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Un pueblo no ha desaparecido del todo hasta que incluso sus enemigos no lleven un nombre distinto.

Vivir por lo menos el tiempo suficiente para conocer todas las costumbres de los hombres y todo lo que a éstos les ha ocurrido; recuperar toda la vida pasada, ya que la futura no es posible; concentrarse antes de disolverse; merecer haber nacido; pensar en las víctimas que cuesta cada respiración; no glorificar el dolor, aunque vivamos de él; guardar para nosotros únicamente aquello que no podamos dar a los demás, hasta que madure para éstos y podamos dárselo; odiar la muerte de cada uno de los hombres como si fuera la nuestra; hacer las paces alguna vez con todo, menos con la muerte.

El postulado de que cada uno debe reunir los artículos de su pensamiento y de su fe tiene algo de locura, como si cada uno tuviera que construir solo la ciudad en que vive.

¿Y cuál es el pecado original de los animales? ¿Por qué los animales padecen la muerte?

Uno empieza a amar a un país así que en él conoce bien a muchos hombres ridículos.

En la guerra los hombres se comportan como si cada uno de ellos tuviera que vengar la muerte de todos sus antepasados, y como si de éstos ninguno hubiera muerto de muerte natural.

El ciego le pide perdón a Dios.

El misterioso sistema de los prejuicios. De su consistencia, su número, su orden depende que el hombre envejezca más o menos deprisa. Dondequiera que uno tema una transformación, allí tiene un prejuicio. Sin embargo, no escapamos a la transformación: la recuperamos con gran fuerza y sólo entonces volvemos a ser libres. No ocurre que podamos estar retrasando continuamente transformaciones que debían haber tenido lugar. Estas nos lanzan en dirección contraria; pero el hombre tiene un alma elástica, y en algún momento u otro, con ímpetu y con seguridad, vuelve a caer justo sobre ellas. Muchas transformaciones están marcadas simplemente por los exorcismos de los padres; éstas son las más peligrosas. Otras llevan el odio de toda la humanidad; en éstas caen sólo unos cuantos espíritus, pocos y escogidos.

El que se transforma mucho necesita muchos prejuicios. En un hombre de gran vitalidad estos prejuicios no deben ser un estorbo; a este hombre hay que medirlo por sus vibraciones y no por aquello que le mantiene firme.

La doctrina de la evolución promete convertirse en una panacea, aun antes de que se la piense hasta sus últimas consecuencias. Es algo así como un transmigracionismo o un darwinismo pero sin que, estrictamente, comporte un giro religioso o científico; una doctrina relacionada con la Psicología y la Sociología, donde ambas disciplinas se convierten en una sola, y ello con una intensidad dramática, pues todo lo que se distribuye en generaciones de la vida o incluso en períodos geológicos se convierte en algo yuxtapuesto y a la vez posible.

A los ingleses sólo se les puede hablar de lo que uno realmente ha visto. Lo importante es la presencia; todo se desarrolla como ante un tribunal. No se pronuncia ninguna sentencia sin haber visto al acusado, una ciudad o todo un paisaje. A uno le llaman para testificar y tiene que atenerse estrictamente a la verdad, a lo que ante el tribunal se entiende por verdad. No se pleitea. La acción de influir se deja para los que son realmente profesionales. Uno quiere ser juez o, por lo menos, testigo; si no en la sentencia, uno participa de un modo directo en los acontecimientos mismos. Por lo que hace a los deseos, uno no se explaya con los extraños; como meros sueños, los deseos son despreciables. Como decisiones, no han sido llevadas a cabo; sólo los objetivos cuentan. Un deseo que no conduzca a una acción no importa lo más mínimo a nadie, uno lo guarda para sí. Las acciones, en cambio, son públicas; como están a la vista de todos, el hablar de ellas lo único que hace es perjudicarlas. Sobre ellas son los otros los que tienen que juzgar; uno no influye en la sentencia. El inglés celebra muchos juicios, pero él mismo se somete a ellos. No tiene la impresión de que, de repente, una fuerza misteriosa y despótica le ya a sojuzgar independientemente de lo que haga; para él incluso Dios es justo.

Entre vivir algo y juzgarlo hay la misma diferencia que entre respirar y morder.

No está bien que los animales sean tan baratos.

Los hombres sólo pueden salvarse unos a otros. Por esto Dios se disfraza de hombre.

Un estudio detallado y preciso de los cuentos nos enseñaría qué es lo que todavía podemos esperar en el mundo.

Aquellos a los que ya no es posible encontrar rebuscando en la historia están perdidos, y con ellos todos sus pueblos.

¡Qué es el hombre sin respeto y qué es lo que el respeto ha hecho del hombre!

La guerra divide a los hombres en dos bandos: los que son decididamente peleones y los que son decididamente pacíficos. Los unos prolongan la guerra en forma de planes de venganza; los otros, mucho antes de haberla ganado, celebran la reconciliación.

