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1943

Desde que hay guerra los pensamientos y las frases son más cortos, adaptados al tono de las órdenes. La gente lo que quiere es no prolongar ni continuar todo lo que ha surgido en este tiempo. Quieren dejarlo tras sí como si fueran los tiros de una ametralladora. Nadie sabe quién va a venir a su casa ni nadie sabe dónde va a estar en casa. De ahí que la gente no se instale demasiado a sus anchas en ninguna frase y que pase por todas ellas rozándolas, como si fueran hojas que bordean el camino. El periódico, «en el que todos los días viene una cosa distinta», y los partes radiofónicos son los monos del momento; cuando se advierte su presencia en un árbol ya han saltado al siguiente. El Matusalén de la guerra ya no es ningún vicio, nació ayer; una existencia normal se cuenta por horas. Debe haber ocurrido que uno ya no sabe para qué ha estado luchando el momento anterior; y algunos dicen que cientos de miles de muertos desfiguran la más clara de las metas. No siempre se encuentran ríos dispuestos a llevarse los cadáveres flotando. Los hornos crematorios rodantes llegan muchas veces con retraso. Las torres de calaveras unidas con cemento que construían los tártaros eran más recomendables; ofrecían una amplia perspectiva. Con todo, los experimentos de utilización de corazones e intestinos muertos han hecho grandes progresos; no está excluido que se dé nueva vida a los cadáveres propios sirviéndose de los de los enemigos. Entonces las guerras tendrían un sentido, un sentido profundo que hasta hoy sólo han augurado los profetas de la guerra. No se había llegado demasiado lejos en la interpretación de procesos de proporciones tan colosales; pero los números hablan por sí solos a favor de un hecho: tiene que tratarse de acontecimientos de suma importancia para la vida, pues ¿iba a ser inútil la muerte de millones de hombres? ¿Y qué decir de que los hombres vayan gustosos a la muerte, estén orgullosos de morir y de que anden a la greña por el privilegio que esto supone? Son siempre los números lo que avergüenza a los escépticos.

Al hombre no le gusta morir. En la guerra muere la gente por millones. De ahí que las guerras tengan que tener un significado especial y quizá lo que ocurre es que no hemos sabido moler adecuadamente los cadáveres del enemigo. Nos hemos reído de los cazadores de cabezas y hemos hecho burla de los caníbales. Pero dentro de estos hijos de la Naturaleza hay un meollo sano, y de la misma manera como entienden de hierbas medicinales y de venenos, seguro que saben muy bien, y en todo caso mejor que nosotros, por qué tienen que comerse precisamente a los enemigos. Una cosa no se les puede negar: son consecuentes, y el ridículo sentimentalismo de nuestra pseudo-cultura no les ha llevado a moler un corazón por el simple hecho de que es el corazón de un hombre, todo lo contrario, prefieren corazones de animales.

En la Historia se habla poco, demasiado poco, de animales.

El hombre de Neandertal piensa: siempre habrá guerras, incluso dentro de trescientos millones de años; puede contar ya hasta el millón.

Reniega de todos los que aceptan la muerta. ¿Quién te queda?

La herencia de Dios está envenenada.

El futuro que cambia a cada momento.

Un tropel de mujeres en cinta, en muy avanzado estado; a su encuentro, en dirección contraria, vienen camiones, tanques, camiones, tanques llenos de soldados armados y equipados con toda exactitud. Los coches han pasado; las mujeres, en mitad de la carretera, empiezan a cantar.

La guerra es algo tan ordenado que la gente acaba encontrándose en ella como en su casa.

Desde que están sentados en sillones y comen en mesas hacen guerras más largas.

Los muertos tienen miedo de los vivos. Los vivos, en cambio, que no lo saben, temen a los muertos.

Todas las fronteras que ha habido en la Tierra desde que hay hombres y una comisión que vigile si son o no reales: la academia de las Fronteras. Un diccionario de fronteras, corregido a cada nueva edición. Una evaluación de los gastos que comportan estas fronteras. Los héroes que han muerto por ellas y sus descendientes que les quitan la frontera debajo de sus tumbas. Muros en sitios donde no deben estar, y sitios donde habría que levantarlos en realidad, si no fuera que desde tiempo están ya en otro sitio. Los uniformes de guardias de frontera que han muerto y los desaguisados que tienen lugar en los pasos difíciles, las eternas infracciones, corrimientos y terrenos movedizos. El presuntuoso mar; los incontrolables gusanos; pájaros que van de un país a otro, propuesta de exterminio de estos pájaros.

La ciencia se ha traicionado al hacerse objeto de sí misma. Se ha convertido en religión, en religión del matar y quiere hacer creer que de las religiones tradicionales del morir a esta religión del matar ha habido un progreso. Muy pronto habrá que poner a la ciencia bajo el imperio de una fuerza más alta que, convirtiéndola en su servidora, la oprima sin destruirla. Para este sojuzgamiento de la ciencia hay que darse prisa. Está contenta con ser una religión y se apresura a exterminar a los hombres antes de que éstos tengan el valor suficiente para destronarla. De este modo, saber es realmente poder, pero un poder que se ha vuelto furioso, un poder al que se adora sin rubor; sus adoradores se contentan con pelos y escamas de él; si no pueden sacarle nada más, con las huellas de sus pies artificiales, de sus pies pesados.

