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Pero a partir de aquel momento, incluso para los habitantes más incrédulos, resultaba claro que todos juntos construían un puente según una concepción única y un plan infalible, situados por detrás de cada una de sus acciones individuales. Primero, aparecieron los ojos, los más pequeños, en la parte alta, así como los más cercanos a la orilla; más tarde, se revelaron, uno tras otro, los demás, hasta que el último de ellos se vio despojado de los andamiajes y el puente entero apareció tendido sobre sus once arcos poderosos, perfecto y extraño en su belleza, como un paisaje nuevo y curioso que se ofrecía a los ojos de los lugareños.

Los vichegradeses, que eran propensos tanto a los buenos como a los malos pensamientos, sentían vergüenza tanto de sus dudas como de su incredulidad. Ya no trataban de esconder su admiración, ni podían frenar su entusiasmo. Todavía no se había permitido el paso por el puente, pero todo el mundo se agrupaba en las dos márgenes, especialmente en la derecha, en la que se encontraba el barrio del comercio y la mayor parte de la ciudad. Miraban a los obreros que lo cruzaban y trabajaban y pulían la piedra del parapeto y de los asientos alzados en la kapia. Los turcos de Vichegrado, reunidos, miraban aquel trabajo, realizado por otros a expensas de otro a quien, durante cinco años, habían dado toda clase de nombres y al que habían predicho el más funesto porvenir.

– Ya lo había dicho yo siempre -afirmaba traspasado por una alegre emoción un hodja bajito de Duchtchá-; nada escapa al poder del sultán. Estaba convencido de que personas tan inteligentes terminarían por hacer lo que se habían propuesto y, sin embargo, vosotros decíais constantemente: no lo harán, no pueden. ¡Y lo han hecho, y qué hermoso puente, y qué cosa tan bella y tan buena!

Todos asentían, aunque nadie, a decir verdad, recordase sus palabras. Más bien tenían idea de que, al igual que ellos, había desacreditado la construcción y a quien había ordenado que fuese elevada. Y todos, sinceramente maravillados, exclamaban:

– Buenas gentes, ¡eh!, buenas gentes. ¿Qué es eso que acaba de aparecer en nuestra ciudad?

– Ya ves lo que hace el poder y la inteligencia de un visir: allí donde pone su mirada, se alza una fundación piadosa y aparece la felicidad.

– Pues eso no es nada -añadía el pequeño hodja, alegre y vivo-, todavía ha de resultar más hermoso. ¡Ved cómo lo engalanan y embellecen como si fuera un caballo que llevaran a la feria!

Unos y otros rivalizaban en su desbordamiento de entusiasmo buscando palabras de alabanza que fuesen más nuevas, más hermosas y más sonoras. Tan sólo Akmed-Aga Cheta, rico comerciante en cereales, hombre moroso y avaro, no dejaba de mirar con desprecio la construcción y a aquellos que la alababan. Alto, amarillo y seco, de mirada negra y penetrante, los labios delgados, como pegados, guiñaba los ojos, cegados por el sol de aquel hermoso día de septiembre, sin renunciar a sus opiniones. Porque, en ciertos hombres, existen odios infundados que son más grandes y más fuertes que todo lo que los demás hombres pueden crear o inventar. Y replicaba con desprecio a quienes, entusiasmados, ensalzaban la grandeza y la resistencia del puente, afirmando que era más sólido que la más sólida fortaleza:

– ¡ Excepto la inundación, la inundación que amenaza Vichegrado! ¡Esperad! ¡Ya veremos entonces lo que queda de nosotros!

Todos lo combatían con amargura, refutaban sus afirmaciones y elogiaban a los que habían trabajado en el puente y sobre todo a Arif-Bey, quien, con su eterna sonrisa de gran señor, había realizado, burla burlando, una construcción tan hermosa y tan grande. Pero Cheta se obstinaba en no hacer ninguna concesión a nadie.

