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CAPITULO IV

Todos aquellos que, en una u otra orilla, habían asistido a la ejecución, hicieron correr, por la ciudad y sus alrededores, rumores espantosos. Un terror indescriptible invadió a los habitantes y a los obreros. Lenta y gradualmente, penetró en la conciencia de las gentes la idea precisa de cuanto había ocurrido cerca de ellos durante aquella breve jornada de noviembre. Todas las conversaciones tenían por eje al hombre que, allá arriba, en lo más alto de los andamiajes, se mantenía con vida en el palo. Cada uno se hacía, a sí mismo, la promesa de no volver a hablar de él; pero, ¿qué valor podía tener aquella promesa cuando el pensamiento se escapaba constantemente hacia él y la mirada no podía eludirlo?

Los campesinos que, uno tras otro, llegaban de Bania, transportando piedras en sus carretas de bueyes, bajaban la vista y, con voz dulce, animaban a los animales a caminar más aprisa. A lo largo de la orilla y los andamiajes, los obreros, durante el trabajo, se interpelaban apenas, y cuando lo hacían era con voz ahogada. Incluso los vigilantes, con una varita de avellano en la mano, eran menos brutales y más complacientes. En tanto se dedicaban a su labor, los tallistas de piedra de Dalmacia, pálidos, con las mandíbulas apretadas, daban la espalda al puente y golpeaban coléricos la piedra con sus cinceles, los cuales, en medio del silencio general, restallaban como una bandada de picoverdes.

El crepúsculo cayó rápido y los obreros se apresuraron a marchar a sus moradas, con el deseo de alejarse lo más posible de los andamios. Antes de hacerse de noche, Merdjan y un servidor de confianza de Abidaga fueron de nuevo a ver a Radislav y se aseguraron, sin temor a equivocarse, de que el condenado, cuatro horas después de la ejecución del veredicto, continuaba con vida y consciente. Presa de la fiebre, dándole vueltas los ojos lentamente, cuando observó la presencia del cíngaro comenzó a gemir con más fuerza. A través de aquel gemido en el que se le escapaba el alma, sólo se distinguían unas palabras aisladas.

– Los turcos…, los turcos…, el puente…

Satisfechos, regresaron al Bikavats, a casa de Abidaga, diciendo a todo el que encontraban por el camino que el condenado seguía vivo; y, teniendo en cuenta el modo cómo rechinaban los dientes y hablaba desde lo alto del poste con voz clara y distinta, se podía esperar que viviera hasta el día siguiente al mediodía. Abidaga se sintió también satisfecho y dio orden de que se pagase a Merdjan la recompensa prometida.

Aquella noche, todos cuantos vivían en la ciudad y alrededor del puente, se durmieron obsesionados por el temor. Para ser más exactos, se durmieron los que pudieron conciliar el sueño: fueron muchos los que no se encontraban con ánimos para pegar un ojo.

El siguiente día, que era lunes, fue una jornada soleada de noviembre. Ni en torno de las obras ni en toda la ciudad no hubo una mirada que no se volviese hacia el artilugio complicado de vigas y de tablones en el que, justo al borde, como sobre la popa de un barco, erguido y solo, el hombre empalado se imponía a la vista. Fueron muchos los que, al despertar, creyeron haber soñado todo lo que había sucedido la víspera en el puente; y ahora, estáticos, con los ojos fijos, contemplaban cómo su sueño doloroso se prolongaba y tomaba cuerpo a la luz del sol.

Entre los obreros persistía el mismo silencio de la víspera, lleno de contrición y de amargura. Y en la ciudad se oían los mismos susurros y se notaba la misma perplejidad. Merdjan y el criado de Abidaga subieron de nuevo a los andamiajes y dieron varias vueltas alrededor del condenado; hablaban entre ellos, levantando la cabeza, miraban el rostro del campesino. En un determinado momento, Merdjan le tiró del pantalón. Sólo por la manera que tuvieron de bajar a la orilla y de pasar silenciosamente entre los trabajadores, todos comprendieron que el campesino había entregado su alma. Y los siervos experimentaron cierto reposo, como si hubiesen alcanzado una victoria invisible.

Ya todos miraban hacia la víctima con más osadía. Notaban que, en el cuerpo a cuerpo continuo que habían de mantener con los turcos, la balanza acababa de inclinarse de su lado. La muerte es el mayor triunfo. Las bocas, que hasta entonces había mantenido cerradas el miedo, se abrían por sí mismas. Y así, cubiertos de barro, mojados, sin afeitar y pálidos, transportando con palancas de pino grandes bloques de piedra de Bania, se detenían un instante para escupir en las palmas de sus manos y, con voz apagada, se decían unos a otros:

– ¡Que Dios le perdone y le dé gracia!

– ¡Oh! ¡Qué mártir! ¡Oh! ¡Pobres de nosotros!

– Pero, ¿es que no te has dado cuenta de que está santificado? ¡Es un santo!

Y cada uno, discretamente, medía con la vista el cuerpo que se alzaba erguido, como si marchase a la cabeza de un ejército. Allí, en la altura, ya no les parecía ni espantoso ni digno de lástima. Por el contrario, ahora resultaba claro para todos hasta qué punto se había distinguido y engrandecido. Ya no estaba en la tierra, sus manos ya no se aferraban a nada, ya no podía nadar ni robar; pero tenía en sí mismo su centro de gravedad; liberado de los lazos y de las cargas de la tierra, el sufrimiento había concluido para él; nadie ni nada le perseguirían: ni el fusil ni el sable ni los malos pensamientos ni la palabra humana ni el tribunal turco.

