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5. Soy vuestro Tío

Yo soy el señor Tío de Negro, pero los demás también me llaman así. Hubo un tiempo en que su madre le pidió a Negro que me llamara de esa manera y luego todo el mundo comenzó a utilizar dicho nombre, no sólo Negro. Negro comenzó a frecuentar nuestra casa hace treinta años, cuando nos mudamos a esa calle oscura y húmeda a la sombra de castaños y tilos que hay por la parte de atrás de Aksaray. Era la casa que teníamos antes de ésta. Si acompañaba a Mahmut Bajá en la campaña de verano, cuando regresaba a Estambul en otoño me encontraba a Negro y a su madre refugiados en ella. Su difunta madre era la hermana mayor de mi difunta esposa. Y a veces, cuando volvía a casa las tardes de invierno, me encontraba a su madre y a mi mujer abrazadas y con los ojos llenos de lágrimas compartiendo sus preocupaciones. Su padre, que era incapaz de mantener su puesto de profesor en pequeñas y remotas medersas, tenía muy mal carácter, era un hombre iracundo y bebía bastante. Por aquel entonces Negro tenía seis años, lloraba cuando su madre lloraba, guardaba silencio cuando su madre callaba y a mí, a su Tío, me miraba con temor.

Ahora me siento contento de verlo ante mí como un sobrino decidido, maduro y respetuoso. El respeto que me demuestra, el cuidado que pone al besarme la mano, la forma de decir «sólo para la tinta roja» al entregarme el tintero mongol que me ha traído como regalo, su manera correcta de sentarse ante mí uniendo cuidadosamente las rodillas, todo eso me recuerda una vez más que no sólo se ha convertido en el adulto con la cabeza sobre los hombros que quería ser, sino además que yo soy el anciano que me habría gustado ser.

Se parece a su padre, a quien vi un par de veces: alto y delgado, mueve los brazos de manera un tanto vehemente pero es algo que va bien con su carácter. Su manera de colocar las manos en las rodillas, de clavar atentamente su mirada en mis ojos cuando digo algo importante como si afirmara: «Entiendo, escucho respetuosamente», y de asentir con la cabeza como siguiendo una melodía que se adaptara al ritmo de mis palabras, son absolutamente adecuadas. Con la edad que tengo, sé que el auténtico respeto no procede del corazón sino de seguir ciertas normas y de someterse a ciertas sumisiones.

Nos unió el que yo descubriera que le gustaban los libros en los años en que su madre venía a menudo por aquí con cualquier excusa porque veía que en nuestra casa su hijo tenía un futuro, y así fue como se convirtió en mi aprendiz, por utilizar la expresión que usaban en casa. Le explicaba cómo los ilustradores de Shiraz habían creado un nuevo estilo elevando la línea del horizonte hasta todo lo alto de la pintura. Le explicaba cómo, mientras todos pintaban a Mecnun en el desierto en un estado horrible, enloquecido de amor por Leyla, el gran maestro Behzat lo había pintado de forma que pareciera aún más solitario introduciéndolo en medio de una multitud de mujeres que caminaban por entre las tiendas de un campamento, que cocinaban o que intentaban que prendieran las hogueras soplando los leños. Le contaba lo ridículo que resultaba el hecho de que la mayoría de los ilustradores que pintaban el momento en que Hüsrev ve a Sirin bañándose desnuda en el lago a medianoche no hubieran leído el poema de Nizami e iluminaran los caballos y las ropas de los amantes con los primeros colores que se les pasaban por la cabeza y le explicaba que a un ilustrador que tomaba el pincel sin haber tenido el interés de leerse con cuidado y buen juicio el texto que iba a pintar, no le movía otra cosa que el dinero.

Ahora veo con alegría que Negro ha adquirido otro conocimiento esencial: si no quieres que el arte y la pintura te decepcionen, mejor que no se te ocurra verlos como una profesión. Por mucha habilidad y condiciones que tengas, busca el dinero y el poder en otro lugar, de manera que, al no recibir la justa compensación por tu habilidad y tu trabajo, no llegues a odiar el arte.

Me contó que los ilustradores y calígrafos de Tabriz, los conocía a todos gracias a que les encargaba libros para los bajas y los potentados de Estambul y de las provincias, se encontraban sumidos en la pobreza y la desesperación. Y no sólo en Tabriz, también en Meshed y en Alepo muchos artesanos habían dejado de ilustrar libros a causa de la falta de dinero y de interés y habían comenzado a pintar en hojas sueltas y a dibujar monstruosidades para divertir a los viajeros francos e incluso escenas obscenas. Había oído que el libro que el sha Abbas le había regalado a Nuestro Sultán cuando el acuerdo de paz de Tabriz había sido desencuadernado y que las páginas se habían empezado a usar para otro libro. Ekber, el sultán de la India, estaba repartiendo tales cantidades de dinero para un nuevo gran libro, que los más brillantes ilustradores de Tabriz y Kazvin estaban dejando los trabajos que tenían entre manos y corrían a su palacio.

Mientras me contaba todo aquello, de vez en cuando introducía dulcemente otros relatos. Por ejemplo, me contaba la divertida historia de un falso Mahdi, o me describía la inquietud producida entre los uzbecos porque el príncipe bobo que los safavíes les habían enviado como rehén se les había muerto tras tres días de fiebres, y me sonreía. Pero yo comprendía por una sombra que caía sobre sus ojos que aún no se había resuelto aquel asunto que nos atemorizaba y del que tan difícil nos resultaba hablar.

