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No esperar a que los pensamientos que se nos ocurren se conviertan en quejas.

A raíz del deseo de muchos, él decidió volver a escribir lo mismo.

No le doy mucha importancia al efecto que los propios pensamientos puedan tener sobre los demás o, mejor dicho, no sé en que podría consistir este efecto. Las más de las veces ocurre que uno ha sembrado nuevas frases hechas en el mundo, pero éste no es en absoluto el efecto de nuestros propios pensamientos; todo, independientemente de lo que sea, acaba convirtiéndose en frase hecha, y lo que lo ha hecho con una facilidad especial, por encima de lo común, no por ello tiene que ser malo todavía.

El verdadero efecto consiste en impulsos repentinos que los demás reciben de uno; por motivos inexplicables, una frase, una palabra se convierte en una fuente de energía. El chocar con otro, provoca una especie de desprendimiento de piedras, algo que uno jamás hubiera podido predecir, aunque sólo sea porque uno jamás conoce de verdad el terreno de nadie. Estos desprendimientos pueden ser buenos o malos; si son muy fuertes, casi siempre son destructivos. Pero esto no tiene nada que ver con lo que uno pensaba y quería; de ahí que todo efecto sea algo ciego. Si no supiéramos cómo hemos necesitado de tales efectos, antes de pensar por nuestra cuenta, desesperaríamos y enmudeceríamos del todo.

Haber vivido, haber pensado y haber peleado con uno mismo es algo, aun en el caso de que nadie lo hubiera sabido nunca.

Lo esperanzador de todo sistema: lo que queda excluido de él.

Una máquina inventa una lengua universal. Como nadie la entiende, todo el mundo la acepta.

La plurivocidad de los fenómenos sociales es tal que uno puede interpretarlos como le venga en gana. Pero la actitud más vulnerable es intentar determinarlos y agotarlos como funciones.

Sería pensable, pues, que la sociedad no fuera ningún organismo, no tuviera ninguna estructura, que funcionara sólo de un modo provisional o aparente. Las analogías que más a mano tenemos no son las mejores.

Los comerciantes de viejos experimentos.

Ante algunas formas del espíritu, muy pocas, mi vanidad personal deja de funcionar totalmente. No son en modo alguno las que han llegado a realizaciones mayores; éstas, por lo contrario, lo único que hacen es estimularnos. Son más bien aquellas que, detrás de sus obras, han visto algo que es más importante y que resulta inalcanzable; han visto que aquellas obras tenían que quedárselas pequeñas hasta desaparecer.

Una de estas figuras es para mi Kafka; la influencia que él ha ejercido sobre mí es más profunda que la que pueda haber ejercido, por ejemplo, Proust, cuya obra es incomparablemente mayor.

Siempre estamos diciendo lo mismo, pero lo terrible es que tengamos que decirlo.

Cuando comía despacio se veía a sí mismo mejor, como si sintiera melancolía y tristeza por el destino de lo comido.

Joven elegante con boca diminuta. Para comer tiene que mantener la boca abierta aguantándosela con los dedos por las comisuras de los labios.

«Un gusano que vive únicamente debajo de los párpados de un hipopótamo y que se alimenta de sus lágrimas»

Necesita a Dios para darle palmadas en el hombro y decirle cómo debía haberlo hecho.

¡Si uno tuviera que responder de todas las frases brillantes que ha pronunciado en su vida! ¡Si tuviera que responder de una sola de ellas!

El ademán del saber: uno saca un libro de la biblioteca va abriendo rápidamente por distintos pasajes y a todos tiene algo que decir. El otro, que no puede seguir todos estos saltos, se queda asombrado y le envidia.

Superlativos, en una dura lucha de sables.

Malraux, alimentado por Nietzsche, saca la cuenta de sus «peligros». Todo excitación, aventura, osadía, y luego ministro.

Ha chupado todo el cielo y ahora desprecia el vacío.

Las grandes palabras tendrían que empezar a silbar de repente como estos recipientes en los que se calienta el agua para el té, cuando ésta hierve, avisan.

Me gusta leer a Xun-Tse; no se engaña al hablar del hombre y, no obstante, tiene esperanza. Pero no puedo negar que también me gusta leer a Mencio porque se engaña al hablar del hombre.

De los «maestros» chinos no me quiero desligar nunca. Tan sólo los presocráticos han ocupado tanto tiempo mi atención, mi entera. Ni de unos ni de otros me canso nunca. juntos, pero sólo juntos, contienen todos los estímulos que necesita el pensador, o mejor dicho, no todos, queda algo decisivo que habría que añadirles; tiene que ver con la muerte, y esto es lo que yo quiero añadir.

Sobre la bondad, los chinos han sabido más que los griegos. La maravillosa vanidad de los griegos, a la que debemos tanto, les ha quitado sencillez para la bondad.

También las tradiciones de los chinos han quedado marcadas muy pronto por el carácter masificado del hombre. Incluso la polis griega, en su momento de máximo esplendor, que sabe muy bien qué es la masa, ejerce sobre los pensadores una influencia que en el fondo les lleva sólo a rechazar esta masa.

Al principio de todo, Empédocles, tiene algo de sabio chino. Bien es verdad que los átomos de Demócrito son incontables, pero actúan de un modo desordenado y caótico, no como una verdadera masa.

Quizá fue la existencia de esclavos lo que les impidió a los griegos llegar a una concepción extrema de la masa.

De todos los pensadores, únicamente los chinos tienen una dignidad soportable. ¿Tendríamos la misma impresión si en vez de leer sus escuetas sentencias nos hablaran ?

Hay tan poco de ellos, y esto solo ya es dignidad.

De Buda, por ejemplo, lo que me molesta es que lo haya dicho todo tantas veces y de un modo tan exhaustivo (el inconveniente fundamental de los hindúes).

Las letanías de los antiguos chinos se encuentran en su manera de actuar, no en sus sentencias.

Esta conexión entre lo patriarcal y lo fraternal que sólo se encuentra en los chinos.

Nadie a quien le devore la preocupación por el destino del hombre está rezagado . Rezagado está aquel que se consuela con frases hechas en estado de putrefacción.