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Dos días después que Arif-Bey, llegó a Dalmacia maese Antonio, acompañado de los primeros obreros. Tosún efendi lo presentó al nuevo hombre de confianza del visir. En un día de abril cálido y soleado, dieron una vuelta por las obras y fijaron el plan de los trabajos inmediatos.

Tan pronto como Arif-Bey se hubo retirado y se encontraron los dos solos en la orilla, el maestro miró con más atención el rostro de Tosún efendi, quien, a pesar del sol que brillaba, estaba encogido y abrigado en su amplio abrigo negro.

– Éste es otra clase de hombre. ¡Dios sea alabado! Me pregunto solamente quién habrá sido lo suficiente hábil y valíente como para informar al gran visir y hacer desaparecer a aquel animal.

Tosún efendi miraba hacia delante y dijo con voz tranquila:

– Sin ninguna duda, éste es preferible.

– Ha tenido que ser alguien que conocía a fondo la manera de actuar de Abidaga, que tenía acceso al visir y que gozaba de su confianza.

– Sin duda éste es mejor -repuso Tosún efendi, sin alzar la mirada y envolviéndose aún más en su abrigo.

En estas condiciones, comenzaron los trabajos bajo las órdenes del nuevo jefe Arif-Bey.

Se trataba en verdad de un hombre completamente diferente.

Extraordinariamente alto, un poco encorvado, con los pómulos salientes, con la mirada reprimida, los ojos negros, rientes. El pueblo le dio al momento el sobrenombre de "momia". Sin gritos, sin palo, sin palabras fuertes, ni esfuerzo aparente, daba órdenes y distribuía el trabajo riéndose y despreocupado, como si estuviese por encima de todo, pero sin dejar que nada se le escapase y sin perder de vista el más mínimo detalle. El también llevaba consigo aquella atmósfera de celo severo por cuanto era voluntad y orden del visir, pero con la diferencia de que era un hombre tranquilo, sano y honrado, que no tenía nada que temer ni qué ocultar y que, por consiguiente, no precisaba inspirar miedo a la gente ni perseguirla. Los trabajos prosiguieron a la misma velocidad (que era la velocidad deseada por el visir), las faltas eran sancionadas con la misma severidad, pero se abolió desde el primer día el trabajo gratuito. Todos los obreros fueron pagados y recibían alimento en forma de harina y de sal, y todo marchaba más de prisa y mejor que en los tiempos de Abidaga. Incluso la loca Ilinka desapareció; se había desvanecido durante el invierno sin dejar huella.

La construcción crecía y se extendía. Ya podía apreciarse que la fundación piadosa del visir comprendería, no solamente el puente, sino también una hostelería en la que los viajeros, venidos de lejos, que atravesasen el puente, encontrarían albergue para ellos, para sus caballos y sus mercancías, si se veían sorprendidos por la noche en aquellos lugares. De acuerdo con las directrices de Arif-Bey, se inició la construcción de un parador de caravanas. A la entrada del barrio del comercio, a doscientos pasos del puente, allí donde empezaba la pendiente áspera por la que pasaba el camino hacia el Meïdan, había una zona llana en donde hasta entonces se había venido instalando todos los miércoles un mercado de animales. En aquel llano se empezó la construcción de la nueva hostería.

El trabajo avanzaba despacio, pero a la vista de los primeros detalles, se podía ya apreciar que se trataba de un edificio duradero y rico, concebido dentro de una gran escala. La gente no se daba cuenta siquiera de que la hostería de piedra iba creciendo poco a poco, pero sin descanso, dado que tenía fija toda su atención en la construcción del puente.

Lo que ahora se hacía en el Drina era tan complicado, los trabajos tan complejos y desconcertantes, que los ociosos de la ciudad, que miraban desde la orilla, no podían seguirlos y apreciar al mismo tiempo su valor. Se construían en distintas direcciones diques y zanjas, el río estaba dividido y cortado en esclusas y brazos, siendo transvasado de un lecho a otro. Maese Antonio había traído de Dalmacia algunos obreros especializados en cuerdas y había comprado con anterioridad toda la producción de cáñamo, incluida la de los distritos vecinos. Estos artesanos, en talleres apropiados, fabricaron cuerdas de resistencia y grosor extraordinarios. Carpinteros griegos, siguiendo los dibujos del propio maestro Antonio y de Tosún efendi, construyeron grandes grúas de madera, provistas de una rueda, las dispusieron sobre unas balsas y así, valiéndose de las cuerdas, levantaban los más pesados bloques de piedra y los transportaban hasta los pilares que brotaban, uno tras otro, del lecho del río. El transporte de cada uno de aquellos bloques desde la orilla a su emplazamiento en la base del pilar duraba cuatro días.