– De acuerdo; pero sin Abidaga y su vara verde y su disciplina y su tiranía, me gustaría saber si esta especie de eunuco habría podido, con su sonrisa y sus manos a la espalda, terminar el puente.

Y, herido por el entusiasmo general, como si le hubiesen inferido una ofensa personal, Cheta se marchó, con aire enfadado, a su almacén, sentándose en su sitio habitual, desde donde no alcanzaba a ver ni el sol ni el puente, ni a oír el rumor y el ruido de las gentes entusiasmadas.

Cheta era sólo un caso aislado. La alegría y el entusiasmo de los ciudadanos no dejaba de crecer y de extenderse por los pueblos vecinos. Corrían los primeros días de octubre, cuando Arif-Bey organizó una gran solemnidad con motivo de la terminación del puente. Aquel hombre de maneras aristocráticas, de severidad discreta y de una honradez poco común, que consagraba todo el dinero que le había sido confiado a los gastos previstos por el visir, sin guardar nada para él, era para el pueblo el personaje más importante de aquella empresa. Se hablaba de él más que del propio visir. De este modo, las fiestas que preparó se desarrollaron con brillantez y riqueza, y con gran fausto.

Los vigilantes y los obreros recibieron sus regalos en dinero y en vestidos. El festín general en que participaron todos cuantos quisieron duró dos días. Se comió, se bebió, se oyó música, se bailó y se cantó a la salud del visir; fueron organizadas carreras de caballos y pedestres, se distribuyó carne y golosinas entre los pobres.

En la plaza del mercado que unía el puente con el centro de la ciudad, se cocían en calderos halva 1 y, bien calientes, eran repartidos entre el pueblo. Entonces, tuvieron oportunidad de tomar dulces incluso aquellos que ni siquiera lo habían hecho con ocasión del Bairam ². La halva llegó a los pueblos de los alrededores y todos los que la probaron desearon buena salud al visir y larga vida a sus obras. Había niños que iban catorce veces al caldero, hasta que los cocineros los reconocían y los echaban dándoles con sus cazos de madera. Un niño cíngaro murió por haber comido demasiada halva caliente.

Tales acontecimientos quedaron grabados durante muchos años en las memorias y se narraban al mismo tiempo que los cuentos sobre el nacimiento del puente, tanto más cuanto que los visires generosos y los intendentes honrados, según parece, desaparecieron en los siglos siguientes y semejantes solemnidades se hicieron cada vez más escasas, hasta llegar a ser desconocidas, pasando a la misma categoría que las leyendas relativas a las hadas, a Stoïa y Ostoïa y otros milagros de la misma índole.

Mientras duraron las fiestas, así como durante los primeros días, las gentes atravesaron innumerables veces el puente, de una orilla a otra.

Los niños cruzaban corriendo y las personas de más edad caminaban despacio, hablando o contemplando, desde todos los puntos, los horizontes completamente nuevos que el puente ofrecía. Los imposibilitados, los enfermos, los cojos y los paralíticos eran llevados en parihuelas, porque ninguno quería perderse la fiesta ni renunciar a su parte en aquel maravilloso acontecimiento. El último de los ciudadanos llegó a tener la impresión de que su capacidad se había multiplicado de pronto y de que su fuerza había aumentado, como si algún hecho milagroso y sobrehumano hubiese sido inyectado a sus energías y transmitido a los límites de su vida cotidiana; como si, al lado de los elementos conocidos hasta aquel momento (la tierra, el agua y el cielo), se hubiese descubierto otro más; como si merced al esfuerzo benéfico de alguien, se hubiese realizado, inesperadamente, el más profundo de los deseos, el antiguo sueño de los hombres: andar sobre el agua y dominar el espacio.

