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Una vez terminada la tarea, los cíngaros se apartaron un poco, yendo a reunirse con los guardianes y, en el espacio vacío, quedó solo, elevado a una altura de dos archinas, rígido con el pecho hacia delante y desnudo hasta la cintura, el hombre empalado. Desde lejos se vislumbraba que, a través del cuerpo, pasaba el poste al que estaban atados sus tobillos, mientras los brazos lo estaban a la espalda. En esta posición, el pueblo podía imaginar que era una estatua proyectándose en el aire, allá arriba, en el mismo borde de los andamiajes.

Se pudo oír un murmullo en las orillas y una agitación ondulante atravesó la multitud. Unos bajaron la mirada y otros regresaron rápidamente a casa sin volver la cabeza. La mayoría miraban silenciosos aquella silueta humana, expuesta en el espacio, anormalmente rígida y derecha. Era tan grande su espanto que la sangre se les helaba en las venas y les flaqueaban las piernas; pero no podían arrancarse del espectáculo, ni apartar la vista.

Entre aquella gente aterrorizada se deslizó Ilinka, la loca: miraba a los ojos de todos, insistente, en un intento de leer y de descubrir dónde se hallaban sus hijos sacrificados y desaparecidos.

En aquel momento, el Plevliak, Merdjan y dos guardianes se acercaron de nuevo al condenado y lo examinaron de cerca. Tan sólo corría un hilillo de sangre por el poste. El hombre continuaba vivo y sin perder el conocimiento. Sus costados se agitaban, las venas latían en el cuello, sus ojos giraban lentamente, pero sin cesar. De sus dientes apretados se escapaba un quejido en el cual se distinguían apenas unas palabras separadas.

– Turcos… Turcos… -gemía el hombre desde lo alto del poste -, turcos del puente. ¡Ojalá reventéis como perros! ¡Ojalá muráis como perros!…

Los cíngaros recogieron sus herramientas y bajaron, al mismo tiempo que el Plevliak y los guardianes, a la orilla. La gente reculaba ante ellos y empezó a dispersarse. Únicamente los muchachos, encaramados en los bloques de piedra o en los árboles, esperaban todavía algo y, no dándose cuenta de que aquello había terminado y que cada uno tenía lo que había merecido, se preguntaban qué es lo que sucedería con aquel ser extraño que se proyectaba por encima del agua como si, de pronto, hubiese suspendido su salto al río.

El Plevliak se acercó a Abidaga y le anunció que todo había discurrido perfectamente y que había acabado tal y como se había previsto, asegurando que el condenado vivía aún y que daba la impresión de que seguiría viviendo, puesto que sus órganos vitales no habían sido interesados. Abidaga no le respondió, ni siquiera con la mirada, se limitó a hacer una seña con la mano para que le llevasen el caballo y se despidió de Tosún efendi y de maese Antonio. Todo el mundo se dispersó. A través de la ciudad se oía al pregonero anunciar la ejecución de la sentencia, amenazando con el mismo castigo -incluso un castigo peor- a cualquiera que siguiese su ejemplo. El Plevliak se detuvo perplejo en el llano que acababa de quedar desierto. Su criado sujetaba el caballo por la brida y los guardianes esperaban órdenes. Tuvo la sensación de que habría tenido que decir algo, pero no podía hacerlo a causa de una emoción que acababa de invadirle y que iba en aumento. Sólo ahora se daba cuenta con claridad de todo lo que, ocupado por los preparativos de la ejecución, no había podido comprender antes. Sólo ahora recordaba la amenaza de Abidaga de hacerle empalar vivo si no conseguía capturar al culpable. Se había escapado, desde luego, de tal castigo, pero por los pelos y en el último momento. Aquel Radislav había trabajado con todas sus fuerzas, por la noche, astutamente, para que hubiese acaecido la desgracia. Pero las cosas habían cambiado de rumbo. Y sólo él podía mirar al ejecutado con una mezcla de terror retrospectivo y de una alegría dolorosa, al ver que el destino no lo había designado a él, permitiendo que su cuerpo permaneciese intacto y libre. Ante este pensamiento, sentía un estremecimiento que le recorría el pecho, las piernas, y los brazos y le impulsaba a moverse, a reír y a hablar, como si quisiera persuadirse de que estaba sano y de que podía andar libremente y expresarse y reír a carcajadas y cantar si le apetecía y no tener que proferir, desde lo alto de un palo, maldiciones impotentes, mientras se espera a la muerte como la única ventura a la que se puede ya aspirar. Sus brazos se agitaron por impulso propio y sus piernas esbozaron una danza y su boca se abrió lanzando una risa convulsiva y las palabras afluyeron espontáneas, abundantes.

– ¡Ja, ja, ja! Radislav, hada de la montaña, ¿por qué te has quedado tan rígido como un cadáver? ¿Por qué no continúas saboteando el puente? ¿Por qué te lamentas y gimes? ¡Canta, hada! ¡Anda, baila, hada!

Los guardianes, estupefactos y turbados, miraban cómo su jefe bailaba con los brazos abiertos, canturreando, sofocado por la risa, ahogándose en extrañas palabras, en tanto aparecía en la comisura de sus labios una espuma blanca.

También su caballo bayo le dirigía miradas espantadas.