Desnudo hasta la cintura, con los brazos y las piernas atados, rígido, la cabeza apoyada contra el poste, dibujaba una silueta que no parecía un cuerpo humano hinchado y a punto de descomponerse, sino una estatua situada a la altura, dura e imperecedera, que permanecía allí para siempre.

Los jornaleros se volvían y, a escondidas, se santiguaban.

En el Meïdan, las mujeres cruzaban veloces los patios para ir las unas a casa de las otras a cuchichear, durante uno o dos minutos, y a derramar unas lágrimas e, inmediatamente, regresaban corriendo para evitar que el almuerzo se quemase. Una de ellas encendió una lamparilla delante de un icono.

A continuación, empezaron a arder en todas las casas lamparillas que se disimulaban en los rincones de las habitaciones. Los niños, guiñando los ojos en aquella atmósfera de solemnidad, miraban aquellas luces y escuchaban las frases incomprensibles y entrecortadas de los adultos: "¡Defiéndenos, Señor, y protégenos!" "¡Ah! ¡Es un mártir que se ha creado méritos a los ojos de Dios, como si hubiese construido la iglesia más grande!" "¡ Ayúdanos, Dios, Tú, el Único, aplasta al enemigo y haz que pierda el poder!" Los niños preguntaban infatigables:

– ¿Qué quiere decir "mártir"? ¿Quién va a construir una iglesia, dónde?

Los muchachos se mostraban particularmente curiosos, y las madres trataban de calmarlos.

– ¡Cállate, corazoncito! ¡Cállate, escucha a mamá y guárdate, mientras vivas, de los malditos turcos!

Antes de que cayese la oscuridad, Abidaga inspeccionó otra vez la construcción y contento del efecto producido por el terrible ejemplo, dio orden de que fuese retirado el cadáver:

– ¡Echad el perro a los perros!

Bruscamente llegó la noche, húmeda y tibia, como de primavera. Entre los obreros se produjo una efervescencia y una agitación incomprensibles. Los que no habían querido hablar de sabotaje ni de resistencia se mostraron dispuestos a hacer grandes sacrificios y a emprender lo que fuese. El cuerpo de Radislav se había convertido para todos en un objeto de interés, en algo sagrado. Unos centenares de hombres extenuados, impulsados por un instinto innato, por la fuerza de su compasión y por antiguas costumbres, empezaron a agitarse, a unir sus fuerzas a fin de hacerse con el cadáver del mártir para librarlo de la profanación y darle una sepultura cristiana. Cuchicheando con precaución, o reuniéndose en las barracas y en las cuadras, recaudaron entre ellos la importante suma de siete grochas, destinadas a sobornar a Merdjan.

Eligieron para esta misión a tres hombres, los más desenvueltos del grupo, los cuales lograron entrar en contacto con el verdugo. Calados de agua y agotados por el trabajo, los tres campesinos, empezaron a negociar lentamente, con astucia, dando rodeos. Frunciendo el entrecejo, rascándose la cabeza, tartamudeando, el más viejo dijo al cíngaro:

– Bien, todo ha terminado. El destino así lo ha querido. Sólo que, ya sabes tú lo que pasa, por ejemplo, es un ser humano, como suele decirse, una criatura de Dios, y no estaría bien que, por ejemplo, se lo coman los animales y los perros lo destrocen.

Merdjan, adivinando que se trataba de un negocio, se defendía en tono más lastimero que obstinado:

– ¡Ah, no! No sigáis hablando. Queréis perderme. Ignoráis qué clase de lince es Abidaga.

El campesino sufría. Frunciendo aún más el entrecejo, pensaba: "Es un cíngaro, una criatura sin religión y sin alma, no se puede ser su amigo ni confraternizar con él. No puede jurar por nada de la tierra ni del cielo". En tanto su mano, metida en el bolsillo poco profundo del blusón, guardaba las siete grochas.

– Ya sé cómo es. Y sabemos, por supuesto, que para ti tampoco es fácil. Claro que no te daremos quebraderos de cabeza. Mira, hemos podido reunir cuatro grochas a tu salud y, como nosotros decimos, no está mal.

– No, no, mi vida vale más que todos los bienes del mundo. Abidaga me matará; es capaz de ver aun cuando duerme. Sólo de pensarlo, me muero.

– Quien dice cuatro, dice cinco. Entre todos podremos conseguirlas -continuó el campesino, sin atender a las lamentaciones del cíngaro.

– ¡No me atrevo, no me atrevo!

– Bueno, tú has recibido la orden de echar… el cuerpo, por ejemplo, a los perros y lo echarás y no te preocuparás de lo que pase después y nadie te preguntará nada. Y, ya ves, entonces, es un decir, nosotros cogeríamos ese cuerpo y lo enterraríamos según nuestro rito, pero a escondidas, de modo que ni un alma viviente se enteraría. Y tú, al día siguiente, dirías, por ejemplo, que han sido los perros los que se han llevado… el cuerpo. Y ni visto ni oído, pero tú tendrás lo que te ofrecemos.

El campesino hablaba con circunspección, reflexivamente; tan sólo se detenía con un curioso malestar ante la palabra "cuerpo", que pronunciaba así: cuerpo.

– Pero ¿es que os habéis creído que por cinco grochas voy a arriesgar mi vida? ¡No, no!

– Por seis -añadió con calma el campesino.

Entonces el cíngaro se irguió, se abrió de brazos, adoptó un aire serio y una expresión de sinceridad conmovedora de la cual son sólo capaces las personas que no distinguen la mentira de la verdad, y se quedó ante el campesino como si él fuese el condenado y aquél el verdugo.