Por supuesto, Negro se había enamorado de mi única y bella hija, Seküre, como cualquier otro joven que entrara en casa, que hubiera oído lo que se contaba de nosotros o que tuviera noticia de su existencia aunque fuera de lejos. Quizá yo no lo considerara algo peligroso a lo que debería haber prestado atención puesto que, por aquel entonces, todos estaban enamorados de mi hija, la bella entre las bellas, y la mayoría sin ni siquiera haberla visto. Pero el de Negro era el amor desesperado de un joven que entraba y salía de casa, que era aceptado y querido en ella y que tenía la posibilidad de ver a Seküre. No consiguió enterrar su amor en su corazón, como yo esperaba, y cometió el error de confesarle a mi hija el violento fuego que le consumía.

Después de aquello se vio forzado a no volver a poner el pie en nuestra casa.

Creo que Negro sabía que mi hija se había casado en la flor de la edad con un caballero tres años después de que él abandonara Estambul, que el guerrero, que no tenía el menor seso, había partido a la guerra después de que mi hija le diera dos varones y no había regresado y que nadie había tenido noticias de él desde hacía cuatro años. Comprendía que lo sabía desde hacía mucho, no porque tales cotilleos y rumores se extiendan rápidamente por Estambul, sino por su forma de mirarme a los ojos en los momentos de silencio que se producían entre nosotros. Incluso ahora, mientras le echa una mirada al Libro del alma, abierto en su atril, me doy cuenta de que está prestando atención al ruido de los niños andurreando por la casa porque sabe que mi hija regresó a la casa de su padre con sus dos hijos hace dos años.

No habíamos hablado de esta casa nueva que había ordenado construir durante la ausencia de Negro. Muy probablemente Negro, como cualquier otro joven ambicioso que tuviera en mente llegar a poseer fama y fortuna, consideraba de mala educación mencionar tales temas. De todas formas, en cuanto entró en la casa, de hecho todavía estábamos en las escaleras, le dije que el segundo piso era más seco y que mudarme a él le había venido muy bien al dolor de mis huesos. Al decir segundo piso sentía una extraña vergüenza, pero dejadme explicároslo: dentro de muy poco, gente con mucha menos fortuna que yo, incluso cualquier simple caballero que posea una pequeña finca, podrá ser capaz de construirse una casa de dos pisos.

Estábamos en la habitación que usaba en invierno como taller de pintura. Noté que Negro sentía la presencia de Seküre en la habitación de al lado. Inicié rápidamente la cuestión que le había mencionado en la carta que le envié a Tabriz llamándole a Estambul.

– Al igual que tú hacías en Tabriz con calígrafos e ilustradores, yo también estaba preparando un libro -le dije-. La persona que me ha hecho el encargo es Nuestro Señor el Sultán, Pilar del Universo. Como el libro es un secreto, el Sultán ordenó al Tesorero Imperial que me entregara dinero ocultamente. Llegué a acuerdos con cada uno de los mejores ilustradores de los talleres del Sultán. A alguno le hacía dibujar un perro, a otro un árbol, a otro adornos para los márgenes y nubes en el horizonte, a otro caballos. Quiero que las cosas que he ordenado pintar representen todo el mundo sobre el que reina Nuestro Sultán, exactamente igual a como lo pintan los maestros venecianos. Pero, al contrario que las de los venecianos, las nuestras no serán pinturas de objetos y posesiones sino, por supuesto, de las riquezas interiores, de las alegrías y los miedos del mundo sobre el que gobierna Nuestro Sultán. Si he hecho que se pinte dinero es para despreciarlo, he colocado al Demonio y a la Muerte porque les tememos. No sé qué dirán los rumores. Quise que la inmortalidad de los árboles, el cansancio de los caballos y la desvergüenza de los perros representaran a Su Majestad el Sultán y su mundo. Y además les pedí a mis ilustradores, a los que he llamado en clave Cigüeña, Aceituna, Donoso y Mariposa, que escogieran temas a su gusto. Incluso las noches más frías y nefastas de invierno siempre venía a verme en secreto alguno de los ilustradores del Sultán para enseñarme lo que había pintado para el libro.

»Cómo pintábamos y por qué lo hacíamos así es algo que todavía no puedo explicarte del todo. No porque quiera ocultártelo ni porque no pueda decírtelo. Sino porque es como si ni yo supiera exactamente lo que significan las pinturas. Sin embargo, sé cómo deben ser.

Había sabido por el barbero de la calle de nuestro antiguo hogar que Negro había regresado a Estambul cuatro meses después de mi carta y le llamé a casa. Sabía que en mi historia había una promesa de problemas y felicidad que nos uniría.

– Cada pintura cuenta una historia -continué-. Para embellecer el libro que leemos, el ilustrador pinta la escena más hermosa. La primera vez que los amantes se ven; cómo el héroe Rüstem le corta la cabeza al monstruo demoníaco; la pena de Rüstem al comprender que el extraño que ha matado era su propio hijo; a Mecnun, que ha perdido la cabeza por amor, en la naturaleza salvaje y desierta rodeado de leones, tigres, ciervos y chacales; la preocupación de Alejandro al ver cómo un águila enorme descuartiza su propia becada en el bosque al que ha ido para que los pájaros le revelen el futuro antes de una batalla… Nuestros ojos, que se cansan leyendo estas historias, descansan mirando las ilustraciones. Si hay algo en la historia que a nuestra mente y a nuestra imaginación les cueste representarse, de inmediato acude en nuestra ayuda la ilustración. La pintura, el florecimiento en colores de la historia. Nadie puede imaginar una pintura sin historia.