6. Yo, Orhan
– ¿Que lo han matado? -dijo Negro.
Aquel Negro era un hombre alto, delgado y un poco escalofriante. Iba hacia ellos cuando…
– Lo han matado -respondió mi abuelo, y me vio-. ¿Qué haces tú aquí?
Me miraba de tal manera que me senté en su regazo sin dudar, pero me bajó de inmediato.
– Bésale la mano a Negro -me dijo.
Le besé la mano. No olía a nada.
– Muy simpático -comentó Negro besándome en la mejilla-. Con el tiempo será todo un hombretón.
– Éste es Orhan, tiene seis años. Tiene un hermano mayor, Sevket, de siete. Ése es el más cabezota de los dos.
– He ido a la calle de Aksaray -comentó Negro-. Hacía frío y todo estaba cubierto de hielo y nieve, pero es como si nada hubiera cambiado.
– Todo ha cambiado, todo ha empeorado -le respondió mi abuelo-. Y mucho -se volvió hacia mí-. ¿Dónde está tu hermano?
– Con el maestro.
– Y tú ¿por qué estás aquí?
– El maestro me dijo que lo había hecho muy bien y que ya podía irme.
– ¿Y has venido tú solo? -me preguntó mi abuelo-. Debería haberte traído tu hermano -luego se dirigió a Negro-. Tengo un amigo encuadernador al que van dos veces por semana después de la escuela coránica, le hacen de aprendices y aprenden el oficio.
– ¿Te gusta también pintar, como a tu abuelo?
No respondí.
– Bueno -dijo el abuelo-. Ahora lárgate de aquí.
El calor que emanaba del brasero era tan agradable que no quise separarme de ellos. Me detuve por un momento oliendo a pintura y a cola. También olía a café.
– ¿Pintar de otra manera, ver de otra manera? -continuó el abuelo-. Por eso mataron al pobre iluminador. Además, él doraba al estilo antiguo. Ni siquiera sé si está muerto, simplemente ha desaparecido. Estaban ilustrando un libro de las festividades para el sultán a las órdenes del Gran Ilustrador, el Maestro Osman. Todos trabajan en casa. El Maestro Osman está en el taller imperial. Quiero que primero vayas allí y lo veas todo con tus propios ojos. Me da miedo que los otros hayan empezado a discutir y a matarse entre ellos. Se les llama por los nombres que el Maestro Osman les puso hace años: Mariposa, Aceituna, Cigüeña… Ve a sus casas y obsérvalos…
En lugar de bajar por las escaleras di media vuelta. En la habitación del armario empotrado, donde dormía Hayriye, sonaba un ruido, así que fui hasta allí. Dentro no estaba Hayriye, sino mi madre. Al verme se ruborizó. Tenía medio cuerpo dentro del armario.
– ¿Dónde estabas? -me preguntó.
Pero ya sabía dónde había estado. En el armario había un agujero y desde allí se veía el cuarto de pintura del abuelo y, si la puerta estaba abierta, la antecámara y luego, más allá de la antecámara, el cuarto donde dormía el abuelo, si también tenía la puerta abierta, por supuesto.
– Estaba con el abuelo -le contesté-. ¿Qué haces tú aquí, madre?
– ¿No te había dicho que tenía un invitado y que no se podía ir a verle? -me gritaba, pero no en voz alta porque no quería que el invitado la oyera-. ¿Qué estaban haciendo? -me preguntó entonces con voz dulce.
– Están sentados, pero no pintando. El abuelo está contando algo y el otro le escucha.
– ¿Cómo está sentado?
Me senté de repente en el suelo imitando al invitado. Mira, madre, ahora soy un hombre muy serio; ahora estoy prestando atención al abuelo con el ceño fruncido y sacudo rítmicamente la cabeza como si estuviera escuchando una oración por los muertos, tan serio como el invitado.
– Vete abajo -me dijo mi madre-. Y llámame a Hayriye. Ahora mismo.
Se sentó y comenzó a escribir algo en un papelito apoyándose en una escribanía que se había llevado al regazo.
– Madre, ¿qué estás escribiendo?
– ¿No te he dicho que bajaras rápidamente y que me llamaras a Hayriye?
Bajé a la cocina. Mi hermano ya había llegado. Hayriye le había servido una fuente de arroz del que había preparado para el invitado.
