los militares lo pasaban corriendo uno a uno, pero en cuanto aparecía un grupo un poco importante, empezaban a lanzar shrapnells desde el monte Panos. Al cabo de algunos días se pudo observar una cierta regularidad. Las gentes se habían dado cuenta de cuándo el tiro era más nutrido o más débil y de cuándo cesaba; y de acuerdo con estas observaciones se desplazaban y se encaminaban a sus ocupaciones más urgentes, siempre y cuando las patrullas austríacas no se lo impidiesen.

La batería del Panos sólo disparaba durante el día, pero los obuses actuaban también por la noche, tratando de impedir los movimientos de tropas y el paso de convoyes por el puente.

Las personas cuyas casas se encontraban en el centro de la ciudad, cerca del puente o de la carretera, se trasladaron con sus familias al Meïdan o a otros barrios resguardados y situados algo más lejos, yendo a refugiarse a casa de familiares o de conocidos, con objeto de protegerse de los bombardeos. Aquella huida con niños y con los objetos más necesarios recordaba las penosas noches en que la "gran inundación" había azotado a la ciudad. La única diferencia era que en esta ocasión las gentes de distintos credos no se mezclaron unas con otras ni se sintieron unidas por un soplo de solidaridad en medio de la desgracia común; ni se reunieron, como antes, para buscar en la conversación un soporte y un alivio. Los turcos estaban en las casas turcas y los servios se recogieron, como apestados, en casas servias. Pero aunque divididos y separados de aquella manera, vivían más o menos del mismo modo. Amontonados, como estaban, en casas que no eran las suyas, no sabían cómo emplear el tiempo ni qué curso dar a sus pensamientos preocupados e inquietos. Ociosos, de brazos caídos, como siniestrados, temían por su vida y por sus bienes, y se veían torturados por esperanzas y por deseos contradictorios, que tanto unos como otros disimulaban de igual forma. Como en las épocas de las grandes inundaciones, los ancianos trataban de distraer y de calmar a cuantos los rodeaban, valiéndose para ello de bromas y de historias, y manteniendo una tranquilidad afectada y una serenidad fingida. Pero, al parecer, no valían para este tipo de desgracias las chanzas de otros tiempos ni los antiguos artificios, y daba la impresión de que las viejas historias habían perdido su color y las bromas su sal y su sentido; ahora bien, improvisar otras nuevas habría costado trabajo y llevado su tiempo.

Por la noche todos fingían dormir, aunque en realidad nadie pudiese pegar un ojo. Se hablaba en un susurro, a pesar de que nadie supiese a qué venía aquella circunspección cuando tronaba a cada instante ya el cañón servio ya el cañón austríaco. El miedo "de hacer señales al enemigo" penetró en la mente de todos, pero realmente nadie sabía cómo se hacían aquellas señales ni lo que significaban. Sin embargo, el temor era tal que no había una persona que se atreviese a encender una cerilla. Cuando los hombres querían fumar se metían en algún cuartito sin ventanas, o si las tenía las cerraban a piedra y lodo, o en último caso se echaban una manta por la cabeza y así fumaban. El calor pesado era agobiante. Todo el mundo sudaba, pero aun así las puertas y ventanas permanecían cerradas y cubiertas. La ciudad se parecía a un desgraciado que ante una serie de golpes que no puede parar se tapa los ojos con las manos y espera. Todas las casas parecían clausuradas por la muerte, puesto que el que quería conservar la vida debía hacerse el muerto, e incluso este medio no era siempre eficaz.

En las casas musulmanas la atmósfera era más soportable y las gentes se sentían un poco más a gusto. En ellas albergaban viejos instintos guerreros, que se habían despertado en un mal momento, viéndose desconcertados, decapitados en aquel duelo en el que rivalizaban, por encima de ellos, dos artillerías cristianas. Pero también entre los musulmanes existían preocupaciones grandes y ocultas, también conocían muchas desgracias para las que no encontraban ni salida ni solución.

En la casa de Alí-Hodja, bajo la fortaleza, había una verdadera escuela; a sus muchos hijos se sumaron los nueve de Muiaga Mutapdjitch, de los cuales sólo tres eran ya mayores, los demás eran pequeños y se llegaban unos a otros a la altura de la oreja. Para no tener que vigilarlos y llamarlos a cada instante, los encerraron, junto con los de Alí-Hodja, en una sala fresca y espaciosa, en la cual las madres y sus hermanos mayores luchaban con ellos en medio de una gran algarabía.

Este Muiaga Mutapdjitch, llamado el de Ujitsa, era un antiguo habitante de la ciudad. (Ya veremos más adelante por qué y en qué condiciones.) Era alto, tenía más de cincuenta años, el pelo completamente gris, la nariz aquilina, el rostro surcado de arrugas, la voz grave, los movimientos bruscos y marciales. Parecía más viejo que Alí-Hodja, aunque éste le llevase diez años. Se quedaba en casa de Alí-Hodja, fumaba sin descanso, hablaba poco y de tarde en tarde, absorto en sus pensamientos, cuya gravedad se reflejaba sobre su rostro y en cada uno de sus movimientos. No podía permanecer quieto. Se levantaba, salía de la casa y desde el jardín contemplaba las colinas que rodean la ciudad a un lado y a otro del río. Se mantenía con la cabeza alta, escrutaba el horizonte con la mirada, como si tratase de hacer pronósticos sobre el tiempo. Alí-Hodja, que no lo dejaba nunca solo y que se esforzaba constantemente en reconfortarlo y en devolverle la tranquilidad, salía en pos de él.

