– ¿J. es homosexual?

Ella no lo sabía.

– ¿Cabe la posibilidad de que se entregue, de que estampe su firma en la línea de puntos?

Gesto de indiferencia.

– ¿Lo pueden matar? En caso afirmativo, ¿cuándo?

– Olvida todas tus dudas.

– Sí, lo van a matar.

– No es una cuestión de urgencia -dijo ella-. Tenemos otras cosas de qué ocuparnos.

Se apartó del volante y se acercó a Lyle con torpeza, dejando la pierna derecha en medio e impidiendo así el efecto que buscaba, una intimidad forzada, el intercambio de compromisos intensos. Por último le tocó la cara con ambas manos. Fue tal el contacto que sembró un cruce de canales, un camino de reciprocidad inmediata. Tenía la mirada fija, un punto enloquecida, de nuevo un efecto indeseado. Era interesante, siempre lo era, que le tocase una mujer, la primera vez, cuya mente uno sabe que circula por líneas distintas de las propias, que vive de acuerdo con otro mapa radicalmente distinto.

– ¿Estamos cerca de algo?

– A punto de llegar -dijo ella.

– ¿Tenemos a un Vilar en esto?

– Tendremos a alguien más que dispuesto.

– ¿Es posible que reciba instrucciones de tu hermano?

– Querrás decir que se haya preparado.

– Es que me sentaría fatal que algo detonase antes de lo previsto.

– Vilar está confinado por completo, privado de toda comunicación con el exterior. Ha intentado suicidarse varias veces. Lo tienen sujeto a vigilancia las veinticuatro horas del día. Antes que seguir en la cárcel, Vi-lar se quitará la vida. Es cuestión de tiempo, nada más. Es el acto que lleva toda la vida ensayando. Antes morir que la justicia del cerdo. Ése es el destino de nuestra clase.

Volvió a ocupar su sitio en el asiento y miró por la ventanilla los desechos en la calle. Otras tres botellas se estrellaron contra la acera a media manzana de allí, de nuevo en intervalos de diez segundos.

– Pero tienes a alguien.

– Por descontado.

– ¿Fabrica bombas?

– Falsifica pasaportes -dijo ella.

Era de noche. Un grupo de hombres y de jóvenes apareció en la esquina opuesta, riendo. Tres se separaron del grupo y se dirigieron al coche, meros adolescentes, uno con una botella entre las piernas, caminando como un pato.

– Así que espero.

– Será pronto, Lyle.

– Lo hacemos de la misma manera, ¿no? Yo le abro el paso a tu hombre, le franqueo la entrada en el parqué, será mi invitado. Deja lo que tenga que dejar. En plena noche, estalla.

– Hablaréis.

– ¿Quién es?

– Todavía no -dijo ella.

– ¿Soñaste alguna vez que encontrarías a otro George con tanta facilidad?

– Es propio de los americanos.

– ¿El qué?

– Es igual que los ingleses, que nunca dejarán de ser unos chiquillos. Los americanos están condenados a realizar actos heroicos.

– Qué comentario tan irónico, señaló él -dijo Lyle.

– Decide tú mismo cuál de las dos enfermedades es peor.

Le sonreía. Los tres chicos pasaron por delante del coche, mirando al interior, y se fueron por el solar vacío. Ella parecía esperar a que Lyle bajara del coche. Un hombre con unos pantalones demasiado grandes y una camiseta llena de agujeros se acercó al coche por el lado del conductor. Marina dijo algo en español. Luego miró a Lyle. El hombre había vomitado poco antes. Sin apartar los ojos de Lyle, dijo algo más y el hombre se largó.

– La botella es la diana -dijo Lyle-. Me lo repito como recordatorio. Además, me sosiega.

– Pronto hablaremos.

– Voy a bajar, ¿es eso?

– Sí.

– Y a caminar.

– Primero un paso, luego otro.

– A lo mejor podrías dejarme en Canal Street, si vas en aquella dirección, o en cualquier punto cercano a la parte baja de Broadway.

– Es mejor aquí mismo.

– O en Chinatown -dijo él-. A lo mejor hace tiempo que no vas por allí. Es una parte interesante de la ciudad.

Cuando llegó a casa, vació el contenido de sus bolsillos sobre la cómoda. La cartera, las llaves, el bolígrafo, el cuaderno de notas. Las fichas de transporte a la derecha de la cómoda, los centavos a la izquierda. Se comió un bocadillo y salió con una copa al terrado. En una de las mesas estaban sentadas cuatro personas de avanzada edad. Lyle se acercó al pretil. El ruido de las calles llegaba incierto, asordinado, una densidad subacuática. Los aparatos de aire acondicionado, los autobuses, los taxis. Más allá de eso, algo indiscernible: el tono sin connotaciones que parecía emanar de las calles mismas, que estaba presente incluso aunque no hubiese tráfico, en los amaneceres más callados. Era una perturbación innata, de baja frecuencia, en la materia misma de la ciudad física, un rugido espectral. Sostuvo la copa más allá del murete. Los demás habían guardado silencio desde que llegó. Dejó caer la copa con la mano derecha para cazarla con la izquierda. Hubo una fracción de segundo en la que ninguna de las dos manos rozó siquiera el cristal. Resolvió hacerlo cinco veces más, extendiendo la distancia entre las manos un poco más a cada vez, antes de bajar a su piso.

Estaba en la cama cuando llamó Kinnear.

– Tendrá que ser breve, Lyle.

– Estoy despierto, pero por los pelos.

– ¿En qué situación estás?

