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»O eso creía -añadí como arrepentido-. Pero podía hacerse. Hace dos años volví a ir a Venecia como embajador de Nuestro Sultán. Observaba las imágenes de caras que hacían los maestros italianos. Sin saber a qué escena de qué relato correspondía la pintura, pero intentando comprenderla y extraer la historia. Un día me encontré una pintura en la pared de un palacio que me dejó estupefacto.

»Ante todo, la pintura era la imagen de alguien, de alguien como yo. Era un infiel, por supuesto, no uno de los nuestros. Pero según la miraba iba sintiendo que me parecía a él. Y lo curioso es que no nos parecíamos en nada. Tenía una cara redonda, sin huesos, sin pómulos, y al contrario que en el mío, en su rostro no había el menor rastro de una barbilla tan maravillosa como la que yo tengo. No se me parecía en absoluto, pero, por alguna extraña razón, al mirarla se me conmovía el corazón como si fuera mi propia imagen.

»Supe por el caballero veneciano que me enseñaba el palacio que la pintura de la pared era la imagen de un amigo suyo, de un caballero noble como él. En la pintura había ordenado incluir todo lo que era importante para él. En el paisaje que se veía por la ventana abierta que tenía detrás se divisaban una finca, una aldea y un bosque que parecía real al mezclarse los colores unos con otros. En la mesa que había ante él tenía un reloj, libros, el Tiempo, el Mal, la Vida, una pluma, un mapa, una brújula, cajas que contenían monedas de oro y todo tipo de baratijas, cosas que había notado pero no comprendido en quién sabe cuántas otras pinturas… La sombra de un duende o del Diablo y, luego, junto a su padre, su hermosa hija, bella como un sueño.

»¿Para completar y adornar qué historia se había hecho aquella pintura? Al mirarla comprendía que la pintura era la historia en sí misma. No era la prolongación de una historia, sino algo en sí mismo.

»No se me iba de la cabeza aquella pintura delante de la cual me había quedado tan atónito. Me fui del palacio, regresé a la casa en que me hospedaba y estuve toda la noche pensando en ella. Me habría gustado poder ser pintado así. No, yo no tenía derecho, ¡era Nuestro Sultán quien debía ser pintado así! Nuestro Sultán debía ser pintado con todo lo que poseía, con todo lo que mostrara su mundo y representara sus confines. Pensé que se podía ilustrar un libro siguiendo esa idea.

»El maestro italiano había pintado de tal manera el cuadro del caballero veneciano que enseguida comprendías a quién correspondía la imagen. Aunque nunca lo hubieras visto, si te pedían que lo buscaras en medio de la multitud, lo encontrarías entre miles de otros hombres gracias a la pintura. Los maestros venecianos habían descubierto métodos y técnicas para poder diferenciar un hombre cualquiera de los demás, no gracias a sus ropas y a sus condecoraciones, sino a los rasgos de su cara. A eso es a lo que llaman retrato.

»Con que tu cara sea pintada así una sola vez, ya nadie será capaz de olvidarte. Por muy lejos que estés, aquel que mire tu imagen te sentirá muy cerca de sí. Todos aquellos que no te hayan visto en vida, años después de tu muerte pueden encontrarse frente a frente contigo como si te tuvieran delante.

Guardamos silencio largo rato. Por la parte superior de la ventana de la antecámara que daba a la calle, ventanuco que nunca abríamos y que acababa de tapar con una tela encerada, se filtraba una luz espeluznante del color del frío del exterior.

– Tenía un ilustrador -dije- que, como los demás, venía a escondidas a casa para el asunto del libro secreto del Sultán y trabajábamos hasta el amanecer. Era el que hacía los mejores dorados. Una noche el pobre Maese Donoso salió de aquí pero nunca regresó a su casa. Me temo que hayan matado a mi maestro iluminador.