A fuerza de contemplar todo esto, día tras día, año tras año, nuestras gentes empezaron a perder la noción del tiempo y las intenciones reales del constructor. Les parecía que no sólo avanzaba la construcción, sino que se embrollaba y se complicaba cada vez más a causa de unos trabajos auxiliares y secundarios, y llegaron a creer que cuanto más se prolongaba, menos se parecía a lo que debiera haber sido. Las personas que no trabajan y que no emprenden nada en la vida pierden con facilidad la paciencia y cometen errores cuando juzgan el trabajo de los demás. Los turcos volvieron a encogerse de hombros, y hacer gestos de escepticismo con la mano cuando hablaban del puente. Los cristianos callaban, pero contemplaban la construcción con intenciones poco claras y con una alegría insana, deseándole el fracaso como lo deseaban para todas las empresas turcas. Por aquella época fue cuando el superior del monasterio de Bania, cerca de Priboi, anotó en la última página en blanco de su libro sagrado: "Sea conocida la época en la que Mehmed-Pachá construyó un puente sobre el Drina, en Vichegrado. Y los agarenos y el penoso trabajar en las levas llegaron a aterrorizar al pueblo cristiano. Se hizo venir obreros del otro lado del mar. Durante tres años construyeron y muchos escudos fueron gastados en vano. Cortaron el agua en dos, en tres, pero no pudieron tender el puente".

Pasaban los años, los veranos y los otoños; se sucedían los inviernos y las primaveras; los obreros y los artesanos partían y regresaban; todo el Drina estaba ya cubierto por bóvedas, que no pertenecían al puente, sino a los andamiajes de madera que semejaban un enredo absurdo y complicado de vigas y tablas de pino. A ambos lados se balanceaban altas grúas de madera, fijadas a unas balsas. En las dos orillas del río humeaban los fuegos en los que se fundía el hierro que era vertido inmediatamente en los orificios de las losas y que unía de forma invisible unas piedras a otras.

Al final del tercer año se produjo una de esas desgracias de las que difícilmente logran escapar las grandes construcciones. Se terminaba el pilar central ligeramente más alto y, en su parte superior, más ancho que los otros, ya que estaba destinado a soportar la kapia. En el momento en que se transportaba un gran bloque de piedra, el trabajo se detuvo súbitamente. Los obreros bullían alrededor de la enorme masa rectangular que, atada con gruesas cuerdas, estaba suspendida por encima de sus cabezas. La grúa no lograba situarla exactamente en su sitio. El Negro, el ayudante de Antonio, impaciente, se precipitó hacia ellos y gritando furioso (en aquella lengua extraña y compuesta que se había formado en el curso de los años entre las personas originarias de diversas partes del mundo), daba órdenes a los que, desde abajo, en el agua, manejaban la grúa. En aquel instante, de modo incomprensible, cedieron las cuerdas y el bloque se desplomó primero por una de sus esquinas y después con todo su peso sobre el Negro, quien, en su excitación, no miraba por encima de sí, sino hacia el agua. Milagrosamente, la piedra cayó exactamente donde era preciso, pero en su caída arrastró al Negro y le aplastó toda la parte inferior del cuerpo. Todo el mundo corría, hacía cundir la alarma, pedía auxilio. Unos instantes después llegó maese Antonio. El joven negro, tras el primer desvanecimiento, había vuelto en sí; gemía y con los dientes apretados, desesperado, aterrorizado, miraba a maese Antonio a los ojos. Éste, fruncido el entrecejo, pálido, daba órdenes al objeto de reunir a los obreros y de que fuesen llevadas herramientas para levantar el bloque. Todos los esfuerzos resultaron inútiles. De pronto, un raudal de sangre bañó al muchacho, empezó a faltarle el aliento y su mirada se cubrió de bruma. Media hora más tarde entregaba su alma, apretando convulsivamente la mano de Antonio entre las suyas.

El entierro del Negro constituyó un acontecimiento solemne que fue recordado largo tiempo. Todos los musulmanes salieron para seguir al cortejo fúnebre y para llevar el féretro en el que yacía la parte superior de aquel cuerpo joven, ya que el resto había quedado bajo el bloque de piedra. Maese Antonio alzó sobre su tumba un hermoso monumento hecho de la misma piedra que el puente.

Estaba trastornado por la muerte de aquel joven que él mismo había sacado, siendo aún niño, de la miseria cuando estaba en Ulsiña, lugar en el que residían varias familias negras llegadas allí por azar. Sin embargo, a pesar del dolor de Antonio, el trabajo no se detuvo un solo instante.

Aquel año y al año siguiente, el invierno fue benigno y se pudo trabajar incluso hasta mediados de diciembre. Se iniciaba el quinto año de las obras. El amplio círculo irregular, formado por maderas, piedras, medios técnicos y material de distintas clases, empezó a apretarse.

La nueva hostería se alzaba ya, libre de andamios, en la llanura, al lado de la carretera que conducía al Meïdan. Era un gran edificio de una planta, construido con la misma piedra que el puente. Todavía se trabajaba en la hostería, en el interior y en el exterior, pero ya podía preverse hasta qué punto se distinguiría, por la grandiosidad y la armonía de sus líneas y la solidez del material, de todo cuanto hubiera podido ser construido y concebido en la ciudad. La edificación de piedra clara y amarillenta, con el tejado cubierto por tejas de color rojo oscuro, con una fila de ventanas delicadamente recortadas, parecía a los habitantes algo inaudito, suntuoso e increíble que, a partir de aquel momento, iba a convertirse en parte integrante de su vida cotidiana. Daba la impresión de que habiendo sido elevada por un visir, solamente los visires podían detenerse en ella. Al mismo tiempo aquella masa informe de vigas y tablas entrecruzadas por encima del río comenzó a reducirse, y a su través se podía ver cada vez con más claridad el verdadero puente. Unos cuantos obreros, aislados o en grupos, continuaban todavía ciertos trabajos que, a ojos de la gente, habían tenido hasta entonces un aspecto absurdo y sin relación con todo lo demás.