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Propio del pensamiento es que sea algo terrible, aun dejando aparte su contenido. Es el proceso mismo lo que es terrible, el proceso de desprenderse de todo lo otro, la grieta, el tirón, lo fino e hiriente del corte.

Algunos su más grande maldad la consiguen en el silencio.

A los furiosos no se les toma nunca bastante en serio. Hasta que no hay miles que se enfurecen con ellos no se les escucha con respeto, cuando precisamente entonces debería ser uno frío como un témpano ante ellos.

No dice nada, pero ¡cómo lo explica!

Un museo de cera de las parejas.

Escribir cartas para después de la muerte, para años después; dirigidas a todos aquellos a quienes uno ha amado u odiado.

O bien: preparar una especie de confesión para después de la muerte, una confesión por etapas, sin prisas, una después de otra a lo largo de los años.

El final, da igual que lo encubramos de una manera o de otra, es tan absurdo que ningún intento de explicar la Creación significa nada, ni siquiera la idea de Dios como un niño que juega: se hubiera aburrido de tanto jugar.

En estas nuevas ciudades, las casas antiguas sólo se pueden encontrar en hombres.

La tontería ha perdido interés; se extiende en un abrir y cerrar de ojos, y en todos es la misma.

Quiere ser mejor y todos los días practica antes del desayuno.

Entre tanto, la mosca a la que él no podía tocar ni un hilo de su ropa murió.

Existo, no existo. El nuevo juego de la margarita de la Humanidad.

Instintivamente tengo simpatía por todos los experimentos Y por todos los que los hacen. ¿Por qué? Porque tienen el empeño de colocarse en un punto inicial como si antes no hubiera ocurrido nada. Porque el experimento es consecuencia de un talante especial: uno piensa que todo lo que hace es importante. Porque, de un modo repentino, importa el individuo humano, cualquiera que desee poner en práctica una idea y la tome sobre sus espaldas. Porque los experimentos requieren tesón y además dos cualidades que, en su combinación, son las más importantes: resistencia y paciencia.

Instintivamente siento desconfianza frente a todos los experimentadores. ¿Por qué? Porque van en busca del éxito y quieren imponerse. A menudo se ve que la carga que han tirado les era completamente desconocida; quieren llegar a la cumbre con menos equipaje, es decir con menos esfuerzo . Aceptan a cualquier aliado; se muestran comprensivos ante la estructura del poder del mundo – tal como la encuentran – y, de un modo indiscriminado, para propagar su experimento, utilizan todo aquello que no llega al ámbito más reducido de éste. Independientemente de qué sea aquello de lo que han prescindido para alcanzar lo nuevo, he aquí que, de repente, se encuentran otra vez con lo que han dejado, como si fuera su arma. A menudo viven en grupúsculos, forman capillitas, piensan, calculan, administran. El contraste entre sus verdaderos propósitos y su modo de comportarse entre los demás clama venganza al cielo. Insisten en este contraste; tienen que hacerlo porque cualquier compromiso que intentara equilibrar los dos aspectos de su existencia sería el fin de su experimento como tal.

Pero ¿qué van a hacer? ¿Qué se puede esperar de este mundo? Su experimento quiere vivir, ¿van ellos a morir de hambre? De entre ellos, los que han nacido para mártires son los menos. La resistencia la practican en un terreno acotado y muy reducido, y es muy posible que el resto de su persona permanezca completamente incólume. Cuando se juntan con otros, piensan que éstos los entienden y están buscando lo mismo; también aquéllos imitan a éstos y de ahí es de donde se nutre su resistencia.

Lo que se espera de ellos corresponde a un postulado ascético y a menudo no tiene que ver lo más mínimo con lo nuevo que ellos intentan encontrar. En el fondo lo que la gente desea es que enloquezcan con su experimento y que al final acaben fracasando. Luego, cuando estén locos o hayan muerto, es decir, cuando ya no sean un estorbo, puede que a los otros se les ocurra lo que ellos han hecho y lo exploten. No hay que darles excesiva importancia a estos imitadores; son gente que se aprovecha de lo que los otros inventaron en cierta ocasión; sin embargo, en definitiva, nosotros hacemos lo mismo.

Por esto, lo que uno desea es la pureza del experimento, su rigor, su aislamiento de todo lo que no sea él. Sólo entonces se cree en él; se quiere un experimento que no tenga historia. Los inventores y los santos se han fundido en un solo personaje.

Es posible que este híbrido que el hombre desea sea un monstruo, un engendro de una época en la que las religiones están en quiebra. Pero es posible también que lo único que necesitamos sea este personaje.

Estructuras por todas partes; el antisueño contra la destrucción.

No he buscado la destrucción en Rimbaud ; me pareció ridículo cultivar la destrucción como tradición literaria; la encontré en mi tiempo, en mi propia vida; la he sentido, la he visto, la he pesado, la he rechazado. ¿Qué me importa la vanidad de un muchacho de dieciséis años si la Tierra revienta en mil trozos y mis hombres mueren?

