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1967

En el mundo hay más cosas que nunca de las que habría que hablar.

El que empieza desde el principio pasa por ser un espíritu orgulloso. Es sólo más desconfiado.

«Demasiadas personas», dice el que dicen que no conoce a nadie; «demasiado pocas», dice el que empieza a conocerlas.

En la Filosofía hindú, el orgullo de la liberación es una tortura. ¿Cómo un hombre que sabe de los otros se atreve a pensar en la liberación para sí mismo? Incluso en el caso de que fuera posible alcanzarla, con ello habría perdido a los otros, que serían la única liberación verdadera.

Esta gente que, sonriendo, alegan en favor de la muerte que hay un instinto de muerte. ¿Qué otra cosa han hecho con ello sino decir que la resistencia contra la muerte es, sin duda alguna, demasiado pequeña?

Dejar al hombre completamente fuera: Matemáticas. Las consecuencias.

Un cielo animado de idiotas cósmicos. Bostezos de estrellas.

Ahora aparecen como nuevos dioses aquellos que consiguen abandonar la Tierra.

Nuevos dioses deberían serlo los que no pueden morir.

Los oídos alcanzan ya a las antípodas. Cuando los dedos sean tan largos, ya nadie sabrá de quién se está enamorando locamente.

La ambición, siempre legítima, de prolongar la vida de los hombres se ha convertido en una especialidad de la que algunos se alimentan: los médicos. Estos son los que más muertes ven y se acostumbran a ello más que los demás. Con sus fracasos profesionales, su ambición llega incluso a perder fuerza. Ellos, que desde siempre han sido los que más han hecho en contra de esta sumisión religiosa a la muerte, acaban aceptándola como algo natural. Deberíamos desear tener médicos que, de su actividad, sacaran una nueva forma de pensar y sentir: una rebeldía inquebrantable contra la muerte; que cuantas más veces fueran sus testigos más la detestaban. Sus derrotas serían el alimento de una nueva fe.

Un dolor tan grande que uno ya no lo relaciona consigo mismo.

Pascal me llega al alma. Las Matemáticas en estado de inocencia. Y ya están haciendo penitencia.

Todo viejo se ve a sí mismo como una suma de astucias conseguidas. Todo joven se siente como origen del mundo.

Dividir un río en sus arroyos. Comprender a un hombre.

En cualquier familia que no sea la propia se asfixia uno. En la propia se asfixia también pero no lo nota.

¿Cómo serán estos muchos hombres? ¿Cuánto aire quedará para cada uno?; ¿aprenderán a arreglárselas sin comer? ¿Vivirán en la atmósfera?; ¿vivirán también en el interior de la tierra, en muchos pisos? ¿Renunciarán a moverse y se limitarán a meditar? ¿No oler nada más? ¿Hablar en voz baja? ¿Despedir luz?

Un dios desconocido, oculto en Marte, nos espera insomne para, al fin, después de nuestro aterrizaje, tumbarse a descansar.

La peculiaridad de Robert Walser como escritor consiste en que nunca habla de sus motivaciones. Es el más oculto de todos los escritores. Siempre está bien; siempre está encantado con todo. Pero su entusiasmo es frío porque prescinde de una parte de su persona, y de ahí que sea también siniestro. Para él todo se convierte en realidad externa, y lo que le es propio, más íntimo, el miedo, lo está negando a lo largo de toda una vida.

Sólo después salen las voces que se vengan en él de todo lo ocultado.

Su obra literaria es un intento incansable por silenciar el miedo. Se escapa de todas partes antes de que haya en él demasiado miedo – su vida errante – y, para salvarse, se transforma a menudo en lo pequeño, en lo que sirve a los demás. Su profunda, instintiva aversión ante todo lo «grande», ante todo lo que tiene rango y pretensiones, hace de él un escritor esencial de nuestro tiempo, que se asfixia en el poder. Uno tiene miedo a seguir los usos del lenguaje y llamarle un «gran» escritor; no hay nada que le resulte más repulsivo que lo «grande». Es sólo al esplendor de lo grande a lo que él se somete, no a las pretensiones de este esplendor. Lo que le gusta es observar este brillo sin tener parte en él. No es posible leerlo sin avergonzarse de todo aquello que, en lo externo de la vida, fue importante para uno y, de este modo, este autor es un santo propio y particular, no un santo que sigue los preceptos que han sobrevivido y que se han vaciado.

Su experiencia con la «lucha por la existencia» le lleva a la única esfera en la que esta lucha ya no existe, al manicomio, el monasterio de la época moderna.