– Asqueroso -me dijo mi hermano-. Te has largado dejándome con el maestro. He tenido que hacer yo solo todos los dobleces de las costuras. Tengo los dedos morados.
– Hayriye, mi madre te llama.
– Cuando termine de comer voy a darte una paliza -prosiguió mi hermano-. Vas a tener el castigo que se merecen los vagos y los asquerosos.
En cuanto Hayriye salió, mi hermano se levantó de la mesa sin acabar su arroz y se me vino encima. No pude escapar. Me agarró por la muñeca y empezó a retorcérmela.
– No lo hagas, Sevket, no lo hagas, me estás haciendo mucho daño.
– ¿Vas a volver a escaparte dejando el trabajo a medias?
– No.
– Júralo.
– Lo juro.
– Júralo por el Corán.
– Lo juro por el Corán.
Pero no me dejó. Me arrastró hasta la fuente y me obligó a ponerme de rodillas. Por un lado se comía su arroz y por otro, era mucho más fuerte que yo, me retorcía todavía más el brazo.
– No tortures más a tu hermano, so bestia -dijo Hayriye. Se había cubierto y se disponía a salir a la calle-. Déjalo.
– Tú no te metas, esclava -le contestó mi hermano sin dejar de retorcerme el brazo-. ¿Adonde vas?
– Voy a comprar limones -le respondió Hayriye.
– Mentirosa. La alacena está llena de limones.
Como había relajado su presa en mi brazo, pude escaparme, le lancé una patada y agarré un candelabro, pero se me echó encima aplastándome. Tiró el candelabro y volcó la fuente.
– ¡Malditos seáis! -dijo mi madre. No gritaba para que no la oyera el invitado. ¿Cómo había cruzado la antecámara y bajado las escaleras sin que la viera Negro? Nos separó-. Sois un desastre, sinvergüenzas.
– Orhan ha dicho una mentira hoy -le contestó Sevket-. Me ha dejado con el maestro y todo el trabajo y se ha escapado.
– Calla -mi madre le dio una bofetada.
La bofetada había sido suave y mi hermano no lloró.
– Quiero estar con mi padre -dijo-. Cuando mi padre vuelva, sacará la espada roja del tío Hasan y nos iremos de esta casa y volveremos con el tío Hasan.
– Cállate -repitió mi madre. De repente se enfadó de tal manera que agarró del brazo a Sevket y lo arrastró por todo el patio hasta el oscuro almacén que había al otro lado. Yo les seguí. Mi madre abrió la puerta y, al verme, dijo:
– Adentro los dos.
– Pero, madre, yo no he hecho nada -respondí, aunque entré. Mi madre cerró la puerta detrás de nosotros. Dentro no había una oscuridad absoluta, entraba una luz ligera por los huecos de las contraventanas que daban al granado, pero me dio miedo.
– Madre, abre la puerta. Tengo frío. -No llores, cobarde -dijo Sevket-. Ahora abrirá.
Mi madre abrió la puerta.
– ¿Vais a ser buenos hasta que se vaya el invitado? Bien, pues. Estaréis sentados junto al fogón de la cocina hasta que se vaya Negro y no subiréis al piso de arriba.
– Pero ahí nos vamos a aburrir -dijo Sevket-. ¿Dónde ha ido Hayriye?
– Metes las narices en todo. Te estás pasando de la raya -le contestó mi madre.
Oímos que un caballo relinchaba ligeramente en el establo. Luego volvimos a oírlo. No era el caballo del abuelo, sino el de Negro. Por entre nosotros pasó un relámpago de alegría, como si comenzara un día de feria o una mañana de fiesta. Mi madre sonrió, como si quisiera que nosotros también sonriéramos. Dio dos pasos y abrió la puerta del establo que daba a este lado.
– Chissst -susurró en dirección al interior.
Volvió, nos metió en la cocina de Hayriye, que tenía ratones y apestaba a grasa, y nos hizo sentar.
– Que no se os ocurra salir de aquí hasta que no se haya ido el invitado. Y no os peleéis, no vayan a pensar que sois unos niños malcriados y desagradables.
– Madre -le dije antes de que cerrara la puerta-. Madre, voy a decirte algo. Han matado al pobre iluminador del abuelo.