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8. Me llamo Ester

Sé que todos vosotros sentís curiosidad por lo que decía la carta que le di a Negro. Como yo también sentía la misma curiosidad, me ocupé de enterarme de todo. Si queréis, haced como si volvierais atrás las páginas de esta historia y así os contaré lo que había ocurrido antes de que le diera esa carta.

Ahora es casi de noche y mi marido Nesim y yo, dos viejos quejicas, estamos sentados junto a la chimenea en nuestra casa del pequeño barrio judío que hay subiendo desde el Cuerno de Oro y le echamos leña al fuego intentando calentarnos. No le prestéis demasiada atención a que me llame vieja, en cuanto meto entre los pañuelos de seda, los guantes, las sábanas y las camisas de colores que he sacado de algún barco portugués, que si anillos, que si pendientes, que si gargantillas, en fin, toda la quincalla cara o barata capaz de excitar a las mujeres, y me echo el atado al brazo, Estambul se convierte en el puchero y Ester en el cucharón y no queda calleja por la que no me meta. No hay carta o cotilleo que no lleve de puerta en puerta y yo he casado a la mitad de las muchachas de este Estambul, aunque ahora no lo digo para presumir. Decía que estábamos sentados en casa y casi era de noche, cuando, toc toc, llamaron a la puerta, fui a abrir y me encontré a esa estúpida esclava, Hayriye. Llevaba una carta. Me explicó lo que Seküre quería de mí, temblando no sé si de frío o de nerviosismo.

En un primer momento creía que tendría que llevar la carta a Hasan y por eso me sorprendí tanto. Ya conocéis al marido de la hermosa Seküre, ese que nunca vuelve de la guerra, aunque yo creo que hace ya mucho que le agujerearon el pellejo al muy desgraciado. Pues este marido militar que nunca volverá a casa tiene un hermano que es todo un exaltado; se llama Hasan. Pero por fin comprendí que la carta no era para

Hasan, sino para otro. ¿Qué ponía en la carta? Ester estaba a punto de rabiar de curiosidad. Por fin logré leerla.

Vosotros y yo no nos conocemos demasiado. La verdad es que de repente me ha dado vergüenza. No os diré cómo conseguí leer la carta. Quizá me reprochéis mi curiosidad -como si vosotros no fuerais curiosos como barberos- y me despreciéis por haberlo hecho. Sólo os diré lo que oí cuando me leyeron la carta. La dulce Seküre había escrito lo siguiente:

Mi señor Negro:

Vienes a mi casa aprovechándote de la amistad que te une a mi padre. Pero no te creas que conseguirás cualquier señal por mi parte. Han pasado muchas cosas desde que te fuiste. Me casé y tengo dos hijos preciosos. Uno es Orhan, al que has podido ver hace un instante porque entró en la habitación. Llevo cuatro años esperando a mi marido y no pienso en otra cosa. Puede que me sienta sola, desesperada y débil cuidando de dos niños y un padre anciano, puede que necesite la fuerza y la protección de un hombre, pero que nadie crea que puede aprovecharse de mi situación. Así que, por favor, no vuelvas a llamar a nuestra puerta. Ya me avergonzaste una vez y entonces me vi obligada a sufrir lo indecible para demostrar mi inocencia ante los ojos de mi padre. Con esta carta te devuelvo la pintura que habías pintado y me enviaste cuando eras un joven presuntuoso e inconsciente. Para que no alimentes vanas esperanzas ni malinterpretes ninguna señal. Es un error creer que alguien puede enamorarse mirando una pintura. No vuelvas a poner los pies en nuestra casa, será lo mejor.

¡Mi pobrecita Seküre no es un hombre, un bajá o un bey, como para poner debajo un vistoso sello! Al pie de la carta había firmado con la inicial de su nombre, que parecía un pajarito asustado, y eso era todo.

