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Continuó vociferando durante largo rato. Al fin, no sabiendo qué decirles ni qué amenazas lanzarles, les escupió a la cara, uno tras otro. Pero cuando hubo concluido de gritar y se sintió liberado de la presión del terror (que había adoptado la forma de la cólera), puso inmediatamente manos a la obra con una energía desesperada. Pasó la noche patrullando, por la orilla, con sus hombres.

En determinado momento les pareció oír un ruido en el lugar en que los andamiajes se encontraban más adelantados dentro del agua y corrieron hacia aquel punto. Oyeron el crujido de una tabla, la caída de una piedra al agua. Cuando llegaron, encontraron efectivamente quebrados los andamiajes y demolido el muro, mas no hallaron traza de los culpables. Ante aquel vacío fantástico, los guardianes sintieron un estremecimiento, causado, en parte, por la humedad de la noche y, en parte, por un temor supersticioso. Se llamaban unos a otros, abrían desmesuradamente los ojos en la oscuridad, agitaban sus antorchas encendidas, pero todo resultaba inútil. Se habían producido nuevas destrucciones; sin embargo, los autores no fueron ni cogidos ni muertos, como si verdaderamente se tratase de seres invisibles.

A la noche siguiente, el Plevliak preparó mejor la emboscada. Situó a algunos de los hombres en la otra orilla. Cuando cayó la oscuridad, escondió a unos guardianes entre los andamiajes y él mismo, con dos hombres más, se instaló en un bote que, sin que fuese visto a causa de la oscuridad, condujo a la orilla izquierda. Desde allí, con sólo remar un poco, podrían encontrarse junto a uno u otro de los dos pilares. En estas condiciones, como pájaros de presa, les sería fácil atacar al saboteador desde ambos lados para que no pudiese escapar, a menos que fuese una criatura voladora o submarina.

Durante aquella noche, larga y fría, el Plevliak permaneció echado dentro del bote, cubierto con pieles de cordero y torturado por pensamientos sombríos, en tanto una pregunta no cesaba de agitarse en su cabeza: ¿Ejecutaría Abidaga su amenaza y le quitaría la vida que, junto a tal jefe, no era de modo alguno una vida, sino tan sólo miedo y tormento? A lo largo de toda la construcción, no se oía el menor ruido, excepto un chapoteo monótono y el murmullo del agua invisible. En esta situación, empezó a apuntar el día y el Plevliak tuvo la sensación de que la vida se oscurecía y se acortaba dentro de su cuerpo transido y agotado.

A la noche siguiente, tercera y última, se repitieron la misma vigilia, las mismas disposiciones de la gente, la misma atención temerosa. Y pasó la medianoche. El Plevliak se sintió ganado poco a poco por una apatía mortal. Pero, en aquel momento, se dejó oír un leve chapoteo y, después, más intenso, un golpe sordo contra las vigas de roble que estaban clavadas en el río, soportando los andamiajes. Surgió de aquel punto un silbido estridente. Pero ya antes el bote del Plevliak estaba en movimiento. El jefe de los guardianes, en pie, abría los ojos de par en par en la oscuridad, agitaba las manos y gritaba con voz ronca:

– ¡Remad, remad con toda vuestra fuerza!

Los hombres, medio despiertos, remaban vivamente, pero, antes de que se diesen cuenta, los alcanzó una fuerte corriente. En lugar de abordar en la zona de los andamiajes, derivaron, siguiendo el curso de las aguas. Y no habrían podido arrancarse de la corriente y habrían sido arrastrados lejos, si algo no los hubiese detenido de manera inesperada.

Allí, en medio del remolino, donde no había postes ni andamiajes, su bote chocó con un objeto pesado de madera, produciendo un sonido sordo. El obstáculo los paró. Sólo entonces apreciaron que arriba, en los andamiajes, los guardianes luchaban con alguien y gritaban, confundiéndose sus voces. En la oscuridad se mezclaban sus gritos bruscos e incomprensibles:

– ¡Cógelo, no lo sueltes!

– ¡Kakhriman, ven aquí!

– Ya estoy.

En medio de aquel alboroto, se pudo oír cómo caía al agua un objeto pesado o un cuerpo humano. El Plevliak permaneció perplejo durante algunos instantes, no sabiendo dónde estaba ni lo que sucedía. Pero en cuanto recuperó un poco los ánimos, con la ayuda de un gancho de hierro colocado en la punta de una larga pértiga, se puso a hacer fuerza contra los postes con los que había chocado y, al mismo tiempo, hizo subir el bote río arriba, aproximándose a los andamiajes. Cuando alcanzó las vigas de roble, sintiéndose estimulado, empezó a gritar a voz en cuello:

– ¡La antorcha, encended la antorcha! ¡Echadme la cuerda!

Al principio nadie le respondió. Finalmente, tras muchas llamadas recíprocas en el curso de las cuales ninguno escuchaba ni podía comprender a su vecino, se encendió en lo alto una pequeña antorcha vacilante y temerosa. Aquella primera luz turbó aún más la vista de los guardianes y mezcló, en un torbellino inquieto, hombres y cosas con sus sombras y los reflejos rojos que brillaban en el agua. Alguien encendió otra antorcha. Entonces se estableció la luz y los hombres empezaron a recuperar su sangre fría y a reconocerse unos a otros. En seguida, todo se hizo inteligible y claro.