– Marina está más o menos decidida a localizarte. No creo que por ahora tenga ni idea de dónde puedes estar, al menos que yo sepa. Sigue con ganas de hacer lo de la Bolsa.

– ¿En qué situación estás, en dólares y centavos?

– ¿Andas necesitado?

– Me anticipo.

– ¿Cuánto necesitas?

– No lo sé con certeza. Hay diversas variables. Sólo quería precisar si estarías dispuesto a ayudarme y secundarme.

– ¿Te parece oportuno que retire una cantidad y que espere a saber de ti?

– Retira mil quinientos ahora, buena idea, en caso de que todo esto se materialice durante el fin de semana, lo cual podría entrañar problemas para conseguir fondos.

– ¿En dólares americanos?

– Buena pregunta.

– Hay una oficina de cambio cerca de mi banco.

– No, que sea en dólares americanos.

– ¿Podrás cambiarlos con facilidad?

– En dólares americanos está bien, Lyle.

– ¿Y dices que tienes mucha prisa?

– Fíjate cuánta. Adiós.

Al día siguiente, a Lyle lo llamaron por megafonía cuando estaba en el parqué y le hicieron entrega de un telegrama enviado desde la localidad, con tres palabras -nueve uno cinco- y el nombre del remitente, DESINFO.

Al día siguiente al día en que recibió el telegrama experimentó lo que en principio se le antojó una especie de variante del deja vu. Se terminó el almuerzo y se plantó en la puerta de un restaurante que hacía esquina, desde donde atinaba a ver, en ángulo agudo, al hombre ya viejo y flaco que a menudo aparecía delante de! Federal Hall con un cartel escrito a mano, de contenido político, sujeto encima de la cabeza, para regocijo de quienes se hubieran congregado en las escaleras. Lyle se estaba limpiando las uñas subrepticiamente, con un palillo que había tomado de un vaso situado junto a la caja registradora del restaurante. La paradoja de la materia que refluía hacia sí misma. En este caso no había ninguna ilusión implicada. Había estado en ese mismo punto no hacía todavía mucho, a la misma hora del día, haciendo exactamente lo mismo que ahora, la mirada fija en el viejo, cuyo cuerpo se alineaba a la perfección con el filo de una sombra en la fachada del edificio frontero, el cartelón sostenido en el mismo ángulo, el suceso convertido en una réplica sin vida por medio de la impregnación estructural, el mineral que suple la materia anterior. Lyle decidió esparcir el contenido dirigiéndose hacia el hombre en vez de volver a la Bolsa, tal como sin duda hizo ¡a vez anterior. Primero leyó la parte posterior del cartel, la que daba a la calle, y recordó su tenor. Luego se sentó en las escaleras con "otra media docena de personas, y buscó el tabaco en los bolsillos. Burks estaba en la otra acera, cerca de la entrada de la Banca Morgan. La gente volvía a sus trabajos poco a poco. Lyle fumó durante unos momentos, se levantó y se acercó al de la pancarta. Las láminas de madera que afianzaban los bordes del cartel se extendían casi veinte centímetros, con lo que el hombre tenía sendos asideros. Burks parecía entristecido, con los brazos cruzados.

– ¿Cuánto tiempo lleva haciendo esto -preguntó Lyle-, sujetando el cartel?

El hombre se volvió para ver quién lo interpelaba.

– Dieciocho años.

Le corría el sudor por las sienes, por el pálido perfil de su piel sonrojada. Gastaba traje, pero sin corbata. La vida que hubiera en su mirada se había disuelto. Se había adueñado de su propio espacio, un mundo en el que las personas eran bajorrelieves labrados en la roca. Le tembló un poco la mano derecha. Le hacía falta un buen corte de pelo.

– ¿Dónde, aquí mismo?

– No, antes no estaba aquí.

– ¿Dónde estaba antes?

– En la Casa Blanca.

– ¿En Washington?

– Me obligaron a largarme.

– ¿Quiénes le obligaron?

– Haldeman y Ehrlichman.

– No le permitían plantarse ante la verja.

– Los bancos dieron aviso.

Lyle no estuvo seguro de por qué hizo esa pausa, por qué se paró a hablar con el hombre. A lo lejos percibía una estrategia. Tai vez quisiera fastidiar a Burks, quien obviamente esperaba para conversar con él. Desdeñar a Burks para conversar con un teórico enemigo del Estado fue algo que le agradó. Entró en su campo visual otro hombre, un tipo de mediana edad, fornido, con el traje algo grande, unas gafas incongruentes, modernas, como de diseño. Lyle se volvió y se fijó en que Burks ya no estaba.

– ¿Por qué sostiene el cartel sobre la cabeza?

– La gente de hoy en día.

– Quieren quedarse perplejos.

– Justamente.

Lyle no sabía qué hacer a continuación. Mejor esperar a que uno de los otros diera el primer paso. Retrocedió para estudiar la parte delantera del cartel, que nunca se había parado a leer hasta ese instante.

Historia reciente de los obreros del mundo

1850-1920, aprox . Amputación de las manos a los obreros de las plantaciones de caucho del Congo por no cumplir con ¡as asignaciones de trabajo. Fotos en la caja fuerte del Banco de Inglaterra. Surge el capitalismo.

la edad industrial Trabajo infantil, accidentes, muertes.

Crueldad = beneficios. Barrios obreros en Glasgow, Nueva York, Londres. Pobreza, enfermedades, desmembración de las familias. Huelgas, boicoteos, etc. – tropas, policía, órdenes judiciales. Amarga cosecha de la Rev. Ind.