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La maldición del tener que morir debe ser transformada en bendición: que uno pueda morir cuando vivir es insoportable.

No hay que dejarse atemorizar por los melancólicos. Su enfermedad es una especie de preocupación heredada por la digestión. Se quejan como si hubieran sido devorados y estuvieran en el estómago de otro. Jonás sería más bien Jeremías. Por esto, en realidad, cuando hablan, lo que sale de su boca es lo que ellos tienen en el estómago; la voz de la presa asesinada alevosamente pinta la muerte con colores seductores. «Ven conmigo», dice, «donde yo estoy está la corrupción. ¿No ves cómo amo la corrupción?». Pero hasta la corrupción muere y el melancólico, curado de repente, sale de caza sin dificultad alguna y de un modo inesperado.

De todas las palabras de todas las lenguas que conozco, la que mayor concentración tiene es el «I» inglés.

¿No será que estás sobrevalorando las transformaciones de los otros? Hay tanta gente que lleva siempre la misma máscara y cuando queremos arrancársela, nos damos cuenta de que es su rostro .

La mayoría de los filósofos tienen una idea muy mezquina de la variabilidad de las costumbres y de las posibilidades de los hombres.

Lo más difícil será no odiarse a uno mismo, no sucumbir al odio a pesar de que todo está lleno de odio; no odiarse sin motivo, ser justo con uno mismo como con los demás.

He aquí que vives como un mendigo de los mendrugos de los griegos ¿Qué dice de esto tu orgullo? Si encuentras en ellos lo que has pensado por ti mismo, no olvides nunca que esto, de una manera u otra, ha encontrado el camino para llegar hasta ti. Es decir, que te viene de ellos. Tu espíritu es su juguete. Eres una caña en su viento. Hace tiempo que puedes conjurar las tormentas de los bárbaros: pensar, sólo puedes pensar en el viento claro, sano y vigorizante de los dioses.

Desde hace muchos años nada ha agitado y ocupado tanto mi espíritu como el pensamiento de la muerte. El fin concreto y preciso de mi vida, la meta que, de uno modo declarado y explícito, me he propuesto seriamente es conseguir la inmortalidad para los hombres. Hubo épocas en las que quise prestarle esta meta a un personaje central de una novela al que, para mí, puse el nombre de «Enemigo de la Muerte». Durante esta guerra me he dado cuenta de que las convicciones de este género, que propiamente son una religión, hay que expresarlas de un modo inmediato y sin disfraz. De este modo voy anotando todo lo que tiene que ver con la muerte de la forma como quiero comunicárselo a los demás, y al «Enemigo de la Muerte» lo he dejado completamente en segundo término. No quiero decir que la cosa vaya a quedar así; puede que en los años venideros este personaje resucite de un modo distinto a como yo me lo había imaginado antes. En la novela tenía que fracasar en su desmedida empresa; le estaba designada una muerte honrosa; debía matarle un meteoro. Es posible que lo que más me moleste hoy sea el hecho de que tenga que fracasar. No puede fracasar, no le está permitido. Pero tampoco puedo dejarle vencer mientras sigan muriendo los hombres por millones. En los dos casos acaba siendo una pura ironía lo que está pensado con amarga seriedad. Tengo que burlarme de mí mismo. Mandando cobardemente por delante a un personaje no se hace nada. En este campo del honor me está permitido caer aun cuando me arrastren como a un chucho anónimo, aunque me denigren llamándome loco furioso, aunque me eviten como a una plaga amarga, tenaz e incurable.

A cuántos les va a merecer la pena vivir aún, cuando la gente ya no muera.

No puedo ver más mapas. Los nombres de las ciudades apestan a carne quemada.

Seis personas de uniforme alrededor de una mesa, no son dioses; deciden qué ciudades van a desaparecer en una hora.

De cada bomba un trozo rebota y vuelve a los siete días de la creación.

La Biblia está hecha a la medida de la desgracia del hombre.

Uno no está nunca lo bastante triste para mejorar el mundo. Enseguida vuelve a tener hambre.

Es horrible ver de qué manera la revolución rusa desemboca en la guerra de la que salió.

Cada vez veo con mayor claridad que en Francis Bacon se da uno de aquellos poquísimos personajes, de aquellas figuras centrales, de quienes se puede aprender todo lo que uno quiere aprender de los hombres. No sólo sabe lo que se podía saber en su tiempo; continuamente está diciendo lo que piensa sobre esto que sabe, y con lo que dice persigue metas muy claras. Hay dos tipos de grandes espíritus; los abiertos y los cerrados. Él pertenecía a los últimos: ama los fines; sus intenciones son limitadas, siempre quiere algo y sabe lo que quiere. Instinto y conciencia coinciden totalmente esta clase de hombres. Lo que la gente ha llamado su enigma es el hecho de que sea tan poco enigmático. Tiene mucho en con Aristóteles, con quien se está midiendo continuamente; quiere terminar con el imperio de Aristóteles. Essex es su Alejandro. Por medio de él quiere conquistar el mundo; muchos de sus mejores años los dedica a este plan. Así se da cuenta que se está condenado al fracaso, abandona sin más. El poder en cualquiera de sus formas es lo que le interesa a Bacon. Es un hombre sistemáticamente enamorado del poder. No deja de investigar ninguno de sus escondrijos. Las coronas sólo no le bastan, por mucho que a sus ojos aparezcan como algo resplandeciente y maravilloso. Sabe hasta qué punto es posible gobernar en secreto. Lo que le fascina de un modo especial es que el hombre, después de su muerte, pueda seguir gobernando como legislador y filósofo. Las ingerencias de fuera, los milagros, los desprecia, a no ser que sean medios escogidos para gobernar a los crédulos. Para quitarles fuerza a los milagros del pasado tiene que intentar hacer él milagros. Su filosofía del experimento es un método de atacar a los milagros y robarlos .

