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No ha e imagen más siniestra que la de la tierra abandonada, la tierra abandonada por los hombres. Uno tiende a pensar que emigran para llevarse consigo los recuerdos de la tierra. En ningún sitio debería volver a estar tan bien como aquí. Debería ser posible que con instrumentos de largo alcance pudieran seguir contemplando la tierra, pero sin poder reconocer qué es lo que ocurre realmente en ella. Comprenderían lo que han perdido, una patria inagotable, y en la falsa religión a la que tienen que atribuir esta sospecha la habrían cambiado por otra, muy tarde ya, demasiado tarde. Es de suponer que esta nueva religión sería la verdadera; si hubiera llegado a tiempo, habría salvado la tierra por los hombres.

Han aconsejado tentar a los dioses y cuantas más veces mejor, y que no se les deje en paz ni un momento. Duermen demasiado y dejan al hombre sólo en la balsa de sus hermanos moribundos.

Los muertos se alimentan de juicios; los vivos, de amor.

Ningún tonto, ni ningún fanático me va a quitar jamás el amor a todos aquellos a quienes les han ensombrecido y recortado los sueños. El hombre se convertirá aún en todas las cosas, en el hombre total. Los esclavos liberarán a los señores.

Los «asesinados», qué grandioso suena esto todavía, qué franco, qué ancho y valiente. Los «asfixiados», los «machacados», los «carbonizados», los «reventados», qué avaro suena, ¡cómo si no hubiera costado nada!

Ya no tenemos medida, para nada, desde que la vida del hombre ha dejado de ser la medida.

Un hombre se dispone contar todas las hojas del mundo. La esencia de la estadística.

Él me robó la oreja izquierda. Yo le quité el ojo derecho. Él me escondió catorce dientes. Yo le cosí los labios. Él me coció el culo. Yo le cogí el corazón y se lo puse boca abajo. Él se comió mi hígado. Yo me bebí su sangre. Guerra .

Una guerra que no se haga únicamente con armas espirituales me repugna. El contrincante muerto no da testimonio más que de su muerte.

No quiero infundir miedo alguno; no hay nada en el mundo de lo que más me avergüence. Prefiero ser despreciado a ser temido.

Se va a vivir entre los soldados: ya no quiere saber lo que ocurre; ya no quiere saber lo que hace.

En la Conferencia de Paz se decide darle a Europa la oportunidad que merece, la oportunidad que se ha ganado en una guerra dura y prolongada durante años. Desde ahora mismo debe comenzar de nuevo. Para hacer posible esto se forma una flota internacional de bombarderos que aniquilará todas las ciudades que accidentalmente sigan todavía en pie.

Dios es la mayor arrogancia del hombre; y cuando éste la haya expiado no volverá nunca a encontrar una arrogancia mayor.

Los puestos honoríficos son para los débiles mentales; es mejor vivir en el oprobio que en el honor; sobre todo, ninguna dignidad; libertad, a cualquier precio, para pensar . A uno los honores se los cuelgan como tapices en torno a los ojos y los oídos; quién hay que continúe viendo; quién hay que continúe oyendo; en los honores los sueños se asfixian y los buenos años se agostan.

Su dinero lo recoge él en su corazón, los latidos lo cuentan.

Va a volver al mundo, repleto y maravilloso, cuando ya no muera nadie y cuando los hombres hagan que sus guerras las diriman las hormigas, que son tan humanas.

El poeta es probablemente el hombre que percibe lo que fue para predecir lo que será. Por esto, en realidad no sufre, sólo recuerda; y no hace nada, porque primero tiene que predecir.

Tiene siempre algo de mal visto el alistarse en una fe que, antes que uno, han compartido ya muchísimos. Hay aquí más renuncia de la que es posible expresar con palabras humanas. La fe es una capacidad del hombre que puede ampliarse , y todo el que sea capaz de ello debería colaborar en algo a esta ampliación.

Las voces del hombre son el pan de Dios.

Es curioso cuando un oriental aparece en un inglés. Una vez que me encontré con uno de estos asombrosos ingleses, no hace mucho, pensé que era un error y que el oriental se iba a esfumar otra vez. Pero luego vi que empezaba a crecer y que se iba convirtiendo en algo casi tan importante como un Buda. A un hombre así no le queda otro remedio que creer en la trasmigración de las almas, de qué otra manera si no se las arreglaría en una situación como aquella en la que se encuentra, en Inglaterra.

Como oriental se manifiesta en lo siguiente: está tranquilo en su rincón y no permite que le digan que esta calma es pereza: a través de ella puede uno llegar a una gran sabiduría. Le gusta que las mujeres lo adoren; una nueva mujer que se cruce en su camino le impresiona, aunque conoce ya a muchas otras; una no excluye a otra, y no se recata en absoluto de mostrar su complacencia. Así que se da cuenta de que con ello no va a herir a nadie, suelta pensamientos extraños y destructivos sobre Dios, producto de su sedentarismo, pensamientos que le parecen originales aunque los ha oído en la India; para Inglaterra siguen siendo originales.