Allí, en el jardín ligeramente en cuesta, pero hermoso y grande, reinaba la paz propia del verano. Los puerros ya habían sido cortados y extendidos sobre el suelo: los girasoles estaban en todo su esplendor y las abejas y los abejorros zumbaban alrededor de sus pesadas corolas negras. Por las orillas empezaban ya a brotar. Desde aquel lugar elevado se veía más abajo la ciudad, que se extendía en la confluencia arenosa de los ríos, situada como dentro de la horquilla que ambos formaban y coronada por las colinas de alturas desiguales y de distintas formas. En la depresión que existía en torno a la ciudad y sobre los flancos abruptos de las montañas, algunas franjas regulares de cebada alternaban con campos de maíz verde.

Las casas blancas brillaban y los bosques que cubrían las cumbres formaban masas oscuras. Desde el jardín, el cañoneo, que se había moderado por ambas partes, producía la impresión de una simple serie de salvas disparadas con motivo de una fiesta. Ha de tenerse presente el enorme espacio de tierra y cielo que se extendía entre la casa y el campo de batalla. El día estival que acababa de nacer se brindaba sereno.

Muiaga, aunque preocupado, empezó a hablar. Contestó a las bien intencionadas palabras de Alí-Hodja y le contó su destino. No es que el hodja no lo conociese ya, sino que el bueno de Muiaga, ante el resplandor del sol, tenía necesidad de liberarse del modo que fuese del nudo que le aferraba la garganta y que lo atenazaba; por otra parte, aquel destino suyo se estaba decidiendo allí mismo, en cada uno de los instantes de aquel día de verano, en medio del fragor del combate.

No tenía todavía Muiaga cinco años cuando los turcos se vieron obligados a abandonar las ciudades de Servia. Los musulmanes se fueron a Turquía, pero su padre, Suliaga Mutapdjitch, que, a pesar de ser aún joven, figuraba como uno de los turcos más importantes de Ujitsa, a consecuencia de su elevada situación, decidió irse a Bosnia, territorio del que su familia era originaria. Metió a sus hijos en unas banastas y con el dinero que en semejantes circunstancias pudo conseguir de la venta de sus tierras y de su casa, abandonó Ujitsa para siempre. Con unos cuantos centenares de fugitivos de la ciudad llegó a Bosnia, donde había un gobierno turco, y se estableció en Vichegrado, lugar en el que vivía desde hacía mucho tiempo una rama de los Mutapdjitch de Ujitsa. Pasó unos diez años en la ciudad, y cuando empezaba a consolidarse su situación dentro del barrio del comercio, sobrevino la ocupación austríaca. De carácter brusco y poco acomodaticio, consideró que no valía la pena abandonar una potencia cristiana para ir a parar de cabeza a otra. Un año después de la llegada de los austríacos se marchó también de Bosnia acompañado de toda su familia y al mismo tiempo que algunos otros grupos que no querían pasar su vida en un país "en el que doblan las campanas". Fue a instalarse a Nova Varoch, en la región de Sandjak. (Por aquel entonces, Muiaga era un muchacho de algo más de quince años.) En aquel lugar, Suliaga Mutapdjitch reemprendió sus negocios y vio nacer el resto de sus hijos. Pero nunca pudo consolarse de lo que había tenido que abandonar en Ujitsa, ni pudo tampoco habituarse a las nuevas gentes ni las costumbres de Sandjak. Ésta fue la razón de su muerte prematura. Sus hijas, que eran de una gran belleza y que gozaban de buena reputación, hicieron buenos matrimonios. Los hijos acrecentaron el exiguo patrimonio paterno. Y precisamente cuando unos y otros se hubieron casado y empezaban a echar raíces en aquel nuevo ambiente, surgió la guerra balcánica de 1912. Muiaga tomó parte en la resistencia que las tropas turcas opusieron, cerca de Nova Varoch, a los ejércitos servio y montenegrino. La resistencia fue breve, pero no puede ser tachada de débil ni de frustrada. Sin embargo, como por milagro, como si la fortuna de las armas y la suerte de tantos millares de hombres no se decidiese en aquel lugar, sino en algún sitio lejano e independientemente de toda resistencia enérgica o débil, las tropas turcas evacuaron Sandjak. No pudiendo esperar al enemigo ante el cual, cuando era niño, se vio obligado a huir de Ujitsa y al que acababa de oponerse sin éxito, no pudiendo ir a ninguna otra parte, Muiaga se decidió a regresar a Servia, aunque tuviese que someterse a los poderes de los que su padre se había alejado. Así fue cómo, fugitivo por tercera vez, regresó con su familia a la ciudad en la que había pasado su niñez.

Con el dinero que llevaba y con la ayuda de algunos turcos de Vichegrado, entre los que figuraban unos parientes suyos, trató durante aquellos dos últimos años de montar un negocio. Pero el asunto no resultaba fácil, porque, como hemos visto, la época era ingrata e insegura y resultaba difícil lograr ganancias, incluso para aquellos cuya situación estaba sentada. Muiaga tuvo que vivir de su dinero, esperando tiempos mejores y más sosegados. Y he aquí que ahora, tras haber llevado durante dos años la existencia penosa de un refugiado, el buen hombre veía desencadenarse una tormenta, en medio de la cual no podía hacer nada, se veía en la precisión de seguir ansiosamente la evolución de los acontecimientos y de esperar con temor su terminación.