He dicho un sello. Seguro que sentís curiosidad por saber cómo abro esas cartas selladas. ¡Pero si no están selladas! Mi querida Seküre habrá pensado: «Ester es una judía ignorante y no sabe entender nuestra letra». Es verdad, no soy capaz de entender vuestra letra, pero hago que alguien me la lea. Además, puedo leer perfectamente vuestras cartas sin necesidad de eso. No me entendéis, ¿verdad?

Voy a explicarlo de otra manera para que vuestras duras cabezas puedan comprenderlo.

Una carta no dice lo que quiere decir sólo con lo que está escrito. Las cartas, como los libros, se leen también oliéndolas, tocándolas, manoseándolas. Por eso las personas inteligentes te dicen «lee la carta a ver qué dice» y las estúpidas «lee la carta a ver qué pone». La verdadera habilidad está en leer la carta por entero y no sólo lo que dicen las letras. Escuchad ahora las otras cosas que decía Seküre:

1. Aunque envío la carta en secreto, si lo hago a través

de Ester, que ha convertido el acarreo de mensajes en un oficio y un hábito, es que no tengo la intención de que sea demasiado en secreto.

2.También el que haya doblado el papel tanto como

pasta de hojaldre implica secreto y misterio. Pero la carta está abierta. Además, contiene una enorme pintura. La intención es aparentar: «Por Dios, ocultemos nuestro secreto a todo el mundo». Esto corresponde más a una carta de amor que a una de rechazo.

3. Lo cual confirma el perfume de la carta. Este perfume, tan impreciso como para que dude el que la tome en sus

manos (¿la perfumaría a sabiendas?) pero tan atractivo como para no pasar desapercibido (¿es aroma de geranios o el de su propia mano?) bastó para que el pobrecillo que me la leyó perdiera la cabeza. Y supongo que lo mismo le ocurrirá a Negro.

4. Ester no sabe leer ni escribir pero aunque por el

fluir de las líneas la pluma esté diciendo: «Tengo prisa y escribo sin prestar atención a la letra», se puede comprender por el elegante temblor que las posee, como si las llevara una dulce brisa, que en realidad estas letras quieren decir exactamente lo contrario. Y aunque cuando habla de Orhan la expresión «hace un instante» implique «ahora», está claro que había preparado un borrador de la carta porque en cada línea podemos notar el cuidado con que ha sido escrita.

5. En cuanto a la imagen que acompaña la carta, describe cómo la bella Sirin se enamoró del apuesto Hüsrev mirando su imagen, una historia que hasta yo, Ester la judía, conozco. A todas las mujeres soñadoras de Estambul les encanta esa historia pero es la primera vez que veo que se envíe una pintura.

Es algo que os ocurre a menudo a vosotros afortunados que sabéis leer y escribir: una muchacha que no sabe hacerlo os ruega que le leáis una carta que le han enviado y vosotros cumplís su deseo. Lo que está escrito es tan sorprendente, excitante e inquietante que la dueña de la carta, aunque le avergüence que compartáis su intimidad, se traga su aturdimiento y os pide que se la leáis una vez más. Volvéis a leérsela. Por fin la habéis leído tantas veces que ambos acabáis por aprendérosla de memoria. Luego coge la carta en sus manos, os pregunta si dice esto aquí y aquello allí y mira sin entender las letras del punto que le señaláis con el dedo. A veces me siento tan conmovida por esas jóvenes que miran las curvas de las letras que forman palabras que son incapaces de leer pero que se aprenden de memoria, que me olvido de que yo tampoco sé leer ni escribir y me gustaría besar a esas muchachas analfabetas que riegan las cartas con sus lágrimas.

Y luego hay otros que son unos desgraciados, tened mucho cuidado en no pareceros a ellos: cuando la muchacha toma la carta en sus manos para volver a tocarla y quiere saber qué palabra dice qué cosa aunque no la entienda, los muy animales le dicen «¿Y para qué, si no sabes leer? ¿Qué más quieres mirar?». Algunos ni siquiera le devuelven la carta, como si fuera suya, y es a mí, a Ester, a quien le toca discutir con ellos y conseguir la carta de vuelta. Ése es el tipo de buena mujer que soy yo, Ester; si me caéis bien, también a vosotros os ayudaré.