Es impreciso; confunde con facilidad nombres, fechas y lugares. Lo sabe y para él es indiferente. Las relaciones están vacías y no significan nada; lo único importante es aquello que considera que es el sentido profundo de una frase. En cambio, los ingleses están enfermos de precisión. La falta de puntualidad es el segundo de los pecados y está inmediatamente después del asesinato; al afeitarse no hay que olvidarse de un sólo pelo; los minutos que debe durar una visita están contados antes de que ésta empiece; la cerca que rodea una propiedad es sagrada; un libro consta de un número determinado de letras; nadie miente. Es fácil imaginarse de qué modo este oriental, con su marcada flema frente a toda exactitud destaca entre sus paisanos ingleses.

También su amabilidad tiene otra coloración. Alaba a todos y a cada uno de los hombres de los que se habla, sin levantar mucho la voz, pero ciertamente, con la exaltación con que lo haría un meridional. La persona más ridícula es extraordinaria, ejemplar y sublime. Al dirigirse a la gente emplea los títulos que éstos podrían desear. Pero, sin que en realidad sea irónico – carece totalmente de incisividad -, deja entrever la poca importancia que los títulos tienen. Sus ansias de paz eterna están llenas de un sentimiento de pena por el hecho de que pronto ya no va a estar: padece del corazón; y no se avergüenza de hablar de su enfermedad. La manera detallada y exhaustiva de hacerlo traiciona de un modo especial aquella pena. Le gustaría que la gente admirara su corazón enfermo, y la verdad es que es pasmoso porque sigue trabajando «de un modo creativo», escribe. De las actividades humanas, escribir es sin duda la más tranquila, la más adecuada por tanto al oriental, que, con las piernas cruzadas, en una actitud llena de dignidad, deja que esta actividad se vaya produciendo sobre una pequeña tabla, con movimientos pequeños y circulares. Si realmente siguiera estando en Inglaterra, se guardaría de mencionar el hecho de que tiene un corazón, y no digamos un corazón enfermo, y todo lo que escribe lo habría guardado pudorosamente bajo llave.

A quien hemos visto dormir, ya no le podremos odiar nunca.

El hombre está enamorado de sus armas. ¿Qué remedio tiene esto? Las armas deberían ser de tal modo que, con frecuencia y de una forma totalmente inesperada, se volvieran contra el que las usa. El miedo que provocan las armas es demasiado unilateral. No basta con que el enemigo actúe con medios iguales. El arma misma debería tener una vida antojadiza e imprevisible y los hombres deberían tener más miedo al peligro que se encuentra en su mano que al enemigo.

De todas las religiones del hombre la guerra es la más tenaz; pero también ella puede desaparecer.

Si tuvierais que batiros desnudos os resultaría más difícil la carnicería. Los asesinos uniformes.

La fe en Dios tiene algo en sí que pesa mucho: uno cree en la existencia de un ser al que no se puede matar, ni siquiera empleando toda nuestra maldad.

En la oscuridad las palabras pesan doble.

Hoy en día ya o es verdad que los monos estén más cerca del hombre que otros animales. Durante mucho tiempo puede que no nos hayamos distinguido mucho de ellos; entonces eran parientes cercanos nuestros; hoy en día, un sinnúmero de transformaciones nos han alejado tanto de ellos que no tenemos menos de pájaro que de mono.

Para comprender de qué modo hemos llegado a ser hombres, lo que, sin duda, habría que investigar en primer lugar serían las condiciones imitativas de los monos. Aquí los experimentos tendrían un sentido muy especial. Tendríamos que poner los monos mucho tiempo con animales a los que hubieran podido conocer antes, y registrar cuidadosamente de qué manera su conducta se deja influir por la de estos animales. Tendríamos que ir cambiando los animales de su entorno siguiendo un orden cada vez distinto. De vez en cuando, después de estas impresiones, que serían fuertes, deberíamos dejar a los animales abandonados totalmente a merced de sí mismos. Con muchos intentos de este tipo, el concepto vacío de imitación cobraría un cierto contenido y tal vez se llegaría a la conclusión de que lo que estaba en juego era una transformación, no únicamente una “adaptación”, y que la “adaptación” era simplemente el resultado de torpes transformaciones conseguidas sólo a medias.

En el hombre, donde mejor se pueden estudiar estos procesos es en el mito y en el drama. El sueño, en el que estuvieron siempre, ofrece mucha menos precisión y permite interpretaciones arbitrarias. El mito no sólo es más bello sino que para los fines de una investigación de este tipo es también más útil porque permanece constante. Su fluidez es una fluidez interna, no se le escapa a uno de entre las manos. Allí donde tiene lugar regresa una y otra vez de la misma manera. Es lo más estable que los hombres son capaces de producir; no hay instrumento que a lo largo de milenios haya permanecido tan idéntico a sí mismo como algunos mitos. Su carácter sagrado los protege, su representación los eterniza, y el que sea capaz de llenar al hombre con un mito ha conseguido más que el más osado de los inventores.