Todo escritor que ha conseguido un nombre y que lo impone sabe muy bien que, por este mismo motivo, deja de ser escritor, pues administra posiciones como un burgués cualquiera. Pero él ha conocido a algunos que hasta tal punto eran sólo escritores que precisamente por esto no pudieron conseguir este nombre. Estos terminan apagados y asfixiados y pueden escoger entre vivir como mendigos que molestan a todo el mundo o vivir en el manicomio. El escritor tenido como tal, que sabe que ellos fueron más puros que él, difícilmente los soporta por mucho tiempo a su lado; sin embargo está dispuesto a venerarlos en el manicomio. Son sus heridas abiertas y, como tales, siguen vegetando. Es noble conocer y observar las heridas siempre que uno no las sienta en su propia carne.

El tormento del éxito: el éxito se les quita siempre a los otros; sólo los que no saben nada, los limitados, son capaces de disfrutarlo: no se dicen que entre aquellos a quienes les arrebataron el éxito había siempre algunos que eran mejores que ellos.

El prestigio que los poetas toman de sus mártires: de Holderlin, Kleist, Walser. De este modo, con todas sus pretensiones de libertad, espacio e invención, lo único que hacen es formar una secta.

Estoy harto de cabalgar en el gran corcel de estas pretensiones de poeta. Yo ni siquiera soy un hombre.

«Sólo puedo respirar en las regiones bajas.» Esta frase de Robert Walser podría ser la divisa del escritor. Pero los cortesanos no la pronuncian y los que han conseguido fama ya no se atreven a pensarla. «¿No podría usted olvidarse un poco de la fama?», le dijo a Hofmannsthal, y nadie ha descrito con más fuerza lo penoso de los que están arriba.

Me pregunto si entre aquellos que construyen su vida académica – una vida confortable, segura, rectilínea – sobre la vida de un poeta que vivió en la miseria y en la desesperación hay uno que se avergüence.

Cada poeta quisiera empujar al otro hacia el pasado y, una vez allí, lamentarse de su vida.

Uno que conoce a los hombres, que llega a conocer incluso su Futuro, y que por esto no teme a ninguno.

El aburrimiento mortal que emana de aquellos que tienen razón y lo saben. El hombre que es realmente sabio esconde su razón.

Ya nadie era capaz de andar solo; la Humanidad se movía de un lado para otro en inmensas filas.

Lo heredado que baila. La zarza ardiente bengalí.

Altas Personalidades-Escalera, asomados a las ventanas, rezando.

Me reconoció desde lejos. Hacía tiempo que no le veía. El dijo: «No has cambiado». Yo dije: «Tú estás desconocido». El me envidió. Yo le envidié. Entonces, «cambiemos los papeles», propusimos al unísono. Ahora yo le reconozco desde lejos y él hace tiempo que no me ve.

Lo incomprensible que cada uno acepta como si pudiera contener una secreta justificación.

Dejó que los herederos cogieran todo lo que quisieran y no se murió.

Ella se casó con él para tenerlo siempre a su lado. El se casó con ella para olvidarla.

El no quiere llorar a nadie. Pero ¡cómo quiere que le lloren a él!

Quiero morirme, dijo ella, y se bebió diez hombres.

La viuda que se viste aquí de negro para exhibirse en España en medio de velos finos y transparentes. Seis meses allí y vuelve a su oscura vestimenta. Seis meses aquí y luego va a España a desnudarse en sus velos. Necesita las dos cosas, dice; no puede hacer lo uno sin lo otro. Su marido fue muy bueno con ella y se envenenó para su época de velos.

Alardea de preocuparse por todos los hombres, no sólo por los parientes de este o aquel país. Igual como la muerte, no hace diferencias, tampoco las hace él.

Pero se pregunta qué le parecería si de repente la Tierra estuviera bajo una invasión extranjera ¿Odiaría a los otros que no conoce, igual como se odiaron las antiguas naciones en aquella época antediluviano que precedió a la bomba atómica? ¿Diría: «aniquiladlos indiscriminadamente, cualquier medio me parece justo; de todas maneras nosotros somos los mejores»?

En toda amplificación que acogemos con júbilo está contenida ya la nueva angostura, aquella en la que otros van a asfixiarse.

Algunos nombres los llevamos mucho tiempo de un lado para otro y los arropamos con veneración. Pueden pasar veinte años hasta que lo que realmente les pertenece, su sustancia, la obra, se nos comunique seriamente. Esto ocurre en una especie de intimidad, porque el nombre estuvo mucho tiempo en nosotros; de repente entendemos y todo nos pertenece; al contrario de lo que ocurría antes frente a toda gran experiencia, ahora ya no hay resistencia alguna. Probablemente lo primero que ocurre en nosotros es siempre el nombre; pero de entre los nombres, aquellos que es posible suprimir por mucho tiempo tienen un efecto completamente distinto: nos mantienen unidos desde dentro ; cristalizamos en torno a ellos; nos dan fuerza y penetración.

Los mejores pensamientos que le vienen a uno son primero extraños y terribles, y tiene que olvidarlos antes de empezar a comprenderlos.