Toda mi vida no es otra cosa que un desesperado intento de superar y suprimir la división del trabajo y de pensarlo todo por mí mismo con el fin de que en una cabeza se reúna todo y vuelva a ser una sola cosa. No es saberlo todo lo que yo quiero, sino reunir lo que está hecho añicos. Es casi seguro que una empresa así no puede tener éxito. Pero la más mínima esperanza de que esto salga bien merece ya todos los esfuerzos.

Es hermoso ver a los dioses como precursores de nuestra propia inmortalidad como seres humanos. Es menos hermoso mirar al Dios único, ver cómo se apropia de todas las cosas.

Con los avances del conocimiento, los animales se irán acercando a los hombres. Luego, cuando vuelvan a estar tan cerca como lo estuvieron en los antiguos mitos, apenas habrá ya animales.

Estudiar todas las maldiciones, las más antiguas, las más alejadas, de este modo uno sabrá lo que aún tiene que venir.

¿Cantar? ¿Cantar qué? Las realidades antiguas, poderosas que están muertas. La guerra también morirá.

En la ebriedad los pueblos son como si fueran uno y el mismo pueblo.

La lectura de los grandes aforistas da la impresión de que todos ellos se han conocido muy bien.

Si a pesar de todo sigo vivo se lo debo a Goethe, como sólo a un dios puede debérsele algo. No es una de sus obras, es el clima sentimental y el cuidado y la minuciosidad de una existencia llena lo que de repente me subyugó. Da igual por dónde lo abra, puedo leer aquí unos poemas, allí unas cartas o algunas páginas de un relato; a las pocas frases se apodera de mí y me llena de una esperanza que ninguna religión puede darme. Sé muy bien qué es lo que las más de las veces actúa sobre mí. A lo largo de los años, he creído, de un modo supersticioso que la tensión de un espíritu rico, amplio y abierto tiene que expresarse en cada uno de sus momentos. Que nada podía ser pálido e indiferente; es más, que ni siquiera apaciguadoras deberían ser las cosas. Desprecié la salvación y la alegría. La revolución fue para mí una especie de modelo, y algo así como una revolución incesante, jamás satisfecha, iluminada por momentos súbitos e imprevisibles era la vida del ser humano. Me avergonzaba de tener algo; incluso para el hecho de tener libros inventé ingeniosas excusas y complicados subterfugios. Me avergonzaba del sillón en el que me sentaba para trabajar si no era suficientemente duro, y en ningún caso aquel sillón podía ser mío. Sin embargo, este modo de ser fogoso y caótico era así sólo en teoría. En realidad cada vez había más zonas del saber y del pensar que despertaban mi interés sin que yo las tragara inmediatamente, que iban tomando cuerpo sin hacer ruido e iban creciendo de año en año – como ocurre con las personas sensatas también -, zonas del saber y del pensar que yo no rechazaba como extrañas, a no ser que empezaran a hacer ruido inmediatamente; que prometían frutos para mucho más tarde y que luego, realmente, de vez en cuando los daban. De este modo, casi sin darme cuenta, fue creciendo algo así como un espíritu; pero este espíritu estaba bajo el dominio de un déspota antojadizo que ponía inquietud y violencia en todo, que hacía una política exterior tan falsa, perezosa e impulsivo que todo iba siempre al revés y que, por lo demás, era sensible al halago de cualquier gusano.

Creo que a Goethe le toca liberarme de este despotismo. Antes de leerle por segunda vez – para dar sólo este ejemplo – me había avergonzado siempre un poco de mi interés por los animales y de los conocimientos sobre ellos que poco a poco había ido adquiriendo. No me atrevía a confesarle a nadie que en estos momentos, en medio de esta guerra, las yemas de las plantas pueden fascinarme y estimularme tanto como un ser humano. Prefería leer mitos que cualquiera de los complicados productos de la Psicología moderna; y para justificar ante mí esta sed de mitos, convertía a éstos en una cuestión científica, fijaba toda mi atención en los pueblos de los que habían surgido y los ponía en conexión con la vida de estos pueblos. Pero lo único que me importaba eran los mitos mismos. Desde que leo a Goethe, todas mis empresas me parecen legítimas y naturales; no es que sean sus empresas, son otras, y es muy dudoso que puedan conducir a algún resultado concreto. Pero él me autoriza: ¡haz lo que tengas que hacer – dice -, aunque no sea nada arrebatado y ardiente, respira, observa, medita!

Uno necesita noticias sencillas, noticias escuetas que nos hablen de la vida de los hombres de nuestra misma condición, aunque sólo sea para quitarle su espina mortal al desengaño que ocasiona nuestro propio fracaso.

¡Oh animales, queridos, terribles, moribundos animales!; ¡pateáis, os comen, os digieren y os asimilan; animales de presa y despedazados entre sangre; animales huidos, reunidos, solitarios, avistados, acosados, destrozados!; ¡animales no creados, robados por Dios; expuestos a una vida de trampas, como niños expósitos!