Los viejos relatos de viajes van a ser algo tan precioso como las grandes obras de arte; porque la tierra desconocida era algo sagrado y jamás podrá volver a serlo.

El diablo fue una gran sinvergüenza siendo inofensivo, meciendo a los hombres en una engañosa seguridad.

Antes del hundimiento de Alemania, en este país había vendedores ambulantes que iban por las casas con retratos del Führer que se inflamaban de un modo espontáneo cuando la gente los miraba a los ojos.

Hay muchas personas sencillas que le preguntan a uno: «¿Cree usted que va a terminar pronto la guerra?», y si uno ingenuamente les contesta: «Sí, muy pronto», advierte de repente – primero no quiere uno creerlo – cómo el miedo y el horror se dibujan en sus rostros. Se avergüenzan un poco de esto y saben siempre que por motivos de humanidad deberían alegrarse. Pero la guerra les ha reportado el pan y una ganancia considerable, a algunos por primera vez en la vida; otros, al fin, después de muchos años, han recuperado este pan y estas ganancias; y así ocurre que lo único que les tortura es este sentimiento: ¡si durara un poco más!, ¡si todavía no se acabara! Pueblos enteros hasta sus estratos más bajos se han convertido en ganadores de esta guerra, con todas las reacciones con respecto al mundo que una contienda así conlleva. Si tuviera que decir qué es lo que durante esta guerra me ha estado llenando de la mayor de las desesperaciones, diría que esta experiencia cotidiana: la guerra como lo que trae el pan y la seguridad.

Los aduladores apasionados son los hombres más desgraciados del mundo. De vez en cuando les acomete un odio feroz e imprevisible contra la criatura que durante mucho tiempo han estado adulando. No son dueños de este odio; por nada del mundo pueden amasarlo; ceden a él como un tigre a su sed de sangre. Es un espectáculo sorprendente; el hombre que antes, para su víctima, no tenía otra cosa que palabras de la más ciega adoración, retira cada una de estas palabras y las convierte en una serie de dicterios igualmente exagerados. No olvida nada de lo que hubiera podido agradar al otro. En medio de su enloquecida rabia, recorre la lista entera de sus viejas melifluidades y las traduce justo a la lengua del odio.

De todo lo que contemplamos, ¿qué es lo que debe darnos ánimo sino la contemplación misma?

Ni siquiera las acciones más depravadas de los muertos hay que silenciar; hasta tal punto les interesa seguir viviendo como sea .

Es una época que se distingue por cosas nuevas y en modo alguno por pensamientos nuevos.

Lo más atrevido de la vida es el odio a la muerte, y son despreciables y desesperadas las religiones que borran este odio.

Si un consejo que yo tuviera que dar, un consejo técnico, acarreara la muerte de un solo ser humano, ya no podría arrogarme derecho alguno a la vida.

La cultura se cuece juntando todas las vanidades de aquellos que la fomentan. Es un filtro peligroso que distrae del pensamiento de la muerte. La más pura expresión de cultura es una tumba egipcia, en la que todo lo que está alrededor es inútil, cacharros, joyas, comida, imágenes, esculturas, oraciones, y el muerto, a pesar de todo, está muerto.

No es posible leer la Biblia sin indignación y sin fascinación. ¡Qué es lo que ella no hace de los hombres, seres malvados, hipócritas, déspotas, y qué es que no se hace contra ellos! La Biblia es la digna imagen del género humano, modelo de la Humanidad, un ser inmenso, a la vez visible y secreto; es la verdadera Torre de Babel, y Dios lo sabe.

El verdadero arte sería, pues, amar esto sin almacenar el odio que corresponde a este amor.

En el Humanismo, el hombre se tomó las cosas de un modo excesivamente fácil; todavía no se sabía casi nada; en el fondo, el esfuerzo más importante se dirigía a una única tradición. Pero aunque de este movimiento no quedara más que el nombre que lo designa, este movimiento sería santo; y la ciencia que hoy en día lo continúa, llevándolo mucho más lejos y sabiendo mucho más que él, su auténtica heredera, la antropología, lleva un nombre que, si bien está emparentado con aquél, sin embargo es mucho menos de fiar.

Hay libros que tenemos a nuestro lado veinte años sin leerlos, libros de los que no nos alejamos, que los llevamos de una ciudad a otra, de un país a otro, cuidadosamente empaquetados, aunque haya muy poco sitio, y que tal vez hojeamos en el momento de sacarlos de la maleta; sin embargo, nos guardamos muy bien de leer aunque sólo sea una frase completa. Luego, al cabo de veinte años, llega un momento en el que, de repente, como si estuviéramos bajo la presión de un operativo superior, no podemos hacer otra cosa que coger un libro de estos y leerlo de un tirón, de cabo a rabo: este libro actúa como una revelación. En aquel momento sabemos por qué le hemos hecho tanto caso. Tenía que estar mucho tiempo a nuestro lado; tenía que viajar; tenía que ocupar sitio; tenía que ser una carga y ahora ha llegado a la meta de su viaje; ahora levanta su velo; ahora ilumina los veinte años transcurridos en los que ha vivido mudo a nuestro lado. No hubiera podido decir tantas cosas si no hubiera estado mudo durante este tiempo, y qué imbécil se atrevería a afirmar que en el libro hubo siempre lo mismo.