Los muchachos turcos iniciaron el kolo alrededor de los calderos de "halva", llevaron el baile a través del puente, porque, pasando por allí, tenían la impresión de volar y no andar; después, rondaron un momento en la kapia, golpeando el suelo con sus tacones y machacando las losas nuevas como si probasen la solidez del puente. Los pilluelos daban vueltas, bailando, en torno a aquel corro de gentes jóvenes que saltaban incansablemente, siempre al mismo ritmo, y se deslizaban corriendo entre las piernas excitadas por la danza como a través de una cerca ondulante, y se quedaban en medio del kolo, haciéndose presentes por primera vez en su vida en el puente del que se hablaba desde hacía muchos años, en aquella kapia en la que, según se decía, estaba emparedado el desdichado negro cuyo fantasma aparecía por las noches. Sin dejar de disfrutar con el kolo, los muchachos seguían sintiendo el mismo miedo que inspiraba el negro a los niños de la ciudad cuando aún estaba con vida y trabajaba en el puente. Situados en aquel puente elevado, nuevo y extraordinario, les parecía que hacía mucho tiempo que habían abandonado a su madre y su tierra natal y que se habían perdido en el país de los hombres negros, de las construcciones maravillosas y de las danzas insospechadas. Se estremecían, pero no podían apartar su pensamiento del negro ni separarse del kolo que se desarrollaba en la kapia. Únicamente un nuevo y deslumbrador milagro hubiera podido atraer su atención.

Un tal Murat, llamado el mudo, retrasado mental, perteneciente a una familia de agas, los Tvrtkovitch de Nezuke, y de quien se burlaban a menudo en la ciudad, subió, de pronto, al parapeto de piedra del puente. Se oyeron los clamores de los niños, las llamadas llenas de asombro y espanto de los adultos, pero el idiota, como embrujado, con los brazos abiertos y la cabeza echada hacia atrás, avanzaba por las piedras estrechas sin darse cuenta de que estaba suspendido sobre el agua y el abismo. Parecía que tomaba parte en una hermosa danza. A su nivel, caminaba una banda de galopines y de ociosos que lo animaban. Y, al otro lado del puente, lo esperaba su hermano Aliaga que lo azotó como a un chiquillo.

Muchos descendieron a una media hora de marcha, siguiendo el curso del río, hasta Kalata o Mezalino, y, desde allí, contemplaron el puente que se destacaba blanco y ligero, con sus once ojos de diferentes tamaños, como un extraño arabesco sobre el agua verde y las colinas sombrías. En aquel momento, llevaron una gran estela con una inscripción grabada. Fue fijada en la kapia, sobre el muro de piedra rojiza que se elevaba a una altura de tres archinas por encima del parapeto del puente.

Durante mucho tiempo, las gentes se agolparon en torno a la inscripción y la contemplaron, en espera de que apareciese un teólogo musulmán o un joven letrado que, con más o menos habilidad, por un café o una tajada de calabaza o sencillamente por hacer una buena acción agradable a Dios, leyese la inscripción a su modo.

Más de cien veces durante aquellos días fueron deletreados los versos de la inscripción, compuesta por cierto versificador de Constantinopla llamado Badi. En la estela se indicaba el nombre, el origen y el título de quien había elevado la fundación piadosa, así como el feliz año 979 de la Hégira, es decir, el 1571 de la era cristiana, fecha de la terminación de las obras. Aquel Badi, a cambio de especies contantes y sonantes, había escrito unos versos ligeros y sonoros y había sabido hábilmente imponerlos a los poderosos de aquel mundo que erigían grandes construcciones o que las restauraban. Quienes lo conocían (y que no dejaban de envidiarlo) decían irónicamente que la bóveda celeste era el único edificio sobre el cual no había todavía una inscripción debida a su pluma. Pero él, a despecho de sus magras remuneraciones, era un pobre diablo famélico, en eterna lucha con esa miseria característica que acompaña a menudo a los poetas como una maldición especial, y que ningún salario ni ninguna recompensa logran eliminar.

1 . Halva, dulces hechos con harina, aceite y azúcar. (N. del T.)

2. Bairam, entre los musulmanes fiesta en la que se comen dulces en abundancia.

(N. del T.)