Entre el bote del Plevliak y los andamiajes, se encontraba una pequeña balsa, formada por tres vigas, y un auténtico remo de barquero más corto y menos resistente de lo normal. La balsa estaba atada, con una cuerda de corteza de avellano, a una de las vigas de roble, bajo los andamiajes, y se mantenía así contra el agua rápida que la salpicaba y la arrastraba, con toda su fuerza, hacia abajo. Los guardianes de los andamiajes ayudaron a su jefe a cruzar la balsa y a trepar hasta ellos. Estaban jadeantes y hoscos. Tendido en el suelo y atado había un campesino cristiano. Su pecho se agitaba aceleradamente y el blanco de sus ojos lucía lleno de espanto.

El guardián de más edad, emocionado, explicó al Plevliak que habían permanecido al acecho escondidos en distintos puntos de los andamios. Y cuando había oído en la oscuridad el ruido de un remo habían pensado que era el bote del jefe, pero habían sido lo suficientemente prudentes como para no dar a conocer su presencia, en espera de lo que pudiera suceder. Fue entonces cuando vieron a dos aldeanos que abordaban los postes y que ataban con dificultad la balsa a uno de ellos.

Los dejaron que trepasen y que penetraran, y en aquel preciso instante, los atacaron con hachas, los derribaron y los ataron. El que estaba sin conocimiento a causa de un golpe que había recibido en la cabeza, pudo ser fácilmente atado, mas el otro, que desde el principio había dado la impresión de estar medio muerto, se había deslizado como un pez por entre las tablas, hasta el agua.

El guardián calló espantado y el Plevliak se puso a vociferar:

– ¿Quién lo ha dejado escapar? ¡Decid quién lo ha dejado huir, porque si no os voy a hacer pedazos a todos!

Los muchachos callaban y guiñaban los ojos bajo la luz roja y vacilante, en tanto el Plevliak giraba sobre sí mismo, como si buscase al desaparecido en la oscuridad, injuriándolos sin tregua y profiriendo unos insultos que durante todo el día no les había dirigido. Pero, de pronto, se sobresaltó, se inclinó sobre el campesino atado como sobre un tesoro precioso y, temblando, murmuró entre dientes, con una voz lamentable:

– ¡Vigilad a éste, vigiladlo bien! ¡Ay!, hijos de puta, si lo dejáis escapar tened presente que habréis perdido vuestras cabezas.

Los guardianes se afanaban alrededor del campesino; otros dos acudieron desde la orilla, atravesando los andamios. El Plevliak daba órdenes, les exhortaba para que lo atasen con más fuerza y lo mantuvieran estrechamente vigilado. De esta forma, lo trasladaron a la orilla despacio y con precaución, como si fuese un cadáver. El Plevliak los seguía, sin mirar dónde ponía los pies y sin apartar la mirada del prisionero. A cada paso, le parecía crecer y empezar a vivir en aquel mismo instante.

En la orilla empezaron a encenderse y a parpadear otras antorchas que se apagaban, iluminándose después nuevamente. El campesino que acababa de ser capturado fue llevado a uno de los barracones de los obreros donde había un fuego encendido y donde fue atado a un poste con cuerdas y cadenas que habían sido desenganchadas del brasero.

Era Radislav de Unichta en persona.

El Plevliak se calmó un poco, dejó de gritar y de jurar, pero no podía estarse quieto. Enviaba a los guardianes para que recorriesen la orilla, río abajo, en busca del otro campesino que había saltado al agua, aunque resultase evidente que, en noche tan oscura, si no se había ahogado, nadie podría alcanzarlo ni cogerlo. También daba otras órdenes, entraba, salía una vez más, ebrio de emoción. Incluso empezó a interrogar al aldeano atado, pero desistió de su propósito. En general, todo lo que hacía tendía únicamente a dominar y a esconder su inquietud, puesto que, en realidad, no tenía más que un pensamiento: esperar a Abidaga. Y no tuvo que aguardar mucho tiempo.

Tras haber dormido su primer sueño, Abidaga, como tenía por costumbre, se había despertado inmediatamente después de la medianoche y, no pudiendo reconciliar el sueño, permanecía junto a la ventana, mirando en la oscuridad. Desde su balcón que daba al Bikavats, se veía de día el valle del Drina con sus chocitas, sus molinos, sus cuadras, y se veían las obras y todo el espacio socavado y obstruido que las rodeaba. Ahora, en la oscuridad, adivinaba todo aquello y, lleno de amargura, meditaba y se decía que los trabajos avanzaban despacio y con dificultad, y que tal situación llegaría un día a oídos del visir. No cabía duda de que alguien se encargaría de que esto ocurriese. Tal vez el mismo Tosún efendi, aquel personaje frío y solapado de rostro imberbe. Y entonces podría ocurrir que él perdiese el favor del visir. Por esto precisamente, no podía dormir y, cuando dormía, sus sueños eran agitados. En el momento en que pensaba en aquella posible desgracia, el alimento le parecía veneno, los hombres se le hacían odiosos y la vida espantosa. Imaginaba lo que supondría la desgracia: sería alejado del visir, sus enemigos se burlarían de él (¡ah! ¡eso no!), perdería su rango y su situación y se convertiría en un pingajo, en un pobre diablo, no sólo ante los ojos de los demás, sino ante sus propios ojos. Esto significaba perder una fortuna difícilmente adquirida o, suponiendo que la conservase, tener que gastarla en secreto lejos de Estambul, en algún lugar en el exilio, en una provincia oscura, olvidado, innecesario, ridículo, miserable. ¡No, cualquier cosa, pero eso no! ¡Era preferible no ver más el sol, no volver a respirar el aire del día! ¡Más valdría dejar de ser hombre y no poseer nada! Éste era el pensamiento que le acudía a la mente sin cesar, y que, varias veces al día, hacía que la sangre le golpease dolorosamente las sienes y la cabeza; un pensamiento que nunca se disipaba por completo y que permanecía en él como un negro sedimento.