Cuando Nietzsche, en la «Revue Doux Mondes », alimentaba ya en su espíritu europeo con Taine, Rimbaud era ya comerciante de armas en Harrar.

La palabra «poeta» ya no me gusta; me da miedo emplearla.

¿Porque yo ya no lo soy? No lo creo, no es esto. ¿Porque ya no contiene todo aquello que exijo de mí mismo? Es posible.

El gigante Gulliver se convierte en el enano Gulliver: la inversión como instrumento de la sátira.

El satírico cambia la naturaleza del castigo. Se erige él mismo como juez, pero no tiene medida. Su ley es el arbitrio y la exageración. Su látigo es infinito y llega hasta las más remotas ratoneras. De allí saca lo que no tiene nada que ver con él y lo fustiga como si tuviera que vengar una gran afrenta que le hubieran hecho. Su efecto estriba en su irreflexión. Jamás se examina. Así que se examina está perdido; sus brazos se debilitan, se le cae el látigo.

Sería un gran error buscar justicia en el satírico. El sabe muy bien lo que es justicia, pero jamás la encuentra en los otros; y como no la encuentra, la usurpa y maneja sus instrumentos. Es siempre un tirano; tiene que serlo, de lo contrario se degrada convirtiéndose en cortesano y adulador. Como tirano tiene hambre de ternura, los demás le tienen cercado; él se la procura secretamente (Journal to Stella).

El verdadero satírico, a lo largo de los siglos es siempre un personaje terrible, Aristófanes, Juvenal, Quevedo y Swift. Su función es marcar una y otra vez las fronteras de lo humano traspasándolas de un modo despiadado. El miedo que les infunde hace retroceder a los hombres a sus fronteras.

El satírico se mete con los dioses. Cuando le resulta peligroso atacar, al dios de su propia sociedad, va a buscar otros dioses antiguos, sólo para este fin. A estos los golpea públicamente, pero todo el mundo se da cuenta de quién es el destinatario real de estos golpes.

¿Cuál es el miedo que empuja al satírico? ¿Teme a los hombres a los que quiere mejorar? Pero él mismo no cree que pueda mejorarlos, y aun en el caso de que se convenza a sí mismo de ello, no lo quiere, porque sin látigo no puede vivir.

Se dice que el satírico se odia a sí mismo, pero esto es una opinión que se presta a equívocos. Lo decisivo de él es que prescinda de sí mismo, y puede que la deformidad física le haya facilitado esta actitud. Su mirada se concentra sobre los demás, su actuación le viene como anillo al dedo. Revela más amor a sí mismo que odio: la necesidad imperiosa de no decir nada sobre sus propias deficiencias, de esconderlas mejor tras las monstruosidades de otros.

Es terrible pensar que tal vez nadie es mejor que nadie y que toda pretensión en este sentido es un engaño.

El enemigo dice: «Bien» y uno acaba de decir «Mal». Gran confusión. Daño. Bochorno.

Un escritor que lo que sabe, lo sabe sólo por frases de los demás. Su arrogancia es la suma de la arrogancia de todos aquellos a quienes ha robado. Su fuerza, que nada es suyo. Su pecado original, que de repente confía en sí mismo porque ya no encuentra nada más en los otros.

El propagandista habla mucho y le desprecian por esto. Los testigos olvidan que también Homero y Dante hicieron propaganda de sí mismos y ¿quiénes fueron los testigos que midieron el peso específico de estos propagandistas?

Empezar con lo insólito; no agotarlo nunca; respirar en él hasta que lo habitual se haya convertido en insólito: todo insólito.

Lo que durante mucho tiempo no estuvo en el espíritu, lo que sólo lo rozó de un modo rápido y enérgico es lo que más resiste al tiempo.

Pero tiene que ser un espíritu que haya conocido el esfuerzo, de lo contrario no es posible que algo pueda rozarlo con fuerza.

Los ricos en palabras son los primeros que envejecen. Primero se mustian los adjetivos, luego los verbos.

Un escritor puede proteger sus injusticias. Si está examinando una y otra vez todo aquello que le ha repugnado y está corrigiendo una y otra vez su aversión a ello, no queda nada de él.

Su «moral» es lo que él rechaza. Pero mientras su «moral» esté intacta, todo puede sugerirle algo.

Lo que muchas veces resulta aburrido de Goethe: que sea siempre completo . Cuanto más viejo se hace más desconfía de las visiones unilaterales apasionadas. Pero, naturalmente, él es tan grande que necesita un equilibrio distinto del de los otros hombres. No avanza sobre zancos, sino que su espíritu, como un inmenso globo terráqueo, descansa siempre rotundamente sobre sí mismo, y, para comprenderlo, hay que estar dando vueltas alrededor de él, como si uno fuera una pequeña luna; un papel humillante, pero el único adecuado para su caso.

Le comunica a uno fuerza, pero no para ser atrevido, sino para ser constante, y no conozco ningún otro gran poeta en cuyas proximidades la muerte se mantenga oculta por tanto tiempo.