El carácter efímero de las teorías científicas las hace despreciables, pero ¿cuán efímeras son las grandes religiones de la Humanidad comparadas con lo que les precedió?

¿Qué es lo que uno puede contar sin gran desvergüenza?

Es reconfortante ver cómo todo el mundo se prepara una tradición. Junto a lo nuevo que tira de uno por todas partes, necesitamos muchos contrapesos tomados de la Antigüedad. Acudimos a hombres y tiempos pasados como si pudiéramos cogerlos por los cuernos y luego, cuando se ponen furiosos, salimos corriendo aterrorizados. La India, decimos con gravedad y suficiencia así que hemos escapado de Buda. Egipto, decimos así que en mitad del tercer capítulo del «De Iris y Osiris» de Plutarco cerramos el libro. Sin duda es hermoso que sepamos ahora con seguridad que bajo estos nombres han vivido seres humanos de carne y hueso, y que apenas se los nombra; de ahí que corran furiosos hacia nosotros. ¡Cómo les gustaría volver a vivir! ¡Cómo andan mendigando mirando, amenazando! ¡Creen que pensamos en ellos porque les llamamos por el nombre!; ¡cómo se olvidan de lo que ellos hicieron con los antiguos! ¿No viajaron a Egipto Tales y Solón? ¿No estuvo el sabio peregrino chino en la India, en, la corte de Harsha? ¿No le robó Cortés a Moctezuna el imperio y la vida? Se encontró la cruz, pero la habían llevado ellos. Tienen que respirar, los antiguos, para que

los veamos de un modo más completo, pero en el otro mundo tienen que permanecer en las sombras. Tienen que estar dormitando a la espera de que les hagamos una seña; pero luego, deben estar en su sitio. No tienen que tener ninguna pretensión sobre sí mismos, como que no tienen sangre. Tienen que revolotear de un lado para otro, no andar pisando fuerte; los cuernos deben dejarlos en el más allá, en las sombras; no deben enseñar sus afilados dientes; deben tener miedo y componer un poema pidiendo indulgencia. Porque no hay ningún sitio vacío para ellos; su aire está consumido desde hace tiempo. Como ladrones pueden colarse en los sueños; allí es donde es posible atraparlos.

Hay una vieja seguridad en la lengua que se atreve a darse nombres. El escritor que vive en el exilio, y de un modo muy especial el dramaturgo, está seriamente debilitado en más de una dimensión. Alejado de su aire lingüístico, carece del alimento familiar de los nombres. Puede que antes no se diera cuenta en absoluto de los nombres que oía a diario; pero ellos sí se daban cuenta de él y le llamaban seguros, redondos, perfectos. Cuando planeaba sus personajes los sacaba de la seguridad de una enorme tormenta de nombres, y aunque luego pudiera utilizar uno que en la claridad de sus recuerdos ya no significara nada, una vez u otra este personaje había estado allí y se había oído llamar. Ahora, para el que ha emigrado, el recuerdo de sus nombres no está perdido, sin duda, pero ya no es un viento vivo el que se los trae; el exiliado los guarda como un tesoro muerto, y cuanto más tiempo tenga que permanecer alejado de su antiguo clima, con tanta mayor codicia acariciarán sus dedos los viejos nombres.

De ahí que al escritor que vive en el exilio, si es que no se da totalmente por vencido, lo único que le queda es una cosa: respirar el nuevo aire hasta que éste le llame a él también. Durante mucho tiempo este aire quiere hacerlo, se está preparando y no dice nada. El escritor lo nota y se siente herido; puede que cierre los oídos, entonces ya no puede llegarle ningún nombre. Lo extranjero crece y, cuando se despierta, lo que encuentra a su lado es el viejo granero que se ha secado, y sacia su hambre con granos de trigo que vienen de su juventud.

La felicidad es perder en paz la propia unidad; las conmociones del espíritu llegan, permanecen en silencio y se marchan, y cada una de las partes del cuerpo escucha para sí.

Sobre la metamorfosis. Hoy, al ir a comer, ha venido hacia mí, por la derecha, una furgoneta de las que usan las tiendas para repartir paquetes. Al volante iba una mujer, de la cual se podía ver poco más que la cabeza. En una furgoneta como éstas me traen habitualmente el petróleo para la calefacción; una muchacha muy fea, con la cara destrozada, conduce el coche y luego llena mi bidón de petróleo. El destino de esta muchacha me ha interesado siempre; apenas sé nada sobre ella. Me ha preguntado si era ella la que ahora pasaba en la furgoneta, y he mirado con toda la atención que he podido. No puedo decirlo con seguridad, pero he tenido la impresión de que de un modo muy concreto, su mirada se posaba en mí. Quizás un segundo o dos después de que hubiera pasado me he preguntado si realmente era ella. Luego he mirado a la izquierda y de repente he tenido la sensación de que yo iba conduciendo y circulaba muy deprisa al lado de las casas. Estas iban deslizándose junto a mí como si yo fuera en coche. Esta sensación ha sido tan fuerte y tan imperiosa que he empezado a reflexionar sobre ella. No hay ninguna duda de que ahí se trata simplemente de un caso concreto de lo que yo llamo metamorfosis. Mirando yo hacia ella y mirando ella hacia mí, me había convertido en la muchacha que estaba al volante, y ahora, en su furgoneta continuaba yo mi camino.